Buquinistas de París, a orillas del Sena, en abril de 1955. Foto: George W. Hales

Todavía no ha amanecido y el escritor aparece a lo lejos, tras una cortinilla de lluvia. Trae un paraguas azul que, en las siguientes dos horas de Rastro, le sujetaré unas cuantas veces: siempre, o casi siempre, que él se agache frente a un puesto. Al llegar saluda y nos vamos con prisa a la primera manta. Se abalanza sobre una carpeta de dibujos. Algunos son preciosos. El escritor murmura un "nada" y seguimos caminando. Me presenta: "Este es Antonio, un aficionado". Antonio es alto y joven, moreno, de barba bien perfilada, y lleva una mochila donde irá guardando las adquisiciones del día. Metemos la cabeza en un maletero lleno de libros. "¿Qué hay aquí?", se preguntan, el uno al otro. Ambos, Antonio y el escritor, miran los volúmenes, los manosean, se los pasan.



El escritor que nos acompaña esta mañana de Rastro es Andrés Trapiello, que recientemente ha prologado un librito titulado Azorín. Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París (Fórcola), una selección, a cargo de Francisco Fuster, de las crónicas librescas del ilustre autor de la Generación del 98. En ellas el de Monóvar dice cosas que se le van representando a uno cada poco esta mañana: "Leer y tornar a leer. No hay más remedio"; o "los libros sustituyen a la vida"; o "la lectura es un placer íntimo"; o "el verdadero lector, el lector no profesional, leerá siempre en voz baja". El prólogo del autor de Las armas y las letras es, como cada artículo de Azorín, una bella declaración de amor a la lectura y a los libros viejos: "Leer es vivir -escribe Trapiello-, y no hay vida que se precie de verdadera y plena sin libros".



En este traficar tempranero de literatura, que, más que la lectura, se hace en voz baja y casi sin mover los labios, si algo hay es amor por el libro viejo y de papel. Antonio y Andrés, amigos del rastro, tocan sin cesar los libros. Uno le cuenta al otro la última hazaña. Una primera edición de El resplandor de la hoguera, de Valle-Inclán... una primera edición dedicada. "¿Dedicada por quién?", pregunta uno. "Pues por Valle", replican. Por quién va a ser. "Es muy raro -me dice el escritor-. Una edición anterior a 1910 es rarísima. Y además, dedicada. Muy raro". La rareza conforma el valor aquí. Seguimos. Urge mirar, buscar, comprar. Avanzamos por la calle Mira el río baja. Una cuesta arriba infernal. Trapiello me habla mientras subimos la cuesta. Está en forma. Habla y anda a buen ritmo. Quizás sea porque está acostumbrado a la pendiente exacta de esta cuesta. Son treinta y cinco años viniendo, quizás alguno más. "¿Siempre solo?", le pregunto, aunque sé que no, por los diarios. "No, con Juan Manuel Bonet". Bonet es J. M. en los diarios. Trapiello hablará mucho de Bonet esta mañana. Bonet, de hecho, es el responsable de mi madrugón de hoy: "Juan Manuel y yo veníamos siempre a la misma hora que todo el mundo. Pero un día, él venía de una fiesta y decidió darse un paseo por el Rastro a estas horas. Me llamó entusiasmado y me dijo que a partir de entonces vendríamos temprano". A Bonet, autor del imprescindible Diccionario de las Vanguardias en España, lo nombrará días después, al hablar de los "grandes aficionados", el librero Manolo Gulliver, de la calle León, quien parece no esperar nada (o casi nada) ya de su negocio: "Ha cambiado todo muchísimo. Tienes muy pocos clientes conocidos y ya la mayoría son turistas, gente de paso o gente que encarga directamente por Internet".



Los gustos del cliente también han cambiado. "La literatura española, de narrativa o poesía, que era lo que más se vendía siempre, hoy despierta mucho menos interés. Hoy se buscan temas más concretos, como la Guerra Civil y cosas así", comenta Gulliver. Guillermo Blázquez, librero al frente del gremio de los libreros de viejo, dice que "hay gustos para todo", pero que "ahora el comprador se está fijando más en los libros científicos y sobre viajes y exploraciones por todo el mundo; aunque siempre estarán los que buscan obras de historia, literatura del Siglo de Oro, Quijotes en sus más variadas ediciones..."



Pero la gente, sobre todo, compra libros a golpe de noticiero; compran lo que ven en la televisión o leen en la prensa, algo que, resulta curioso, ocurría ya, exactamente igual, cuando Azorín, que en 1928 anota lo que sobre esto le dice un librero: "El día que sale un gran anuncio en el periódico, no para de entrar gente en la tienda".





Azorín, en el retrato que le hizo Zuloaga.



¿Influye, pues, la publicidad, las ferias, los días del libro y otras celebraciones en el negociado del libro viejo? Gulliver dice que, si acaso, en la mesa de novedades, que en la suya no, percepción parecida a la de Blázquez: "En el Día del Libro suele ser tradicional que los clientes de libros antiguos y de viejo se "autorregalen" algún que otro libro, pero normalmente los clientes compran cuando encuentran alguna de las obras que buscan, sin importar el momento o la fecha". "El libro de viejo es otra cosa", comenta, conciso, Abelardo Linares, histórico editor de Renacimiento y librero. La queja desolada es una de las constantes del sector, y llama la atención comprobar que lo que Azorín registraba en sus paseos no dista en mucho de lo que podemos escuchar hoy si preguntamos a cualquier librero.



Cuenta Gulliver que para vender tiene que recurrir a ofertas y paquetes, y que la gente, los clientes han perdido misteriosamente el afán de tener entre sus manos el producto: "Ya no quieren oler o tocar el libro", dice. En 1912, Azorín se refería a la magia de estos paseos librescos, a lo encantador de tocar, oler y degustar sin necesidad de llevarse nada: "¡Oh, pretiles del Sena, repletos de libros -exclamará en un artículo de La Vanguardia-, en los que puede uno leer sin tasa, sin que el buen librero galo sienta la menor irritación o contrariedad! Husmear en los libros viejos es, sí, un placer".



El paseo de un bibliófilo tiene siempre algo de vagabundeo. Con Trapiello, pasado un tiempo, me doy cuenta de que llevo casi dos horas haciendo exactamente el mismo recorrido. Arriba y abajo. Visitamos los mismos puestos una y otra vez. Trapiello palpa el libro, lo abre. "Es precioso", dice, "míralo", y nos vamos. "¿Cuánto?", le pregunta al dueño. Tiene en las manos un librito verde, editado por Insel-Verlag, con dibujos de Paul Klee. "Uy, no, demasiado caro". Nos vamos. De camino, de nuevo al Campillo del mundo nuevo, al inicio, Trapiello murmura una retahíla de nombres, de ediciones impronunciables. "Esa misma editorial sacó hace tiempo..." Me cuenta una anécdota. Un día temprano, un domingo de rastro, un grupo de personas se agachaba sobre un lote. Se despachaba allí una biblioteca importante. Trapiello agarró un taco de cartas: eran de Gabriel y Galán, el poeta extremeño. Cartas a su médico. Las miró, las leyó, se detuvo en la letra. Toqueteando, abriendo y cerrando el taco con los dedos, Trapiello reconoció una caligrafía en las últimas cartas. Miró la firma: eran de Unamuno. Pidió precio y se las llevó. "Pero eso no pasa casi nunca", confiesa. De vuelta a la parte alta del rastro, compra una Gramática Musical de 1837. Es un libro muy bonito, pequeño y bastante ajado que en Internet vale más del doble. "Ideal para un regalo", dice.



A medio camino, le echamos el ojo a una tabla anónima. Está pintada por los dos lados; en uno un paisaje vagamente simbolista; en el otro, un óleo como de ama de casa en su primera clase de pintura. La tabla no vale nada, pero el gitano pide por ella diez euros. No. Nos vamos. La gitana reclama un mínimo para su almuerzo. Es una gitana enorme y está sentada en una banqueta junto a otra gitana igual de grande. Nos grita, pero nos marchamos. Al rato volvemos y Trapiello, al fin, cierra el trato. Me entero de la historia de una gitanilla. Mi guía esta mañana me va contando su historia, su marcha, la historia de su familia, mientras pasamos junto a los padres. "La niña era guapísima, un murillo", me dice el escritor, en tono de confesión. Un buen día se fue y ya no ha vuelto. Su padre, payo, sigue yendo cada domingo al puesto con su mujer, que es, también, como las otras, una gitana enorme, de caderas monstruosas. Esa historia se suma, se solapa a otras muchas historias del Rastro. Está el puesto inmóvil, con grandes objetos de oriente que nunca llegan a venderse. Cuernos y esculturas inútiles. Está también el puesto de los libros nazis, donde preside el Mein Kampf de Hitler.



Trapiello conoce a todos; habla con ellos. Se crea así un vínculo, una confianza necesaria entre librero y cliente: "El mejor lugar para comprar un libro antiguo -nos dice Guillermo Blázquez- es una librería anticuaria de confianza, donde el comprador puede examinar detenidamente los ejemplares que le presente el librero, sin prisas, hablar con él, comentar, intercambiar ideas y conocimientos..."





Un detalle de la mesa de Andrés Trapiello, en su estudio de Madrid.



Ese es el legado de las viejas librerías, heridas, pero no de muerte, por la falta de lectores y por internet: "A medio y largo plazo el libro viejo y antiguo -asegura Aberlardo Linares- va resistir mejor que el nuevo "la retirada" de la lectura. Pero en este momento la crisis es aproximadamente igual de dura para todos. Yo vendo ahora una tercera parte de lo que vendía hace quince años, lo que me parece bastante indicativo. La lectura más o menos "masiva" (de libros, revistas y periódicos), como fenómeno europeo, ha durado poco más de siglo y medio, desde el romanticismo hasta el 2000. Hay que irse haciendo a la idea. La red es mi presente, como para la mayor parte de los libreros de viejo de todo el mundo". Pero la red, también, tiene sus peligros. Para Blázquez, internet, a veces, solo despista al comprador, precisamente porque elimina el tacto del libro y el contacto con el librero: "En la red se pueden encontrar muchos ejemplares de una obra, y no siempre el más barato es el mejor, pues tendrá defectos que han influido en el librero a la hora de marcar su valor: estado de conservación, encuadernación, que el ejemplar esté completo o que lleve hojas facsímiles, procedencia..."



Por eso el bibliófilo, el aficionado, el entendido, preferirá seguir vagando entre las almonedas. Como nosotros hoy, pasa la mañana de domingo en este lugar ajeno a la vorágine editorial que, por ahora, justo en el momento en que se puede leer esta nota, va sacando, engullendo, deglutiendo títulos literarios que a nadie, y mucho menos a los editores, parecen saciar. Es distinto aquí, o en Moyano, o en la calle León, en donde todo huele a página leída y todo va más lento; en donde se escucha, en voz más baja, el eco de las quejas, lamentaciones, reproches y dolores de las casas editoriales.