Manuel Astur. Foto: Goliardos

Principal de los libros. Barcelona, 2014. 331 páginas, 19,50 euros

Esta primera novela de Manuel Astur (Grado -Asturias-, 1980) es, sin duda, fruto de una larga y detenida elaboración, como revela el cuidado de los detalles, los saltos temporales que van añadiendo informaciones a la historia o las elusiones que afectan a los datos más importantes y que las diferencian del pormenor deliberado concedido a sucesos reiterados e irrelevantes, todo ello para acentuar el contraste entre la vida superficial de unos adolescentes desnortados y los hechos que verdaderamente ayudan a su maduración. Porque Quince días... es una vuelta más al motivo temático de la turbadora etapa de la adolescencia, trufada en este caso de recuerdos y experiencias evidentemente personales, donde la originalidad no radica tanto en la invención de la historia y sus protagonistas como en la selección de peripecias que subrayen la agitación anímica de Manuel y sus dos hermanas, residentes -como el autor- en un pueblecito cercano a Oviedo en los problemáticos años del tránsito a la edad adulta.



Para ello se alternan varias voces narrativas: la del narrador omnisciente que sigue paso a paso las andanzas de Manuel -retratado con sus padres, parientes y amigos y radiografiado con sus ideas, pensamientos, y sensaciones- y que vertebra la historia, pero también las declaraciones contenidas en las páginas del diario de la hermana menor y las confesiones en primera persona escritas por consejo de su psiquiatra, así como diversas cartas profundamente confesionales. Habría que anotar que el recurso a diarios y cartas íntimas encaminados a caracterizar a un personaje es algo que conviene dosificar -lo que aquí no se hace con la mesura adecuada-, porque, si bien el novelista no incurre en el artificio de definir directamente al personaje, permite que éste lo haga en lugar de dejar que su carácter se manifieste por su comportamiento y sus acciones para que el lector componga su retrato, posibilidad que se ve mermada por el alud de datos que los monólogos epistolares y diarísticos imponen y colocan ante él. En este caso, la novela peca un tanto por exceso.



Y un exceso análogo cabría señalar en lo que podríamos clasificar como "relato de Manuel", demasiado reiterativo en ciertos aspectos -las diversiones alcohólicas del fin de semana, la relación con algunos amigos, su cortedad y timidez para relacionarse con chicas de su edad-, donde también una discreta poda hubiera beneficiado el relato. En cambio, hay que anotar entre los aciertos del autor su esfuerzo por ofrecer, sin estridencias, una imagen acertada del habla coloquial y juvenil, con sus anacolutos ("ayer yo la verdad es que no tenía muchas ganas de salir", p. 56) y sus formulaciones superlativas ("me miraban super descarado", p. 58; "super grande", p. 69; "no pudo evitar mirarla durante mazo de tiempo", p. 104), aunque a veces se deje llevar por hallazgos expresivos que, loables en sí mismos, son difícilmente aceptables en el discurso indirecto libre que reproduce los pensamientos del adolescente Manuel: "Los besos [...] no le han entusiasmado y supone que es un trámite inevitable, un ticket para pasar al parque de atracciones de los mayores" (p. 183).



Por otra parte, el vaivén temporal de las evocaciones, que no siguen un orden lineal, facilita el escamoteo de sucesos esenciales que sólo se desvelan en parte cuando la narración camina hacia su desenlace, como la historia completa de la hermana mayor o el trágico final de Martín. En conjunto, el relato hace más hincapié en los sueños, esperanzas y aspiraciones de un grupo de adolescentes que en el desmoronamiento de buena parte de sus proyectos; desde este ángulo de la pérdida se revisa la historia, lo que le proporciona un inevitable toque nostálgico. A pesar de cierta desproporción constructiva, Quince días para acabar con el mundo es una novela prometedora, donde el autor parece haber vaciado todas sus experiencias. Habrá que ver si es capaz de inventar otras vidas.