Andrés Ibáñez. Foto: Amaya Aznar

Un avión. Una isla. Un accidente. Y, por debajo, muchos misterios. Así comienza la última novela de Andrés Ibáñez, Brilla, mar del Edén (Galaxia Gutenberg), más de setecientas páginas que parten, que nacen de un "súbito impulso" que el escritor madrileño tuvo en pleno visionado de Perdidos. "Sentí que se la iban a cargar", nos dice. Y se la cargaron: "Para mí, Perdidos son las tres primeras temporadas". El resto, el hueco que queda, lo cubriría su colosal -y arriesgado- artefacto narrativo.



Brilla, mar del Edén es como una de esas muñecas rusas. La última, a modo de cascarón, es gigantesca: una isla misteriosa, inabarcable. "Dentro hay -explica Ibáñez- muchas más islas, o islitas, llenas de misterios". Si uno le pregunta el porqué de este libro, el escritor tira de literatura, televisión, cine, música: La isla de Julio Verne. La invención de Morel. El Quijote. Stalker, de Tarkovski. Alicia en el País de las Maravillas. Defoe. Ortega. Bolaño. Bruckner.



-¿Pero qué le atrajo exactamente de Perdidos?

-Sentí que la historia conectaba conmigo. Había muchas cosas que me gustaban de esa serie, pero sobre todo estaba esa idea de manipulación que a mí me recordaba mucho a Don Quijote, a cómo le montan espectáculos, al pobre. Me fascina la idea de que todo el mundo es un gran espectáculo y nosotros lo creemos dócilmente.



Sostiene el escritor, al modo borgiano de definir un cuento, que para él existen dos historias posibles. Solo dos: "La de una puerta que conecta con otro sitio, la historia de los dos lados (Alicia en el País...), la del otro mundo, la del revés. Y, por otra parte, la historia de un lugar donde se realiza lo que tú deseas y, si logras llegar allí, entonces te transformas en otra cosa, que es la historia de Stalker y de mi novela El parque prohibido. Ese es el tipo de historia que a mí me fascina".



-¿Tiene algo que ver con el Edén de su título: un lugar al que llegar?

-Puede ser un Edén, sí, aunque en este caso es una pradera. ¿Por eso el título?

-No lo sé... ¿Es esa la conexión con el título?

-Pues no lo sé, la conexión del título con el libro es una conexión digamos musical. No sé exactamente qué significa el título, pero me gusta mucho, me gusta ese impulso que tiene, me recuerda a esas novelas americanas de los años cincuenta... ¿Qué significa? Pues no lo sé. Aquí está el Edén, pero es el mar del Edén, es un Edén que puede ser maravilloso, pero que, como cualquier mar, es absolutamente inabarcable.



-En la isla ocurren cosas horribles, nada edénicas.

-Pero también pasan cosas maravillosas, cosas increíbles, milagros... y horrores, claro.



-¿Le planteó dificultades la verosimilitud del relato?

-Con eso siempre ha de contar el novelista. Yo tengo que hacer verosímil un viaje en autobús, pero también tengo que hacer verosímil un paseo en nave espacial. Pero eso, al final, forma parte de la estrategia narrativa, de la técnica. Y también tiene algo de magia: se trata de hacer que haya emoción y misterio y miedo.



Andrés Ibáñez habla despacio y piensa cada palabra. Antes de hablar, mientras el periodista pregunta, o trata de explicar la pregunta, lo que le gustaría saber, el escritor bebe agua y después comienza, despacio, a explicarse. Su discurso exhala cultura y no es difícil hacerse una imagen de él escribiendo sin notas, llevando al papel, de modo espontáneo, todas las referencias en las que se ancla su novela: todo ese bagaje que es cultura leída, vista y escuchada.



-¿Ha querido completar una novela que lo abarcase todo?

-Yo siempre he querido hacer una novela que lo abarcase todo. Desde la primera novela que escribí, cuando era joven, y de la que ya pensaba que sería mi única y última novela.



-Incluso a nivel geográfico es una historia total, que recorre todo el mundo a través de sus relatos internos.

-Claro... también hay una geografía del mundo, no hay duda.



-¿Diría que es su novela más ambiciosa?

-Lo cierto es que nunca antes me hubiera atrevido a meterme en los sitios donde me he metido. He intentado empujar los límites más allá de lo razonable. De hecho, muchas veces, escribiendo un episodio, decía: "Voy a llegar hasta la puerta". Y llegaba hasta ella, y decía: ¡de eso nada! ¡Tiene que abrir la puerta y entrar y ver qué hay! Se trataba de ir más, más, más y más allá.



Brilla, mar del Edén está escrita con prosa sencilla, para contar, al modo de las viejas novelas de aventuras. Los personajes, como en una serie de televisión, no paran: van, vienen, inspeccionan, discuten, se aman, se odian: "Una de las referencias estilísticas de la novela está en Daniel Defoe, y no porque yo haya imitado el lenguaje del siglo XVII, sino porque hay un intento de concentrar, de ir a las cosas, de poner acción, acción y acción." Ibáñez cita, en paralelo, a otros escritores antibarrocos, transparentes, aproados al futuro, autores que para él representan la posmodernidad, adjetivo que en absoluto le inquieta: "El signo de la literatura de la posmodernidad es ir más allá de todos los experimentos de la vanguardia, que a mí me encantan, pero que ya están superados. Yo cuando veo a escritores como Vila-Matas, Coetzee, Sebald, Murakami, Bolaño, Eduardo Lago, etc., pienso: ahí está la verdadera literatura de hoy, en ese lenguaje de enorme simpleza, pero complejo a la vez. A Coetzee o a Sebald nadie puede acusarlos de ser escritores sencillos, pero hay transparencia: esa es la clave. ¿Qué busca la literatura?-se pregunta el escritor, mirando al techo de la habitación-: comunicar imágenes y emociones. Yo en esta novela solo buscaba eso: la narración, y de ahí el lenguaje transparente.



-Le gusta entonces que le consideren un autor posmoderno.

-Claro. Yo soy un autor posmoderno y siempre he sido un autor posmoderno. La literatura posmoderna empieza con Borges y posmodernos son Nabokov, Pynchon, García Márquez, Murakami, Cortázar... es un error decir que los posmodernos son una serie de autores frívolos... Lo que quiere la posmodernidad es borrar las fronteras, los límites: por ejemplo, entre el arte alto y el arte bajo, o entre la poesía y la prosa. Se trata de fundirlo todo como en un gran juego, haciendo además una reflexión sobre el código... Es un juego que viene de una reflexión previa: que la realidad es un juego. Pero, en fin, eso ya lo hacía Cervantes: Cervantes fue el primer posmoderno.



El lenguaje de lo sobrenatural

Ibáñez se ha pasado media vida tocando el piano en una banda de jazz y, pese a escribir, a dedicarse a la literatura, no duda en mostrar su preferencia por la música: "Es mi arte, el que más me gusta". Y esto se nota, primero, en la educación, en el contexto de Juan Barbarín, protagonista de su novela. Pero también en determinadas apariciones misteriosas, y en que la música, de algún modo, funcione como una especie de Dios en la isla.



-Se trata de una isla de sonidos -comenta el escritor-, de voces, pero sobre todo de música. Esta novela tiene mucho que ver con mi primera novela, La música del mundo. La diferencia es que en esta novela hay un lugar donde se alcanza el silencio...



-Hay un momento en que Bruckner, que también es un personaje de la novela, dice que "la música es el lenguaje de Dios".

-Lo que viene a decir Bruckner es que la música nos pone en comunicación con algo que no es humano, que puede expresar lo humano, claro que sí, pero también lo que está más allá. La música es un lenguaje misterioso: sin ser posible entender su significado, tiene un impacto inmediato, directo.