Cixí, la emperatriz, con su séquito, en una imágen de la época

Taurus. Madrid, 2014. 632 pp, 28 e. Ebook: 13'99 e.

Para los historiadores no existe afrodisíaco más potente que un tema apasionante que, espoleado por una buena dosis de fuentes sin explotar, abra la perspectiva de someter a revisión metódica una figura importante o incluso toda una época. En la historia de la China moderna hay pocos líderes tan envueltos en capas de prejuicios suplicando que alguien las retire como Cixí, la emperatriz viuda que gobernó China a lo largo de casi medio siglo hasta su muerte en 1908. Durante decenios, Occidente se ha referido a ella despectivamente como "el viejo Buda", el "Dragón mujer", la usurpadora de un trono "cuya desintegración presidió".



Jung Chang (Yibin, China, 1952), autora del aclamado libro de memorias Cisnes salvajes, y coautora de la polémica biografía Mao: La historia desconocida, se ha propuesto revocar esos veredictos negativos. En su absorbente nuevo libro se lamenta que Cixí haya sido "juzgada bien como tirana y despiadada, bien como irremisiblemente incompetente, o ambas cosas". Lejos de retratar a su personaje como una siniestra conservadora, Chang presenta a Cixí como una persona inteligente, patriótica y de amplias miras. La emperatriz habría sido una protofeminista que, a pesar de la élite de mentalidad estrecha y misógina que constituía la administración imperial, "condujo a la China medieval a la época moderna". Chang concluye que Cixí fue una "asombrosa mujer de Estado", una figura "sobresaliente" con la que "los últimos cien años han sido casi siempre injustos".



Si bien la admiración de Chang puede acercarse a la hagiografía, el uso abundante de nuevas fuentes justifica sólidamente la reconsideración del personaje. Aunque en China se han publicado numerosas historias, diarios y colecciones documentales sobre la época de Cixí, en Occidente han aparecido muchos menos estudios. Y como ninguno ha utilizado un abanico completo de fuentes en distintas lenguas, no existe un relato del gobierno de Cixí verdaderamente autorizado. Su historia es evocadora.



Trasladada a la Ciudad Prohibida en 1852, a los 16 años, como concubina imperial, se vio forzada a huir de Pekín en 1860 junto con el emperador Xianfeng ante el avance de las fuerzas occidentales con la intención de saquear e incendiar el fastuoso Palacio de Verano. La profanación de la Segunda Guerra del Opio fue ideada, en palabras del jefe de las fuerzas británicas, lord Elgin, para aplastar "la soberbia del emperador". Sin embargo, en la revisión de Chang, a pesar de la indignación que le producía el trato que los extranjeros daban a China, Cixí pronto adivinó "el desenlace mortal" al que el país "había sido impelido" por el "odio devorador" del emperador hacia los extranjeros y "la política de puertas cerradas" del siglo anterior. Cuando el emperador murió en 1861, Cixí había comprendido la urgente necesidad de reformas, de apertura al mundo exterior. Poco después dio un golpe de Estado contra la regencia confuciana conservadora con la intención de tomar el poder ella misma. Hacer fuerte a China, escribió, "es la única manera de garantizar que los países extranjeros no empezaran un conflicto contra nosotros".



La cultura política confuciana tradicional consideraba inaceptable que gobernase una mujer, así que Cixí se veía obligada no solo a sentarse detrás de un biombo durante las audiencias imperiales, sino a gobernar indirectamente en nombre de los jóvenes herederos varones. Era, como dijo burlonamente un cortesano, como una "gallina que cacarea por la mañana pregonando inevitablemente una jornada calamitosa". Sin otra opción que decidir sus pasos con cautela, como avanzando "a través de un campo de minas", fue capaz, no obstante, de dejar de lado su comprensible indignación por la arrogancia occidental y reconocer, como ella misma dijo, "la habilidad [de Occidente] para hacer sus países prósperos y fuertes". En opinión de Chang, a pesar de todas sus limitaciones y obstáculos, Cixí llegó a ser una reformadora astuta y capaz.



Cuando su hijo cumplió la mayoría de edad, le entregó el trono, y cuando la alcanzó su sucesor, el emperador Guangxu, hijo adoptivo de Cixí, ella se retiró a su suntuoso nuevo Palacio de Verano. Pero en el momento en que Guangxu quedó seducido por un grupo de reformadores radicales, escribe Chang, y empezó a promulgar una serie de decretos profundamente adversos para otros funcionarios, Cixí orquestó un nuevo golpe de Estado y volvió al poder para dirigir el país hasta su muerte. Chang sostiene que Cixí gobernó con un aplomo y una autoridad extraordinarios que desmentían los prejuicios de tantos extranjeros.



Gran parte de esa desconfianza tenía que ver con el desastre ocurrido cuando Cixí, movida por el resentimiento hacia la opresión extranjera, decidió aliar la dinastía con una secta anti-cristiana y anti-extranjera, los "bóxers". Los ataques generalizados contra misioneros y diplomáticos desembocaron en una nueva ocupación de Pekín. Aunque no se le pueda atribuir por completo, la Rebelión de los Bóxers fue un error desastroso. Pero, como informó Robert Hart, antiguo funcionario del consulado británico, "China no se está cayendo en pedazos; son las potencias las que la están despedazando". Cixí, indignada por las incesantes injerencias, promulgó un emotivo decreto llamando "a combatir a los odiosos enemigos". Cuando una fuerza expedicionaria llegó para rescatar a las legaciones extranjeras asediadas en Pekín, China volvió a sufrir una derrota humillante. No obstante, la emperatriz fue capaz de reconocer la insensatez de seguir resistiendo e incluso promulgó un "Decreto de Autoreproche" en el que culpaba de la catástrofe a su propia falta de juicio. En otro decreto conminaba a sus súbditos a reconocer que "solo adoptando lo que los países extranjeros tienen de superior podremos corregir las carencias de China". A lo largo de los años restantes, implantó una serie de reformas aún más radicales.



Lo que hace que la lectura de esta espléndida biografía resulte tan estimulante es la similitud entre los desafíos a los que se enfrentaba la corte Qing hace un siglo y los que encara el partido comunista hoy. Si bien la intromisión extranjera ya no constituye una amenaza y la situación económica de China es mucho más avanzada, la supervivencia del actual Gobierno vuelve a depender de su capacidad para poner en marcha reformas de gran alcance. Igual que la emperatriz viuda, el presidente Xi Jinping se enfrenta a una abrumadora disyuntiva: cambiar demasiado despacio con el riesgo de a irse a pique, o cambiar demasiado deprisa con el riesgo de perder el control.