Tropas aliadas recuperan obras del expolio nazi en 1945. Foto: Archivo

Traducción de M.-A. Galmarini. Anagrama. Barcelona, 2013. 376 páginas. 22'90 euros

¿Qué es lo que impulsa a acumular objetos? ¿Se trata de una obsesión maníaca, de un acto compulsivo? ¿Cómo y por qué se empieza a amasar rarezas y tesoros? ¿Qué deseo secreto habita en el interior del coleccionista?... Estas preguntas -entre otras muchas- sobrevuelan este apasionante libro, un viaje a través del coleccionismo o, lo que viene a ser lo mismo, de la historia de la invención y el origen de los museos y bibliotecas. Y, por extensión, de la organización del saber y la construcción de la cultura.



Philipp Blom (Hamburgo, 1970), historiador y periodista de notable proyección, no realiza una aproximación histórica o lineal, sino más bien una reflexión en torno a determinadas ideas y comportamientos con el objeto de iluminar por dentro esta práctica, muchas veces incomprendida y anatemizada. En su texto coexisten multitud de relatos, pero su interés se centra especialmente en una tradición oculta o, al menos, marginada por la Ilustración y el racionalismo. Ciertamente, el museo nacional surge con la Revolución Francesa. En el Siglo de las Luces las colecciones se empiezan a especializar, se sistematizan metódicamente y se ordenan por escuelas y según criterios cronológicos. Éste es el museo o colección modernos que hemos conocido. Una manera de entender la cultura que, sin embargo, suplanta, haciéndola desaparecer, otra tradición o modelo de conocimiento más antiguo, que podemos denominar vagamente como cultura de la curiosidad.



La cultura de la curiosidad, esto es, el culto por lo raro, lo atípico, lo desconocido, lo excepcional… Blom, interesado por esta tradición, hace referencia en su ensayo, entre otros episodios, a los espectáculos de las disecciones anatómicas de cadáveres, a los indígenas disecados y exhibidos públicamente, al fetichismo de las reliquias que inundaban toda Europa... Tal vez, este modelo pueda ser interpretado como una expresión bárbara e irracional desde el punto de vista de la Ilustración, pero resulta de especial interés para una sensibilidad contemporánea inspirada por el surrealismo, el kitsch y la postmodernidad. En todo caso, deben ser destacados, sobre todo, los ejemplos más refinados de esta tradición de carácter esotérico, como son los 'gabinetes de curiosidades' o 'Wunderkammer' -literalmente cámaras de maravillas- y los denominados teatros del mundo. Aparecen en el XVI y se extienden por toda Europa, impulsados por príncipes y monarcas, como Francisco I de Medicis en Florencia, el archiduque Fernando en el castillo de Ambras, Rodolfo II en Praga, Alberto, duque de Baviera... En estos gabinetes las antigüedades y obras de arte convivían con rarezas y objetos exóticos: supuestos cuernos de unicornios (que después se descubrió que eran defensas de Narvales), animales y plantas venidos de lugares lejanos, corales, fósiles, conchas, piedras preciosas... Se aglutinaban, en definitiva, todas las curiosidades del mundo, a las que se atribuían poderes mágicos...



Pero no se trataba sólo de un depósito de objetos extravagantes. El gabinete representaba un microcosmos, un espejo en el que se reflejaba la variedad del universo, para su meditación y contemplación. Su finalidad no era repertoriar la totalidad de los objetos de la naturaleza, como harán luego los enciclopedistas, sino aproximarse al secreto de la Creación. Los gabinetes y studiolos aparecen en un momento en que la ciencia no se preocupa por los sistemas o las series, sino por el accidente. Acaso el término más adecuado para este saber es el de magia. En todo caso, la colección conformaba un nudo de relaciones simbólicas con el que representar el mundo. Era, en definitiva, un teatro en el que los objetos, asociados a símbolos y alegorías, podían expresar ideas o relatos según su ubicación en el lugar. La Wunderkammer era una máquina de pensar el mundo.



Los múltiples relatos que nos propone Blom en torno al coleccionismo no se agotan en los gabinetes de maravillas ni en esta cultura de la curiosidad, pero están implícitos en las variadas ideas que destila su texto: la práctica del coleccionismo como una manera de dar forma al caos y sinsentido del mundo, la colección como Arca de Noé, la melancolía del coleccionista ante la insatisfacción de la posesión que -como el sexo- exige actualizarse constantemente, la colección como voluntad de perdurar y expresión del triunfo de la muerte...



En todo caso, Blom, con una escritura ágil y entretenida, repleta de anécdotas -y en la que asoman también aspectos autobiográficos-, advierte un mundo subterráneo en la cultura y en el coleccionismo que se expresa como algo más -mucho más- que un simple atesoramiento de objetos variopintos o una compulsiva manía por acaparar.



Mientras redactábamos estas líneas, la prensa se ha hecho eco del caso Cornelius Gurlitt, un octogenario que escondía en un apartamento destartalado de Munich una colección totalmente desconocida hasta el momento: unas 1.500 piezas de maestros de la talla de Auguste Renoir, Matisse, Picasso, Chagall, Klee, Kokoschka o Beckmann... Resulta interesante cómo los medios de comunicación han relatado de una forma novelada y sensacionalista la noticia. Se ha descrito de forma pintoresca al tal Cornelius Gurlitt. Se ha señalado el enorme valor económico de la colección. Se ha vuelto a la cuestión judía, ya que, sin duda, el acervo proviene directa o indirectamente del saqueo nazi. Puede que el libro de Blom sea ajeno a este episodio, pero el tratamiento que le ha dado la prensa, más allá del hecho en sí mismo, revela de una manera inconsciente cuánto hay de oculto en una colección y, además, el morbo que inspira. Éste es el mundo que explora Philipp Blom, lo subterráneo en el coleccionismo.