Álvaro Mutis.

Álvaro Mutis (Bogotá, 1923) ha fallecido a los 90 años pero deja consigo un gran legado de poesía. Fue uno de los mayores exponentes del realismo mágico, el género de literatura hispanoamericana más reconocido. Su obra poética ha quedado guardada en diversas antologías, como Poesía: Antología personal de la editorial Áltera.



Aquí puede leer algunos de sus poemas recogidos en la antología.




Nocturno

Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.

Sobre las hojas de plátano,

sobre las altas ramas de los cámbulos

ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima

que crece las acequias y comienza a henchir los ríos

que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.

La luvia sobre el cinc de los tejados

canta su presencia y me aleja de sueño

hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,

en la noche fresquísima que chorrea

por entre la bóvedad de los cafetos

y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.

Ahora, de repente, en mitad de la noche

ha regresado la lluvia sobre los cafetales

y entre el vocerío vegetal de las aguas

me llega la intacta materia de otros días

salvada del ajeno trabajo de los años.




Funeral en Viana

Hoy entierran en la iglesia de Santa María de Viana

a César, Duque de Valentinois. Preside el duelo

su cuñado Juan de Albret, Rey de Navarra.

En el estrecho ámbito de la iglesia

de altas naves de un gótico tardío,

se amontonan prelados y hombres de armas.

Un olor a cirio, a rancio sudor, a correajes

y arreos de milicia, flota denso en la lluviosa

madrugada. Las voces de los monjes llegan

desde el coro con una cristalina serenidad sin tiempo:



Parce mihi, Domine,

nihil enim sunt dies mei.

¿Quid est homo, quia magnificas eum?

¿Aut quid apponis erga eum cor tuum?



César yace en actitud de leve asombro,

de incómoda espera. El rostro lastimado

por los cascos de su propio caballo

conserva aún ese gesto de rechazo cortés,

de fuerza contenida, de vago fastidio,

que en vida le valió tantos enemigos.

La boca cerrada con firmeza parece detener

A flor de labio una airada maldición castrense.

Las manos perfiladas y hermosas, las mismas

le su hermana Lucrezia, Duquesa d'Este,

detienen apenas la espada regalo del Duque de Borgoña.

Chocan las armas y las espuelas en las losas del piso,

se acomoda una silla con un apagado chirrido

de madera contra el mármol, una tos contenida

por el guante ceremonial de un caballero.

Cómo sorprende este silencio militar y dolorido

ante la muerte de quien siempre vivió

entre la algarabía de los campamentos,

el estruendo de las batallas y las músicas

y risas de las fiestas romanas. Inconcebible

que calle esa voz, casi femenina, que con el acento

recio y pedregoso de su habla catalana,

ordenaba la ejecución de prisioneros,

recitaba largas tiradas de Horacio

con un aire de fiebre y sueño o murmuraba

al oído de las damas una propuesta bestial.

Qué mala cita le vino a dar la muerte a César,

Duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI

Pontífice romano y de Donna Vanozza Cattanei.

Huyendo de la prisión de Medina del Campo

había llegado a Pamplona para hacer fuerte

a su cuñado contra Femando de Aragón.

En el palacio de los Albret, en la capital de Navarra,

se encargó de dirigir la marcha de los ejércitos,

el reclutamiento y pago de mercenarios,

la misión de los espías y la toma de las plazas fuertes.

No estaba la muerte en sus planes.

La suya, al menos. A los treinta y dos años

muy otras eran sus preocupaciones y vigilias.

Frente a Viana acamparon las tropas de Navarra.

Los aragoneses comenzaban a mostrar desaliento.

Sin razón aparente, sin motivo ni fin explicables,

el Duque salió al amanecer, en plena lluvia,

hacia las avanzadas. Le siguió su paje Juanito Grasica.

En un recodo perdió de vista a César.

Una veintena de soldados del Duque de Beaumont,

aliado de Fernando, cayó sobre el de Valentinois.

La lluvia les había permitido acercarse.

Él sólo pudo verlos cuando ya los tenía encima.

Entre los presentes en la iglesia de Santa María,

persiste aún la extrañeza y el asombro

ante muerte tan ajena a los astutos designios de César.

Los oficiantes oran ante el altar y el coro responde:



Deus cui propium est misereri,

semper et parcere, te supplices

exoramus pro anima famuli tui

quam hodie de hoc sæculo migrare iussisti.



Los altos muros de piedra, las delgadas columnas

reunidas en haces que van a perderse

en la obscuridad de la bóveda, dan al canto

una desnudez reveladora, una insoslayable evidencia.

Sólo Dios escucha, decide y concede.

Todos los presentes parecen esfumarse

ante las palabras con las que César, por boca

de los oficiantes, implora al Altísimo un don

que en vida le hubiera sido inconcebible: la misericordia.

El perdón de sus errores y extravíos no fue asunto

para ocupar ni el más efímero instante de sus días.

Sin sosiego los días de César, Duque de Valentinois,

Duque de Romaña, Señor de Urbino.

¿De qué fuente secreta manaba la ebria energía

de sus pasiones y la helada parsimonia de sus gestos?

Los hombres habían comenzado a tejer la leyenda

de su vida sin esperar a su muerte. Algo de esto

llegó alguna vez a sus oídos. No se marcó

el más leve interés en sus facciones.

Una humedad canina se demora dentro de la iglesia

y entumece los miembros de los asistentes.

El desnudo acero de las espadas

y de las alabardas en alto despide una luz pálida,

un nimbo impersonal y helado. Los arreos de guerra

exhalan un agrio vaho de resignado cansancio.



Requiem æterna dona eis, Domine;

et lux perpetua luceat eis.

In memoria æterna erit iustus:

ab auditione mala non timebit



El Rey Juan de Navarra mira absorto

las yertas facciones de su cuñado

por las-que cruza, en inciertas ráfagas,

la luz de los cirios. Vuelven a su memoria

los consejos que días antes le daba César

para vencer las fortificaciones aragonesas;

la precisión de su lenguaje, la concisa sabiduría

de su experiencia, la severa moderación de sus gestos,

tan ajena al febril desorden de su rostro

en las interminables orgías de la corte papal.

Hoy cuelgan a Ximenes García de Agredo,

el hombre que lo derribó del caballo con su lanza.

Su rostro conserva todavía el pavor

ante la felina y desesperada defensa del Duque.

Ya en el suelo y al tiempo que lo acribillaban

las lanzas de sus agresores, aún tuvo alientos

para increparlos: "¡No sou prous, malparits!"

Hoy parte Juanito Grasica para llevar la noticia

a la corte de Ferrara. Imposible imaginar el dolor

de Donna Lucrezia. Se amaban sin medida.

Desde niños, comentaba César en días pasados

al recibir en Pamplona un recado de su hermana.

Termina el oficio de difuntos. El cortejo

va en silencio hacia el altar mayor,

donde será el sepelio. Gente dei Duque

cierra el féretro y lo lleva en hombros

a[ lugar de su descanso.

Juan de Albret y su séquito asisten

al descenso a tierra sagrada de quien en vida

fue soldado excepcional, señor prudente y justo

en sus estados, amigo de Leonardo da Vinci,

ejecutor impávido de quienes cruzaron su camino,

insaciable abrevador de sus sentidos

y lector asiduo de los poetas latinos:

César, Duque de Valentinois, Duque de Romaña,

Gonfaloniero Mayor de la Iglesia,

digno vástago de los Borja, Milá y Montcada,

nobles señores que movieron pendón

en las marcas de Cataluña y de Valencia

y augustos prelados al servicio de la Corte de Roma.

Dios se apiade de su alma.






Grieta matinal

Cala tu miseria,

sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.

Aceita los engranajes de tu miseria,

ponla en tu camino, ábrete paso con ella

y en cada puerta golpea

con los blancos cartílagos de tu miseria.

Compárala con la de otras gentes

y mide bien el asombro de sus diferencias,

la singular agudeza de sus bordes.

Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.

Ten presente a cada hora

que su materia es tu materia,

el único puerto del que conoces cada rada,

cada boya, cada señal desde la cálida tierra

donde llegas a reinar como Crusoe

entre la muchedumbre de sombras

que te rozan y con las que tropiezas

sin entender su propósito ni su costumbre.

Cultiva tu miseria,

hazla perdurable,

aliméntate de su savia,

envuélvete en el manto tejido con sus más secretos hilos.

Aprende a reconocerla entre todas,

no permitas que sea familiar a los otros

ni que la prolonguen abusivamente los tuyos.

Que te sea como agua bautismal

brotada de las grandes cloacas municipales,

como los arroyos que nacen en los mataderos.

Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;

que contenga desde ahora los capítulos de tu muerte,

los elementos de tu más certero abandono.

Nunca dejes de lado tu miseria,

así descanses a su vera

como junto al blanco cuerpo

del que se ha retirado el deseo.

Ten siempre lista tu miseria

y no permitas que se evada por distracción o engaño. Aprende a reconocerla hasta en sus más breves

signos:

el encogerse de las finas hojas del carbonero,

el abrirse de las flores con la primera frescura de la tarde,

la soledad de una jaula de circo varada en el lodo

del camino, el hollín en los arrabales,

el vaso de latón que mide la sopa en los cuarteles,

la ropa desordenada de los ciegos,

las campanillas que agotan su llamado

en el solar sembrado de eucaliptos,

el yodo de las navegaciones.

No mezcles tu miseria en los asuntos de cada día.

Aprende a guardarla para las horas de tu solaz

y teje con ella la verdadera,

la sola materia perdurable

de tu episodio sobre la tierra.






Un bel morir

De pie en una barca detenida en medio del río

cuyas aguas pasan en lento remolino

de lodos y raíces,

el misionero bendice la familia del cacique.

Los frutos, las joyas de cristal, los animales, la selva,

reciben los breves signos de la bienaventuraza.

Cuando descienda la mano

habré muerto en mi alcoba

cuyas ventanas vibran al paso del tranvía

y el lechero acudirá en vano por sus botellas vacías.

Para entonces quedará bien poco de nuestra historia,

algunos retratos en desorden,

unas cartas guardadas no sé dónde,

lo dicho aquel día al desnudarte en el campo.

Todo irá desvaneciéndose en el olvido

y el grito de un mono,

el manar blancuzco de la savia

por la herida corteza del caucho,

el chapoteo de las aguas contra la quilla en viaje,

serán asunto más memorable que nuestros largos abrazos.






Amén

Que te acoja la muerte

con todos tus sueños intactos.

Al retorno de una furiosa adolescencia,

al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,

te distinguirá la muerte con su primer aviso.

Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,

te iniciará en su constante brisa de otro mundo.

La muerte se confundirá con tus sueños

y en ellos reconocerá los signos

que antaño fuera dejando,

como un cazador que a su regreso

reconoce sus marcas en la brecha.




La muerte de Matías Aldecoa

Ni cuestor en Queronea,

ni lector en Bolonia,

ni coracero en Valmy,

ni infante en Ayacucho;

en el Orinoco buceador fallido,

buscador de metales en el verde Quindío,

farmaceuta ambulante en el cañón del Chicamocha,

mago de feria en Honda,

hinchado y verdinoso cadáver

en las presurosas aguas del Combeima,

girando en los espumosos remolinos,

sin ojos ya y sin labios,

exudando sus más secretas mieles,

desnudo, mutilado, golpeado sordamente

contra las piedras,

descubriendo, de pronto,

en algún rincón aún vivo

de su yerto cerebro,

la verdadera, la esencial materia

de sus días en el mundo.

Un mudo adios a ciertas cosas,

a ciertas vagas criaturas

confundidas ya en un último

relámpago de nostalgia,

y, luego, nada,

un rodar en la corriente

hasta vararse en las lianas de la desembocadura,

menos aún que nada,

ni cuestor en Queronea,

ni lector en Bolonia,

ni cosa alguna memorable.



Una calle de Córdoba

En una calle de Córdoba, una calle como tantas, con sus

tiendas de postales y artículos para turistas,

una heladería y dos bares con mesas en la acera y en el

interior chillones carteles de toros,

una calle con sus hondos zaguanes que desembocan en

floridos jardines con sus fuentes de azulejos

y sus jaulas de pájaros que callan abrumados por el bo-

chorno de la siesta,

uno que otro portón con su escudo de piedra y los bo-

rrosos signos de una abolida grandeza;

en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o

quizá nunca supe,

a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria

sombra de la vereda.

Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una

tienda vecina las hermosas chilabas que regresan

después de cinco siglos para perpetuar la fresca delicia de

la medina en los tiempos de Al-Andalus,

en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de Car-

tagena de Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de la de-

rruida Santa María del Darién,

aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la ebria

certeza de estar en España.

En España, a donde tantas veces he venido a buscar este

instante, esta devastadora epifanía,

sucede el milagro y me interno lentamente en la felici-

dad sin término

rodeado de aromas, recuerdos, batallas, lamentos, pasio-

nes sin salida,

por todos esos rostros, voces, airados reclamos, tiernos,

dolientes ensalmos;

no sé cómo decirlo, es tan difícil.

Es la España de Abu-la-Hassan Al-Husri, "El Ciego", la

del bachiller Sansón Carrasco,

la del príncipe Don Felipe, primogénito del César, que

desembarca en Inglaterra todo vestido de blanco,

para tomar en matrimonio a María Tudor, su tía, y des-

lumbrar con sus maneras y elegancia a la corte inglesa,

la del joven oficial de alto coleto que parece pedir si-

lencio en Las lanzas de Velázquez;

la España, en fin, de mi imposible amor por la Infanta

Ctalaina Micaela, que con estrábico asombro

me mira desde su retrato en el Museo del Prado,

la España del chófer que hace poco nos decía: "El peli-

gro está donde está el cuerpo".

Pero no es sólo esto, hay mucho más que se me escapa.

Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando,

esta certeza que ahora me invade como una repentina

temperatura, como un sordo golpe en la garganta,

aquí, en esta calle de Córdoba, recostado en la precaria

mesa de latón mientras saboreo el jerez

que como un ser vivo expande en mi pecho su calor ge-

neroso, su suave vért¡go estival.

Aquí, en es España, cómo explicarlo si depende de las para-

labras y éstas no son bastantes para conseguirlo.

Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un ins-

tante de espléndido desorden,

que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Córdoba,

quizá porque ayer oré en el Mihrab de la Mezquita, pi-

diendo una señal que me entregase, así, sin motivo ni mérito

alguno,

la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en

los interminables olivares quemados al sol,

en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades, os pue-

blos, los caminos, en España, en fin,

estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde

todo se cumpliría para mí

con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias,

de olvido y del turbio comercio de los hombres.

Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como tantas

otras, con sus tiendas para turistas, su heladería, sus bares,

sus portalones historiados,

en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así, de

pronto, como cosa de todos los días,

como un trueque del azar que le pago gozoso con las más

negras horas de miedo y mentira,

de servil aceptación y de resignada desesperanza,

que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de

mi vida.

Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital de

los Omeyas pavimentada por los romanos,

en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de ca-

torce jardines y una alcoba regia para albergar a los reyes

nuestros señores.

Concedo que los dioses han sido justos y que todo está,

al fin, en orden.

Al terminar este jerez continuaremos el camino en busca

de la pequeña sinagoga en donde meditó Maimónides

y seré, hasta el último día, otro hombre o, mejor, el mismo pero rescatado y dueño, desde hoy, de un lugar sobre

la tierra.




Nocturno en Valldemosa

La tramontana azota en la noche

las copas de los pinos.

Hay una monótona insistencia

en ese viento demente y terco

que ya les habían anunciado en Port Vendres.

La todos se ha calmado al fin pero la fiebre queda

como un aviso aciago, inapelable,

de que todo ha de acabar en un plazo que se agota

con premura que no estaba prevista.

No halla sosiego y gimen las correas

que sostienen el camastro desde el techo.

Sobre los tejados de pizarra,

contra los muros del jardín oculto en la tiniebla,

insiste el viento como bestia acosada

que no encuentra la salida y se debate

agotando sus fuerzas sin remedio.

El insomnio establece sus astucias

y echa a andar la veloz devanadera:

regresa todo lo aplazado y jamás cumplido,

las músicas para siempre abandonadas

en el laberinto de lo posible,

en el paciente olvido acogedor.

El más arduo suplicio tal vez sea

el necio absurdo del viaje

en busca de un clima más benigno

para terminar en esta celda,

alto féretro donde la humedad

traza vagos mapas que la fiebre

insiste en descifrar sin conseguirlo.

El musgo crea en el piso

una alfombra resbalosa

de sepulcro abandonado.

Por entre el viento y la vigilia

irrumpe la instantánea certeza

de que esta torpe aventura participa

del variable signo que ha enturbiado

cada momento de su vida.

Hasta el incomparable edificio de su obra

se desvanece y pierde por entero

toda presencia, toda razón, todo sentido.



[…]



La tramontana se aleja, el viento calla

y un sordo grito se apaga en la garganta del insomne.

Al silencio responde otro silencio,

el suyo, el de siempre, el mismo

del que aún brotará por breve plazo

el delgado manantial de su música

a ninguna otra parecida y que nos deja

la nostalgia lancinante de un enigma

que ha de quedar sin respuesta para siempre.






Cita

Camino de Salamanca. El verano

establece sobre Castilla su luz abrasadora.

El autobús espera para arreglar una avería

en un pueblo cuyo nombre ya he olvidado.

Me interno por callejas donde el tórrido

silencio deshace el tiempo en el atónito polvo

que cruza el aire con mansa parsimonia.

El empedrado corredor de una fonda

me invita con su sombra a refugiarme

en sus arcadas. Entro. La sala está vacía,

nadie en el pequeño jardín cuya frescura

se esparce desde el tazón de piedra

De la fuente hasta la humilde

penumbra

de los aposentos. Por un estrecho pasillo

desemboco en un corral ruinoso

que me devuelve al tiempo de las diligencias.

Entre la tierra del piso sobresale

lo que antes fuera el brocal de un pooxo.

De repente, en medio del silencio,

bajo el resplandor intacto del verano,

lo veo velar sus armas, meditar abstraído

y de sus ojos tristes demorar la mirada

en este intruso que, sin medir sus pasos

ha llegado hasta él desde esas Indias

de las que tiene una vaga noticia.

Por el camino he venido recordando, recreando

sus hechos mientras cruzábamos las tierras labrantías,

lo tuve tan presente, tan cercano,

que ahora que lo encuentro me parece

que se trata de una cita urdida

con minuciosa paciencia en tantos años

de fervor sin tregua por este Caballero

de la Triste Figura, por su lección

que ha de durar lo que duren los hombres,

por su vigilia poblada de improbables

hazañas que son nuestro pan de cada día.

No debo interrumpir su dolorido velar

en este pozo segado por lla mísera incuria

de los hombres. Me retiro. Recorro una vez más

las callejas de este pueblo castellano

y a nadie participo del encuentro.

En una hora estaremos en Alba de Tormes.

¿Cómo hace España para albergar tanta impaciente savia

que sostiene el desolado insistir de nuestra vida,

tanta obstinada sangre para amar y morir según enseña

el rendido amador de Dulcinea?