Richard Ford presenta en Barcelona su última obra, Canadá (Anagrama).

Al observar a Richard Ford, un hombre alto, corpulento y varonil, podría pensarse que el escritor se ha escapado de una película del Oeste. No en vano tiene entre sus antepasados a indios nacidos en la Franja de los Osage de Oklahoma, según cuenta en los relatos autobiográficos agrupados en Flores en las grietas. Ford tiene la estampa de un piel roja de los que cabalgaban a pelo por las extensas llanuras de Estados Unidos. Pero, a pesar de su imponente presencia y de su rostro enjuto y anguloso en el que destacan unos ojos de acero, un hombre cordial y de sonrisa fácil.



Se dice de que es uno de los grandes escritores norteamericanos, heredero directo de la estela literaria que en su día iniciaron Faulkner, Hemingway o Steinbeck. Y lo cierto es que este novelista nacido en Jackson, Mississippi, en 1944 y dueño de una prosa parsimoniosa y profunda ha escrito algunas de las novelas más premiadas y alabadas por la crítica. Suya es, por ejemplo, la trilogía protagonizada por Frank Bascombe y compuesta por El periodista deportivo, El día de la independencia (que se hizo con el Pulitzer y el PEN / Faulkner) y Acción de Gracias. También lleva su firma la conmovedora Mi madre, en la que dibuja los hechos que le ligaron para siempre a Edna Akin, su progenitora, en un relato tan conciso y sintético como emotivo. Ahora le toca el turno a Canadá (Anagrama), una historia que acaba de presentar en Barcelona pero que empezó a escribir hace 20 años. Durante dos décadas la tuvo guardada en un cajón durmiendo el sueño de los justos, hasta que pasado ese más que prudencial espacio de tiempo se decidió a revisarla.



Justamente es eso, la proverbial lentitud y el ritmo sosegado y majestuoso que imprime a las palabras, lo que caracteriza y distingue a este escritor norteamericano. La señorial parsimonia que destilan sus obras frase a frase se contagia al lector, al que la propia narrativa exige una lectura tan pausada como la elaboración que se deja adivinar en cada capítulo y que Ford atribuye a su dislexia, un defecto que le acompaña desde niño y del que no ha conseguido desprenderse, según ha declarado en la presentación: "Esto me provoca una considerable dificultad tanto en la escritura como en la lectura. Sólo para corregir una novela necesito como mínimo unos ocho meses. He sido muy poco precoz. De hecho, no me acerqué a la literatura hasta bien cumplidos los 18 años, cuando intenté estudiar Derecho y no funcionó, por lo que me matriculé en un curso de Escritura Creativa y así descubrí el placer que proporcionan la escritura y la lectura".



Él mismo ha escrito sobre esta característica suya, la lentitud, que en su opinión no ha hecho más que favorecerle: "Si hubiera escrito más y hubiera hecho menos pausas no solo me habría vuelto completamente loco sino que, casi con toda seguridad, habría demostrado ser peor narrador de lo que soy. La mayor parte de los escritores escribe demasiado", confiesa en Flores en las grietas.



Su nueva novela cuenta con uno de los principios más apabullantes de la literatura universal en opinión de Jorge Herralde, su editor en España. La acción empieza en Great Falls, Montana, y en ella Ford reconvierte su voz de narrador en la de un joven de 16 años que se ve obligado a cruzar la frontera de Canadá a raíz del atraco a un banco cometido por sus padres. El primer pasaje arranca con una frase tan escalofriante como sorprendente, ya que en pocas palabras descubre el argumento: "Primero hablaré del robo que nuestros padres cometieron. Luego sobre los asesinatos, que ocurrieron más tarde". Así se enciende una mecha que el autor va alimentando durante toda la obra y que se enardecerá en un final tan sorprendente como bien hilvanado. "No creo que haya fórmulas concretas para empezar una novela con buen pie, pero sí soy de la opinión de que el lector ha de encontrar algo que le confirme, en las primeras páginas, que ha elegido bien. Cuando un lector decide seguir leyendo un libro es como si se rindiera al cortejo del autor, por eso hay que darle algo a cambio", considera.



"Ésta es una novela de fronteras, porque en mi vida hay muchos acontecimientos relacionados con ellas. En Canadá está, por un lado, la frontera física entre dos países y, por otro, las que se establecen entre la adolescencia y la madurez, y entre la normalidad y la desviación. El protagonista acaba de cumplir los 16 años, la misma edad que yo tenía cuando perdí a mi padre. Fue un episodio muy triste de mi vida y marcó mi irrupción en la edad adulta, pero a la vez ese mismo hecho me mostró que la vida me brindaba oportunidades. A este chico le ocurre algo similar: está obligado a trasladarse a Canadá y ese hecho, que en principio se le aparece como algo negativo, le pondrá en bandeja una serie de oportunidades", amplía el escritor.



Como en muchas de sus obras, el peso del paisaje y la naturaleza es palpable en Canadá, algo que el norteamericano, que tiene entre sus referencias la literatura de John Updike, reconoce como pieza indispensable de sus novelas: "Me gusta observar a mi alrededor y recrearme en su narración a posteriori. Escogí Montana porque viví allí unos años y conozco muy bien su paisaje, así como el colorido de sus imponentes árboles. Durante ese tiempo tenía muy presente el significado profundo de lo que es una frontera, era algo casi metafísico, por eso quise que esta historia empezara allí. Y además escribí esta novela en Maine, sentado frente a una ventana que daba al océano, otro lugar maravilloso donde la fuerza de la naturaleza es impresionante. Y la elección de Canadá no es fortuita. Se trata de un país tolerante y acogedor que, en esta novela, representa además el lugar apto para empezar de nuevo y corregir errores pasados. Es tierra de oportunidades".