Paul Bowles. Foto: Archivo

Paul Bowles (1910-1999) fue siempre un viajero inquieto e infatigable desde que en 1929 abandonó Nueva York, ciudad donde nació, para viajar a París sin billete de vuelta y sin informar a nadie de sus intenciones. 'Desafío a la identidad. Viajes 1950-1993' (Galaxia Gutenberg) reune por primera vez sus escritos completos sobre viajes, la mayoría de ellos nunca recogidos en libro e inéditos en español. Algunos incluso se publican por primera vez, como dos diarios inéditos: '17 Quai Voltaire' y 'Paul Bowles, su vida'. Los paises y ciudades que protagonizan estos relatos evidencian las preferencias de Bowles a la hora de buscar formas de vivir con las que identificarse. Los países del Magreb, con Tánger como centro donde residió durante cincuenta y dos años, el Sahara, España y Francia, la India y Ceilán (hoy Sri Lanka), pero también Tailandia, Estambul, Kenia, México y Costa Rica son vividos y relatados por Bowles en una prosa impecable ya sea en forma de relatos, artículos, ensayos o diarios.



Aquí puede leer '17 Quai Voltaire', uno de los textos ineditos de 'Desafío a la identidad. Viajes 1950-1993' de Paul Bowles.




17 Quai Voltaire

Si no me engaña la memoria, el apartamento en el número 17 del Quai Voltaire consistía en un estudio de techos muy altos con un balcón a un lado. Yo dormía allí arriba. Harry Dunham, recién salido de Princeton, había alquilado el estudio. Él tenía el cuartito de la planta baja. Estábamos en enero y las mañanas eran muy frías. Desde la ventana del cuarto de baño que daba al balcón, veía la tracería de ramas contra el cielo y a los vendedores ambulantes que subían y bajaban por el río. era el invierno de 1931-1932; por la calle no pasaban muchos coches. Imagino que habrá más ahora.



Estando en Marrakech, Harry pensó que sería buena idea importar a abdelkader, un marroquí de quince años que trabajaba en un hotel de allí, con la idea de entrenarle para que fuese su criado personal y un factótum general. Aquello no resultó ser una iniciativa afortunada.



Tiene que haber habido algún tipo de calefacción en el piso, o hubiese sido invivible; es más, recuerdo los viajes que abdelkader hacía al sótano, bajando por la angosta escalera de servicio, para ir a buscar combustible. Ignoro si era madera o carbón. Sé que fue en aquella escalera que un día conoció a una persona a la que describió con entusiasmo, «comme ma mère, je te jure», y a la que me presentó poco después (siempre en aquella escalera de servicio). El nombre de aquella dama voluble era Lucie Delarue-Mardrus. Me invitó a su piso a tomar un café y me presentó al doctor Mardrus, que era mucho menos hablador que ella. Yo casi no hablé, porque no sólo no había leído su traducción de Las mil y una noches sino que ni siquiera tenía constancia de su existencia. Fue allí que oí hablar por primera de Isabella Eberhardt a la que la señora Mardrus describió con gran fruición. Se habían conocido en Argelia.



Yo había pasado el mes anterior en una estación de esquí italiana. No andaba muy bien de salud y se lo escribí a Gertrude Stein, quien insistió en que regresase a París. Pero mientras tanto, alguien (había tantos chismosos en la Rive Gauche en aquella época) fue a decirle que yo estaba con una joven francesa allí en los Alpes. La joven y yo no éramos sino amigos, pero Gertrude Stein sacó sus propias conclusiones.



No le gustaba que los jóvenes que le interesaban tuviesen romances con miembros del sexo contrario. De modo que cuando regresé a París, y se me ocurrió acercarme a la Rue de Fleurus y hacer una visita a las señoritas Stein y Toklas, llamé por teléfono.



Hubo frialdad del otro lado de la línea.



-¿Así que estás de vuelta en París? -dijo Gertrude Stein.

-Sí.

-¿Por qué no te vas a México? Yo creo que es tu sitio. Aguantarías unos dos días.



Ése fue el final de la conversación. Era californiana: México era su idea de un sitio verdaderamente letal. No volví a verla hasta el verano siguiente.



Es extraño, pero me es imposible recordar dónde comía los almuerzos y las cenas. No me interesaba la gastronomía; me esforzaba por hacer durar una pequeña cantidad de dinero el mayor tiempo posible sin padecer una indigestión. Creo que había un restaurante bastante bueno y no muy caro en la Rue Bonaparte al que iba a menudo.



Dos años antes, durante mi primera visita a París, me había enamorado del Métro. Le llevaba a uno por la ciudad sin el ajetreo y el fragor del subway de Nueva York, que siempre parece entablar una carrera contra el tiempo. En el subway la gente se miraba el reloj, cuando en el Métro buscaba a DUBO-DUBON-DUBONNET. El subway de Nueva York olía a metal caliente con un chorrito de aguas residuales portuarias; el Métro despedía un olor que escapaba de las estaciones y llegaba hasta la calle. Nunca antes había olido ese perfume concreto en ninguna otra parte y para mí era el símbolo de París. Años después, en una droguería de Tánger descubrí un desinfectante que venía en tres perfumes: Lavande, Citron y Parfum du Métro.



Bernard Fay, que vivía en la Rue st. Guillaume, ocupaba un cargo importante en las relaciones franco-americanas. Desconozco sus ideas políticas, pero a consecuencia de haberlas expuesto estuvo encarcelado muchos años después de la segunda guerra mundial. Fue en su casa que conocí a Virgil Thomson y, como vivía en el número 17 del Quai Voltaire, fue él quien nos consiguió el estudio a Harry y a mí. Virgil se encargó también de que yo conociese a mucha gente que él consideraba que tenía que conocer, como Marie-Louise Bousquet, Pavel Tchelitchew y Eugène Berman, a la que todos llamaban Génia. Un día me llevó a ver a Max Jacob, un hombrecito extraño con una cabeza en forma de huevo. Henri Sauguet también estaba. Pero yo no había leído ni una línea de Max Jacob, ni había oído una nota de Sauguet, por lo que aquellas presentaciones no venían mucho al caso.



Había dos sitios a los que me encantaba ir: el Bal Nègre en la Rue Blomet y el Théâtre du Grand Guignol. Nunca había visto bailar a los negros y por supuesto me quedé muy impresionado con su habilidad y su gracia. El repertorio en el Grand Guignol era necesariamente limitado y había que escoger con atención un programa que no estuviese compuesto en su totalidad de piezas que uno ya había visto. Era frecuente que se produjese un disturbio entre los espectadores durante una actuación y que unas enfermeras de uniforme blanco sacasen a alguien en brazos. Nunca creí en la autenticidad de aquellos paros cardíacos y aquellos ataques epilépticos. Las obras de teatro no parecían tan horribles como para provocar aquellas reacciones, aunque me aseguraron que los efectos eran de buena fe puesto que el teatro atraía a inválidos y a neuróticos. Todo aquello me divertía mucho, incluido el dramático traslado de los espectadores hipersensibles.



Siempre que venía un amigo a París y sugería que comiésemos juntos yo elegía la Mosquée, no por su excelencia culinaria sino sencillamente porque la comida y el ambiente eran marroquíes. (Aún soñaba con volver a Fez, de donde me había marchado hacía tan sólo unos meses.) Y ahora que lo recuerdo, me parece que el cuscús no estaba nada mal. Desde luego era mejor que el que se consigue estos días en un restaurante de Marruecos. Me dicen que ahora, más de medio siglo más tarde, la comida se ha deteriorado en la Mosquée, pero no es de extrañar teniendo en cuenta lo que ha sucedido con todo lo demás.



Un día, en un piso de Montparnasse, me presentaron a Ezra Pound. Él y yo nos fuimos a comer en el vecindario. Era alto y tenía una barba rojiza. Yo recordaba un poema suyo que había leído en una pequeña revista muchos años antes: era una denuncia de los viejos, los que, según él parecía creer, tenían el deber social de morir antes de volverse seniles. Era un poemita cruel. Se lo enseñé a mi madre, que dijo: «es evidente que ese hombre no sabe mucho de la vida». Durante la comida, varias veces estuve a punto de preguntar al señor Pound si seguía opinando lo mismo sobre la gente mayor, pero me mordí la lengua porque pensé que la pregunta le avergonzaría. En aquellos momentos era uno de los tres editores de una revista literaria llamada The New Review, siendo los otros dos Samuel Putnam y Richard Thoma. Él tenía una cita con Putnam aquella tarde y sugirió que le acompañase.



Subimos a un autobús y fuimos de pie en la plataforma de atrás todo el camino hasta Fontenay-aux-Roses. Yo recordaba que Gertrude Stein había dicho que ya no podía recibirle en casa porque era muy torpe y descuidado. Si se acercaba a una mesa, decía, tiraba la lámpara. si se sentaba, se le rompía la silla. Le salía demasiado caro tenerle de invitado, así que le prohibió el acceso al número 27 de la Rue de Fleurus. Le pregunté si creía que a él le importaba que le excluyeran. «Oh, no. Tiene a otros a quienes explicar las cosas». Le llamaba «el explicador del pueblo», lo que estaba muy bien, decía, si uno era un pueblo.



Mis actividades literarias en París aquel invierno se limitaron a la búsqueda de los números que me faltaban de unas revistas extintas y moribundas de las que quería tener la colección completa. Aquello llevaba más tiempo y energía de lo que podría parecer. Las publicaciones que me interesaban en particular eran Minotaure, Bifur y Documents, una revista de corta duración, editada por Carl Einstein. No se encontraban en los puestos a lo largo de los muelles, sino en pequeñas librerías de segunda mano, desperdigadas por toda la ciudad, de forma que me veía obligado a caminar bastante en mi búsqueda. Pero eso me venía muy bien, porque nada me gustaba más que deambular por las calles menos transitadas de París, que seguían pareciéndome misteriosas e inagotables.



Las zonas que más me gustaba explorar estaban lejos de la Ópera, lejos de la plaza de la Concordia o del Arco de Triunfo, todo aquello me parecía demasiado oficial para tener algún interés. En un día gris de invierno las modestas calles de Belleville y de Ménilmontant se me hacían infinitamente más poéticas; podía pasar horas explorando aquellos barrios, tomando instantáneas de patios atiborrados de escaleras y barriles (cuidando que no saliese en la foto ninguna persona) y perdiéndome temporalmente, como suele suceder en una medina marroquí. La comida en los restaurantes de esas zonas no eran muy de mi agrado; recuerdo la carne de caballo muy roja y dulzona que solían servir con espinacas arenosas.



Pero había un edificio «oficial» que sí me gustaba mucho: era el Trocadéro, con sus anchas escaleras que bajaban al sena. ¿Me equivoco al asociarlo con Lautréamont? Desde luego era lo bastante feo como para haber despertado su admiración, con aquellos dos inolvidables rinocerontes de tamaño natural. al parecer los quitaron en el momento en que sometieron el edificio a una cirugía cosmética. No puedo evitar preguntarme qué pasó con aquellos dos animales enormes. ¿Existen aún en alguna parte o los han destruido? Me parece a mí que los franceses podrían haber moldeado dos estatuas más, idénticas, y haberlas colocado en las cuatro esquinas de la Tour Eiffel, con la que tenían algo en común.



Para no despertar la sospecha de que tengo un gusto perverso en materia de arquitectura, debería advertir que admiraba el Palacio de Versailles. El paisaje despejado se extendía por delante del edificio hasta perderse de vista en la lejanía, era un antídoto a la sensación esporádica de claustrofobia que experimentaba en París. Tenía asumido que compartía una admiración más o menos universal por el lugar, por lo que me escandalizó mucho ver una tarde a cuatro turistas ingleses parados frente a la fachada blanca, mirándola con una expresión irrisoria en el rostro, mientras una mujer decía con un marcado acento cockney: «¡Más feo imposible!».



Una noche me invitaron a cenar al piso de Tristan Tzara. Estaba ubicado en alguna parte, subiendo hacia Montmartre, quizá en la Rue Lepic. Tzara tenía una guapa esposa sueca, el salón estaba lleno de esculturas y de máscaras africanas, y había un fabuloso gato siamés. Pese a (o quizá gracias a) su comportamiento, que suele ser demencial, tengo especial cariño a esos animales.



Se disculparon por la comida, que a mí me pareció excelente. Otra persona, explicó Tzara, cocinaba de momento, porque su cocinero habitual se había marchado a principios de semana en un estado de gran agitación, diciendo que no volvería a poner los pies en el establecimiento de los Tzara bajo ninguna circunstancia. Era todo por el gato, que nunca se había llevado bien con el cocinero. Quizá el hombre había descuidado su comida en alguna ocasión. En todo caso, no lo quería en la cocina cuando trabajaba, así que lo empujó con el pie y lo sacó, un insulto que el gato, un macho enorme, obviamente consideró imperdonable.



El cocinero dormía en un cuarto para el servicio en la parte trasera del apartamento y siempre cerraba la puerta cuando se retiraba. Pero una noche no la cerró del todo y el gato la abrió sigilosamente. Asegurándose de que el hombre estaba dormido, el animal se puso en cuclillas y saltó, aterrizó en la garganta del cocinero y se dedicó a desgarrársela con las poderosas patas traseras. Está claro que tenía toda la intención de acabar con su enemigo. Llevaron al cocinero al hospital y por la mañana éste apareció en la puerta del piso de los Tzara para dar su ultimátum: si querían retenerle en calidad de sirviente el gato tenía que salir en aquel instante. No entraría en el apartamento hasta que se hubiesen deshecho de él. Ellos se negaron y el cocinero se marchó, amenazándoles con iniciar trámites judiciales de inmediato. Pregunté cómo se llevaba el gato con el cocinero actual. «Ah, es una mujer -dijo Tzara-. las mujeres no le molestan.» El gato estaba sentado en una librería cerca de una máscara africana, observándonos mientras comíamos. Aunque sentía fuertes deseos de ir a acariciarle la cabeza y rascarle los carrillos, me cuidé de no acercármele en ningún momento durante la velada.



Las paredes del estudio en el número 17 del Quai Voltaire estaban decoradas con grandes dibujos monocromáticos de Foujita. o bien pertenecían a nuestra casera, Mme. Ovise, o bien los había dejado allí un inquilino anterior. Pese a la presencia de unos gatos siameses muy conseguidos en algunos de los cuadros, aquellas obras de arte parecían indignas del estudio, donde yo sentía que se necesitaba algo más llamativo. Harry compartía mi opinión. En la Galerie Pierre, que estaba cerca (seguramente en la Rue de Seine), había una exposición de «construcciones» de Joan Miró. Estaban hechas con madera, yeso y pedazos de cuerda, en cierto modo reminiscentes del Merzbau de Kurt Schwitters, pero ideadas con miras de gustar. Harry hizo una visita a la Galerie Pierre y regresó con tres de aquellos Mirós. Alegraron el lugar y me hicieron sentir que realmente estaba en París y que era el año 1932. Los Foujitas sugerían otra época, la década anterior. (Cuando se tiene veinte años, una década es mucho tiempo). Metimos los Foujitas en un armario.



Menos de dos semanas después volví a casa una tarde para encontrar que el estudio estaba inusualmente apagado. Tardé sólo unos segundos en darme cuenta que los Foujitas volvían a ocupar sus lugares en la pared y que los Mirós habían desaparecido. La doncella no hubiese hecho aquello; sólo podía haber sido la portera o la propia Mme. Ovise. Me precipité escaleras abajo para hablar con la portera. Al principio no tenía la menor idea de lo que le estaba contando (o fingía no tenerla). Era porque describí los Mirós que faltaban como cuadros.



Al final entendió y dijo: «¿Monsieur se refiere a esos viejos trozos de madera que alguien puso en la pared? Los tiré. Pensé que monsieur se alegraría de haberse librado de ellos».



Se llevó a cabo un registro del sótano, y las construcciones, a las que yo seguía refiriéndome como obras de arte, para gran asombro de la portera, aparecieron en un rincón sobre una pila de leña menuda. No estaban en las mejores condiciones y tuvimos que volver a llevarlas a la Galerie Pierre para que las restaurasen. Al final fue el propio Miró quien las reconstruyó.