Image: Cómo pensar como Sherlock Holmes

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Cómo pensar como Sherlock Holmes

Maria Konnikova nos enseña a cuestionarlo todo, requisito necesario para pensar como el personaje de Conan Doyle

27 junio, 2013 02:00

'¿Cómo pensar como Sherlock Holmes?' (Planeta) nos desvela las estrategias mentales que nos pueden conducir a un pensamiento más claro y un conocimiento de nuestro entorno más profundo a través de la extraordinaria inteligencia de Sherlock Holmes, un personaje de ficción cuyo comportamiento quizá sea más plausible de lo que parece. Basándose en los descubrimientos de la neurociencia y la psicología, la periodista y psicóloga Maria Konnikova explora los métodos únicos del detective para alcanzar la atención plena, unas dotes de observación extraordinarias y una incomparable capacidad de deducción lógica. Y muestra cómo cualquiera de nosotros, con autoconciencia y un poco de práctica, puede utilizar estos métodos para mejorar nuestra percepción, resolver problemas difíciles y desarrollar nuestra creatividad.

Aquí puede leer el primer capitulo de '¿Cómo pensar como Sherlock Holmes?'


Capítulo 1

El método científico de la mente

Algo siniestro ocurría en las granjas de Great Wyrley. Ovejas, vacas, caballos: uno por uno se desplomaban sin vida en medio de la noche. La causa de la muerte: un corte largo y no muy profundo en el estómago que provocaba un desangramiento lento y doloroso. Los granjeros estaban indignados; la comunidad, horrorizada. ¿Quién querría maltratar así a esos seres indefensos?

La policía creía haber dado con el autor: George Edalji, el hijo de un párroco local de ascendencia india. En 1903, a los veintisiete años de edad, Edalji fue sentenciado a siete años de trabajos forzados por la mutilación de un poni que había sido hallado en una zanja cercana al domicilio del párroco. De nada sirvió que el párroco jurara que su hijo estaba durmiendo en el momento de los hechos, que las matanzas y mutilaciones siguieran después de que George hubiera sido encarcelado y-sobre todo-que las principales pruebas fueran unas cartas anónimas que supuestamente habían sido escritas por George y en las que se confesaba autor de los hechos. Los agentes, dirigidos por el capitán George Anson, jefe de policía de

Staffordshire, estaban seguros de haber hallado al culpable.

Tres años después, Edalji fue puesto en libertad. El Home Office, el Ministerio del Interior británico, había recibido dos peticiones -una firmada por diez mil personas y otra por un grupo de trescientos abogados-

que alegaban su inocencia por falta de pruebas. Aun así, el caso estaba lejos de darse por cerrado. Puede que Edalji fuera libre como persona, pero seguía siendo considerado culpable. Antes de que lo arrestaran

trabajaba de procurador y ahora no podía volver a ejercer su profesión.

En 1906, George Edalji tuvo un golpe de suerte: Arthur Conan Doyle, el famoso creador de Sherlock Holmes, se había interesado en su caso. Aquel invierno, Conan Doyle quedó en encontrarse con Edalji en el Grand Hotel de Charing Cross. Y en cuanto sir Arthur vio a Edalji desde el otro lado del hall, se desvaneció al instante cualquier duda que pudiera tener sobre la inocencia del joven. Como él mismo escribió después:

[Edalji] ya había llegado a mi hotel para la cita y al venir yo con retraso pasaba la espera leyendo el periódico. Lo reconocí por su tez oscura y me detuve a observarlo. Sostenía el periódico cerca de los ojos y un poco de lado, lo que no solo era señal de fuerte miopía, sino también de marcado astigmatismo. La idea de que aquel hombre recorriera los campos por la noche y atacara al ganado evitando la vigilancia de la policía era ridícula...

Ahí, en esa tara física, residía la certeza moral de su inocencia. Pero aunque Conan Doyle se quedó convencido, sabía que haría falta algo más para llamar la atención del Ministerio. Así que viajó a Great Wyrley para reunir pruebas sobre el caso. Entrevistó a lugareños. Examinó las escenas de los hechos, las pruebas, las circunstancias. Se reunió con el cada vez más hostil capitán Anson. Visitó la vieja escuela de George. Examinó los anónimos supuestamente enviados por él y se vio con el grafólogo que había peritado su autoría. Luego preparó un informe con todos los datos y lo presentó en el Ministerio.

¿Las cuchillas ensangrentadas? Las manchas no eran de sangre, sino de herrumbre, y en todo caso no podían producir la clase de heridas que habían sufrido los animales. ¿La tierra en la ropa de Edalji? Nada que ver con la zanja donde el poni había sido hallado. ¿El experto en grafología? Ya en otras ocasiones había cometido errores que habían conducido a condenas injustas. Y, claro, estaba la cuestión de la vista: ¿de verdad alguien con tal astigmatismo y miopía era capaz de recorrer los campos mutilando animales por la noche?

Finalmente, en la primavera de 1907, Edalji fue absuelto de la acusación de maltrato animal. No fue la victoria total que Conan Doyle había esperado -George no tuvo derecho a indemnización por su arresto y su estancia en prisión-, pero era más que nada y Edalji pudo volver a ejercer. Según Conan Doyle, la comisión de investigación encontró que «la policía llevó a cabo su investigación no con el objeto de averiguar quién era el culpable, sino con el fin de hallar pruebas en contra de Edalji, porque ya daba por cierto que había sido el autor». En agosto de ese mismo año se creó el primer tribunal de apelación de Inglaterra con la misión de ocuparse de futuras condenas erróneas y el caso de Edalji fue uno de los

principales motivos de su fundación.

Todos los amigos y conocidos de Conan Doyle se quedaron impresionados, pero ninguno dio tanto en el clavo como el novelista George Meredith. «No voy a mencionar el nombre del que sus oídos ya estarán hartos -dijo Meredith en alusión a Sherlock Holmes-, pero el creador del maravilloso detective amateur ha demostrado lo que es capaz de hacer en el mundo de lo real.» Sherlock Holmes es obra de la imaginación, pero el rigor de su pensamiento es una realidad. Si se aplican correctamente, sus métodos dan lugar a cambios tangibles y positivos, y van mucho más allá del mundo del delito.

Cuando oímos el nombre de Sherlock Holmes nos vienen a la cabeza una serie de imágenes: la pipa, la gorra de cazador, la capa, el violín. Y su perfil aguileño, quizá como el deWilliam Gillette, o el de Basil Rathbone, o el de Jeremy Brett, o el de cualquiera de los grandes actores que, con el paso de los años, se han envuelto en la capa de Holmes, incluyendo las versiones actuales de Robert Downey Jr. en el cine, o la de Benedict Cumberbatch en la serie Sherlock de la BBC. Sean cuales sean las imágenes que ese nombre suscite en la mente del lector, me atrevo a aseverar que la palabra psicólogo no estará entre ellas. Y puede que ya sea momento de que también la asociemos con él.

Es innegable que Sherlock Holmes es un detective sin igual. Pero su comprensión de la mente humana no tiene nada que envidiar a sus mayores hazañas en la lucha contra el crimen. Lo que nos ofrece Holmes no

es solo una manera de resolver casos policiales. Es toda una manera de pensar que se puede aplicar en ámbitos muy alejados de los neblinosos y oscuros callejones londinenses. Es un enfoque basado en el método científico que trasciende por igual la ciencia y el delito, y que puede ser el modelo de una forma de pensar, e incluso de una manera de ser, que tiene tanta fuerza en nuestros días como en los tiempos de Conan Doyle. Creo que ese es el secreto del atractivo irresistible, universal e imperecedero de

Holmes.

Cuando Conan Doyle creó a Sherlock Holmes no parece que le diera tanta importancia ni tuviera la intención de crear un modelo para pensar y tomar decisiones, para plantear, estructurar y solucionar problemas. Pero eso es, precisamente, lo que hizo. Más aún, creó al portavoz ideal de la revolución del pensamiento y de la ciencia que se había gestado en los decenios anteriores y que brillaría con fuerza en los inicios del nuevo siglo. En 1887, Holmes representaba una clase nueva de detective, un pensador

sin precedentes que utilizaba su mente de una manera original. Hoy simboliza un modelo ideal para que mejoremos nuestra manera habitual de pensar.

Sherlock Holmes fue un visionario en muchos sentidos. Sus explicaciones, su metodología, su enfoque del pensamiento presagiaron los avances en la psicología y la neurociencia que iban a darse un siglo después de su aparición como personaje y más de ochenta años tras la muerte de su creador. Su forma de pensar parece casi inevitable, un producto de su momento y su lugar en la historia. Si la aplicación del método científico estaba llegando a su apogeo en una amplísima variedad de ámbitos teóricos y prácticos -de la teoría de la evolución a los rayos X, de la relatividad general a la anestesia, del conductismo al psicoanálisis-, ¿por qué no habría de aplicarse a los principios del pensamiento mismo?

Según Arthur Conan Doyle, desde el principio la idea era que Holmes fuera una personificación de lo científico, un ideal al que aspirar aunque nunca llegáramos a emularlo por completo (después de todo, ¿no está un ideal siempre un poco más allá de nuestro alcance?). El nombre mismo de Holmes nos revela una intención que va más allá del mundo del crimen: es muy probable que Conan Doyle lo eligiera en homenaje a uno de los ídolos de su infancia, el médico y filósofo Oliver Wendell Holmes, un personaje conocido tanto por sus escritos como por sus contribuciones a la medicina. Pero el carácter del detective estaba basado en otro conocido de Conan Doyle, el doctor Joseph Bell, famoso por su gran capacidad de observación. Se decía de él que había advertido de una sola mirada que un paciente era un suboficial recién licenciado de un regimiento escocés destinado en Barbados, y que comprobaba rutinariamente la capacidad de percepción de sus estudiantes con métodos que incluían la experimentación con sustancias tóxicas, algo que sonará muy familiar a los fans de Holmes. De hecho, Conan Doyle escribió a Bell: «En torno al eje de deducción, inferencia y observación que he oído que usted inculca, he creado un personaje que lo lleva hasta el extremo y, en ocasiones, incluso más allá». Es aquí, en la observación, la inferencia y la deducción, donde encontramos el núcleo de lo que hace que Holmes sea quien es, un detective distinto de cualquier otro anterior o posterior a él: el detective que elevó el arte de la investigación policial a la categoría de una ciencia exacta.

Conocemos por primera vez el método por excelencia de Sherlock Holmes en Estudio en escarlata, la primera novela donde aparece el detective. Pronto descubrimos que Holmes no ve los casos como los ven en Scotland Yard -unos delitos, unos hechos y algún sospechoso que llevar ante la justicia-porque en ellos ve algo más y algo menos al mismo tiempo. «Más» en el sentido de que los casos cobran un significado más general, como objetos de especulación e investigación en su sentido más amplio, como enigmas científicos, por decirlo así. Presentan unos contornos que, inevitablemente, ya se han visto en casos anteriores y que, sin duda, se volverán a presentar, unos principios generales que se pueden aplicar a otros casos que a primera vista no parecen guardar relación. Y «menos» en el sentido de despojarlos de emociones o conjeturas-es decir, de elementos ajenos a la claridad del pensamiento- y darles un carácter objetivo, tan objetivo como pueda ser una realidad no científica. El resultado es el

delito como objeto de una investigación estricta que se aborda desde los principios del método científico poniendo a su servicio la mente humana.

¿Qué es el pensamiento basado en el método científico?

Cuando oímos hablar del método científico, solemos pensar en alguien con una bata blanca que está en un laboratorio, probablemente sujetando un tubo de ensayo, y que sigue unos pasos parecidos a estos: observar un fenómeno; plantear una hipótesis que lo pueda explicar; diseñar un experimento para comprobarla; llevar a cabo el experimento; comprobar si los resultados son los esperados; si no lo son, plantear otra hipótesis; y repetir otra vez todos los pasos. Parece muy sencillo, pero ¿cómo podemos ir más allá? Dicho de otro modo, ¿podemos adiestrar nuestra mente para que adquiera el hábito de actuar siempre así?

Holmes recomienda empezar por lo más básico. Como él mismo dice: «Antes de poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más peso que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas elementales». El método científico parte de algo que parece de lo más trivial: observar. Antes de empezar a plantear las preguntas que definirán la investigación de un crimen, un experimento científico o una decisión en principio tan banal como invitar o no a un amigo a cenar, nos debemos

centrar en lo más básico. No en vano Holmes califica de «elementales» las bases de su investigación. Porque eso es lo que son los elementos que definen el funcionamiento de algo, que hacen que ese algo sea lo que es.

Muchos científicos ni siquiera se dan cuenta de esta necesidad por su manera de pensar tan arraigada. Cuando un físico imagina un experimento nuevo o un biólogo decide comprobar las propiedades de un compuesto que acaba de aislar no siempre son conscientes de que sus preguntas concretas, sus enfoques, sus hipótesis y la noción misma de lo que están haciendo serían imposibles sin el conocimiento básico o elemental que tienen a su disposición y que han ido acumulando con los años. En efecto, puede que les cueste mucho decirnos de dónde han sacado las ideas para sus estudios y por qué han pensado que tendría sentido hacerlos.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el físico Richard Feynman fue invitado a participar en la comisión curricular de California con el fin de elegir libros de texto de ciencias para los estudios de secundaria de ese Estado. Para su disgusto, los textos parecían dejar a los estudiantes más confundidos que otra cosa. Cada libro que examinaba era peor que el anterior. Finalmente, encontró uno con un inicio que prometía: bajo las fotografías de un juguete de cuerda, un automóvil y un niño en bicicleta aparecía la pregunta: «¿Qué hace que se muevan?». Pensó que por fin había hallado algo que explicaba la ciencia básica partiendo de los fundamentos de la mecánica (el juguete), la química (el automóvil) y la biología

(el niño). Pero su entusiasmo duró muy poco. En lugar de una explicación, de algo que alentara una verdadera comprensión, se encontró con estas palabras: «La respuesta es la energía». Sin embargo, preguntas como qué es la energía, por qué hace que se muevan, cómo lo hace... ni siquiera se planteaban y menos aún se respondían. Como dijo el mismo Feynman, «energía no significa nada... ¡No es más que una palabra!». En lugar de aquello, señalaba: «Lo que [los niños] deberían hacer es mirar el juguete de cuerda, ver que dentro hay un resorte, aprender sobre los resortes y los muelles, aprender sobre las ruedas, y no preocuparse de la energía. Más adelante, cuándo ya conozcan mejor cómo funciona el juguete, podrán abordar los principios más generales de la energía».

Feynman rara vez olvidaba sus conocimientos básicos, los componentes y elementos fundamentales que subyacen a cada pregunta y a cada principio. Y eso es, precisamente, lo que quiere decir Holmes cuando

habla de empezar por lo básico, por problemas tan triviales que los podríamos pasar por alto. ¿Cómo plantear hipótesis y crear teorías verificables sin antes saber qué observar y cómo observarlo, sin antes entender la naturaleza fundamental, los elementos más básicos, del problema que nos ocupa? (La simplicidad engaña, como veremos en los dos capítulos siguientes).

El método científico empieza con una amplia base de conocimientos, con una comprensión de los hechos y los contornos del problema que intentamos abordar. El problema al que se enfrenta Holmes en Estudio en escarlata es un misterioso asesinato en una casa abandonada de Lauriston Gardens. En nuestro caso puede ser la decisión de cambiar de profesión. Sea cual sea el problema deberemos definirlo y formularlo en nuestra mente de la forma más concreta posible para añadirle después nuestras experiencias pasadas y la observación actual (cuando Holmes se da cuenta de que los inspectores Lestrade y Gregson no ven la similitud entre el asesinato que investigan y otro caso anterior, les recuerda que «nada hay nuevo bajo el sol... Cada acto o cada cosa tiene un precedente en el pasado»).

Solo entonces podremos pasar a plantear hipótesis. Aquí es cuando el detective recurre a su imaginación y genera posibles líneas de investigación de los hechos sin limitarse a la posibilidad más evidente: en Estudio en escarlata, la palabra rache no tiene por qué ser un fragmento de Rachel; también puede ser el término en alemán que significa «venganza». Y si el problema es cambiar o no de profesión, podemos imaginar los posibles escenarios que se puedan derivar de seguir otro rumbo. Lo que no hemos de hacer es plantear hipótesis al azar: todos los escenarios

y explicaciones posibles surgen de esa base inicial de conocimientos y de observación.

El siguiente paso será comprobar nuestra hipótesis. Aquí, Holmes examinará todas las líneas de investigación y las eliminará una por una hasta que la que quede, por muy improbable que parezca, deba ser la correcta. Y nosotros deberemos seguir hasta su conclusión lógica las repercusiones de los distintos cambios de profesión que hemos imaginado. Más adelante veremos la forma de hacerlo.

Pero aún no hemos terminado. Los tiempos cambian. Y las circunstancias también. La base original de conocimientos se debe actualizar constantemente. Cuando el entorno cambia debemos revisar y volver a

comprobar las hipótesis. De lo contrario, lo que fuera revolucionario puede acabar siendo irrelevante. Y lo que fuera reflexivo puede dejar de serlo si no seguimos volcándonos, cuestionando, insistiendo. En resumen, el método científico consiste en entender el problema y plantearlo, observar, formular hipótesis (o imaginar), comprobar y deducir; y si hace falta, repetir el proceso. Seguir a Sherlock Holmes es aprender a aplicar este mismo método no solo a las pistas externas, sino también a cada uno de nuestros pensamientos y a los pensamientos de las personas que puedan estar implicadas.

Cuando Holmes expone por primera vez los principios teóricos que subyacen en su método los reduce a esta idea básica: «Las innumerables cosas que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a

examen preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese testigo». Y eso incluye todos los pensamientos; en el mundo de Holmes no hay ni un pensamiento que se acepte sin más. Como él mismo comenta, «a partir de una gota de agua [...] cabría al lógico establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia». En otras palabras, dada nuestra base de conocimientos existente, podemos

usar la observación para deducir el significado de un hecho que, por sí solo, carece de sentido. Porque, ¿qué clase de científico sería el que no tuviera la capacidad de imaginar y hacer hipótesis sobre lo nuevo, lo desconocido, lo que aún está por comprobar?

Así es el método científico en su forma más básica. Pero Holmes va más allá y aplica el mismo principio al ser humano: un seguidor de Holmes sabe que «apenas divisada una persona cualquiera, resulta hacedero

inferir su historia completa, así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio pueril y, sin embargo, afina la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo de encontrarles respuesta». Cada observación, cada ejercicio, cada inferencia simple deducida de un simple hecho reforzará nuestra capacidad para desentrañar intrigas y tramas cada vez más complejas. Formará la base de nuevos hábitos de pensamiento que harán de esta observación algo natural.

Eso es, precisamente, lo que Holmes ha aprendido por su cuenta y que ahora nos puede enseñar. Y es que, en el fondo, ¿no es este el atractivo del detective? No solo puede resolver el más difícil de los casos, sino que lo hace con un método que, bien mirado, parece elemental. Es un método basado en la ciencia, en unos pasos muy concretos, en unos hábitos de pensamiento que se pueden aprender, cultivar y aplicar.

Esto suena muy bien en teoría. Pero ¿por dónde empezar? Parece muy complicado pensar siempre científicamente, tener siempre que prestar atención, tener que descomponer las cosas, observar, plantear hipótesis, deducir y todo lo demás. Pues bien, es complicado y no lo es. Por un lado, a la mayoría de nosotros aún nos queda mucho por aprender. Como veremos, la mente humana, por su naturaleza, no está hecha para pensar como Holmes. Pero, por otro lado, podemos aprender y poner en práctica nuevos hábitos de pensamiento. El cerebro humano tiene una capacidad sorprendente para aprender maneras nuevas de pensar y nuestras conexiones neuronales son extraordinariamente flexibles incluso en la vejez. Siguiendo el pensamiento de Holmes, aprenderemos a aplicar su método en la vida cotidiana, a estar presentes y plenamente conscientes, y a tratar cada elección, cada problema y cada situación con la atención que merece. Puede que al principio parezca poco natural. Pero con el tiempo y con la práctica llegará a ser tan natural para nosotros como lo es para él.

Trabas para el cerebro inexperto

El pensamiento de Holmes -y el ideal científico- se caracteriza, entre otras cosas, por un escepticismo y una mentalidad inquisitiva y curiosa en relación con el mundo. Nada se acepta porque sí. Todo se examina y se considera antes de ser aceptado (o no, según el caso). Por desgracia, en su estado natural nuestra mente se resiste a este enfoque. Para pensar como Sherlock Holmes, primero debemos superar esa resistencia natural que impregna nuestra forma de ver el mundo.

Hoy en día, la mayoría de los psicólogos reconocen que en la mente humana actúan dos sistemas. Uno es rápido, intuitivo, reactivo: una especie de vigilancia mental, un estado constante de «lucha/huida». No exige mucho esfuerzo ni pensamiento consciente y actúa como un piloto automático. El otro sistema es más lento, más deliberativo, más riguroso y más lógico, pero también es mucho más costoso desde el punto de vista cognitivo. Prefiere no entrar en acción a menos que lo crea absolutamente necesario.

El coste mental de este sistema reflexivo y sereno -«frío» por decirlo así- hace que la mayor parte del tiempo dejemos nuestro pensamiento en manos del sistema «caliente» y reflejo, y que nuestras observaciones, al regirse también por él, sean automáticas, intuitivas (y no siempre correctas), reactivas y rápidas en juzgar. En general, con este sistema nos basta y solo activamos el sistema más sereno, reflexivo y frío cuando algo capta de verdad nuestra atención y nos obliga a detenernos.

En adelante, para referirme a estos dos sistema hablaré del sistema Watson y del sistema Holmes. Estoy segura de que el lector habrá adivinado cuál es cuál. El sistemaWatson sería nuestro yo ingenuo, que actúa según unos hábitos de pensamiento perezosos y que surgen de una manera natural, siguiendo el camino más fácil, unos hábitos a cuya adquisición hemos dedicado toda la vida. Y el sistema Holmes sería el yo al que aspiramos, el yo que acabaremos siendo cuando hayamos aprendido a aplicar esta forma de pensar a nuestra vida cotidiana y nos hayamos despojado por completo de los hábitos del sistema Watson.

Cuando pensamos de una manera natural, automática, la mente está preprogramada para aceptar todo lo que le llegue. Primero creemos, y si dudamos lo hacemos después. Dicho de otro modo, es como si, de entrada, el cerebro viera el mundo como un test del tipo verdadero/falso donde la respuesta por defecto siempre es verdadero. No hace falta esfuerzo alguno para seguir dándolo todo por verdadero, pero pasar a darlo por falso exige vigilancia, tiempo y energía.

El psicólogo Daniel Gilbert lo describe así: para poder procesar algo, el cerebro tiene que creer en ese algo aunque solo sea un instante. Imaginemos que alguien nos dice que pensemos en un elefante rosa. Está claro que sabemos que no existe. Pero al oír o leer estas palabras, durante un instante hemos «visto» un elefante rosa en nuestra mente. Dicho de otro modo: para confirmar que no existe hemos tenido que creer durante un instante queexiste. Y es que entendemos y creemos en el mismo instante. Baruch Spinoza fue el primero en plantear esta necesidad de aceptar para entender, y unos cien años antes de Gilbert, William James ya expuso el mismo principio: «Toda proposición, sea atributiva o existencial, se cree por el hecho mismo de ser concebida». Después de la concepción de algo es cuando nos dedicamos, con más o menos esfuerzo, a no creer en ese algo y, como señala Gilbert, esta parte del proceso no tiene nada de automática.

En el caso del elefante rosa el proceso de negación o refutación es muy sencillo y prácticamente no exige tiempo ni esfuerzo. Aun así, el cerebro se debe esforzar más para procesarlo que si nos hubieran hablado de un elefante gris, porque la información contrafactual exige este paso extra de comprobar y refutar, algo que no sucede con la información verdadera. Pero no siempre es así: no todo es tan evidente como en el caso del elefante rosa. Cuanto mayor sea la complejidad de un concepto o de una idea, o cuanto menos evidente sea su verdad o falsedad, más esfuerzo hará falta (en Maine no hay serpientes venenosas: ¿verdadero o falso? Aunque ahora no lo sepamos, es algo que se puede comprobar. Pero ¿qué sucede con una afirmación como la pena de muerte no es un castigo tan duro como la cadena perpetua?). Y no es difícil que el proceso se altere, o que ni siquiera tenga lugar. Si decidimos que una afirmación suena verosímil es más probable que no le demos más vueltas (si me dicen que no hay serpientes venenosas en Maine, ya me vale). Y si estamos ocupados, estresados, distraídos o agotados por alguna otra razón, podemos dar algo por cierto sin dedicar tiempo a comprobarlo: cuando la mente se enfrenta a muchas exigencias al mismo tiempo no puede abarcarlas todas y el proceso de verificación es una de las primeras cosas de las que prescinde. Cuando sucede esto nos quedamos con creencias sin comprobar y más adelante las podemos recordar como verdaderas cuando en realidad son falsas. (Y qué, ¿hay serpientes venenosas en Maine o no? Pues resulta que sí. Pero si hiciera esta pregunta al lector dentro de un año no sé si recordará que las hay o que no las hay, sobre todo si estaba cansado o distraído al leer este párrafo).

Además, no todo es tan o blanco o negro -o tan gris o rosa, como el elefante-. Y no todo lo que la intuición nos dice que es blanco o negro lo es en realidad. Es facilísimo equivocarse. Y es que no solo nos creemos todo lo que oímos, al menos de entrada, sino que además tendemos a tratar una afirmación como verdadera aunque antes de oírla se nos haya hecho saber explícitamente que es falsa. Por ejemplo, en el llamado «sesgo de correspondencia» (del que hablaré después con más detalle) suponemos que si una persona dice algo es porque realmente lo cree, y nos reafirmamos en ello aunque se nos diga explícitamente que no es así; incluso es probable que juzguemos a la persona en función de esa supuesta creencia. Recordemos el párrafo anterior: ¿piensa el lector que realmente creo en lo que he escrito sobre la pena de muerte? No tiene ninguna base para responder a esta pregunta -no he dado mi opinión al respecto- y, aun así, es probable que haya respondido afirmativamente porque ha dado por supuesto que esa es mi opinión. Más preocupante es el hecho de que si oímos que se niega algo -por ejemplo, Joe no tiene relaciones con la mafia- podemos acabar olvidando la negación y creer que Joe tiene relaciones con la mafia; y aunque no ocurra así, será muy probable que nos formemos una opinión negativa de Joe. En realidad, si lo juzgaran y formáramos parte del jurado tenderíamos a recomendar que lo sentenciaran

a una condena más grave. Esta tendencia a confirmar y a creer con demasiada facilidad y demasiada frecuencia tiene consecuencias muy reales para nosotros y para los demás.

El truco de Holmes consiste en tratar cada pensamiento, cada experiencia y cada percepción de la misma manera que trataría a un elefante rosa. Es decir, empezando con una buena dosis de escepticismo, no con la credulidad natural de nuestra mente. No nos limitemos a suponer que las cosas son como son. Pensemos que todo es tan absurdo como ese animal que no existe. Sí, es una proposición difícil de aceptar: después de todo, equivale a pedir al cerebro que pase de su estado natural de reposo a una actividad física constante, que dedique energía cuando normalmente bostezaría, diría «vale» y pasaría a otra cosa; pero no es imposible, sobre todo teniendo a Sherlock Holmes a nuestro lado. Y es que él, quizá mejor que nadie, puede ser el modelo y el compañero leal que nos enseñe a afrontar lo que a primera vista parece una tarea hercúlea.

Observando a Holmes en acción podremos observar mejor nuestra propia mente. «¿Cómo demonios ha caído en la cuenta de que yo venía de Afganistán?», pregunta Watson a Stamford, el hombre que le ha presentado a Holmes.

En el rostro de Stamford se dibuja una enigmática sonrisa: «He ahí una peculiaridad de nuestro hombre -dice a Watson-. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas».

Esta respuesta no hace más que avivar la curiosidad deWatson. Es una curiosidad que solo se puede satisfacer con una observación larga y detallada que emprende sin demora.

Para Sherlock Holmes, el mundo está lleno de elefantes de color rosa. En otras palabras, es un mundo donde cada dato se examina con la misma atención y el mismo escepticismo sano que al más absurdo de los animales. Y cuando llegue al final de este libro, si el lector se hace la simple pregunta: «¿Qué haría y pensaría Sherlock Holmes en esta situación?», verá que su propio mundo también empieza a ser así. Observará y pondrá en duda pensamientos de cuya existencia no había sido consciente antes de dejar que se infiltren en su mente. Y verá que esos mismos pensamientos, una vez examinados, dejarán de influir en su conducta sin su conocimiento.

Y como un músculo que no sabíamos que teníamos -un músculo que al ejercitarlo duele al principio, pero que luego se desarrolla y se robustece-, la observación constante y el examen sin fin se harán más y

más fáciles (porque en el fondo, y como veremos más adelante, son como músculos). Acabarán siendo un hábito natural e inconsciente, como lo son para Sherlock Holmes. Empezaremos a intuir, a deducir, a pensar, sin necesidad de esfuerzo consciente.

Que nadie dude que se puede conseguir. Holmes es un personaje de ficción, pero Joseph Bell fue muy real. Y también lo fue Conan Doyle (y George Edalji no fue el único que se benefició de su método, sir Arthur también consiguió que se anulara la condena de otro encarcelado por error, Oscar Slater).

Puede que Sherlock Holmes nos fascine tanto precisamente porque hace que parezca posible, y hasta fácil, pensar de una manera que acabaría agotando a un ser humano normal. Hace que pensar de la manera más científica y rigurosa parezca asequible. No en vano Watson siempre exclama que las cosas no pueden estar más claras después de que Holmes le haya explicado los hechos. Pero nosotros, a diferencia de Watson, podemos aprender a ver las cosas con claridad desde el principio.

Las dos «emes»: mindfulness y motivación

No será fácil. Como Holmes nos recuerda, «a semejanza de otros oficios, la ciencia de la deducción y el análisis exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la perfección máxima de la que el arte deductivo es susceptible». Pero tampoco hay que desfallecer porque, en esencia, todo se reduce a una simple fórmula: pasar de un pensamiento regido por el sistema Watson a otro gobernado por el sistema Holmes

exige mindfulness y motivación (además de mucha práctica). Mindfulness en el sentido de la presencia constante, la atención centrada en el aquí y ahora, que tan esencial es para una verdadera observación del mundo. Motivación en el sentido de voluntad y dedicación.

Cuando nos ocurre algo tan habitual como buscar las llaves o las gafas y ver que las llevamos encima, la «culpa» es del sistema Watson: actuamos con el piloto automático sin ser conscientes de lo que hacemos. Por eso nos olvidamos de lo que estábamos realizando antes de que nos interrumpieran o nos hallamos en la cocina preguntándonos a qué habíamos ido. El sistema Holmes nos permite volver sobre nuestros pasos porque exige una atención que anula el piloto automático y nos hace recordar el dónde

y el porqué de lo que hacemos. No siempre estamos motivados o atentos, y la mayor parte de las veces no tiene importancia. Hacemos cosas maquinalmente para dedicar nuestros recursos a cosas más importantes que saber dónde dejamos las llaves.

Para desactivar ese piloto automático debemos estar motivados para pensar de una manera consciente y atenta, centrándonos en lo que surge en nuestra mente en lugar de dejarnos llevar. Para pensar como Sherlock Holmes debemos querer pensar como él. De hecho, la motivación es tan importante que los investigadores han lamentado en muchas ocasiones la dificultad de comparar con precisión el rendimiento en tareas cognitivas de participantes de edades muy distintas. Los adultos de más edad suelen estar mucho más motivados para rendir bien. Se esfuerzan más, se implican más, son más serios, están más presentes y se vuelcan más en la tarea. Y es que este rendimiento es muy importante para ellos porque quieren demostrar que sus facultades mentales no han menguado con la edad. No sucede lo mismo con los sujetos más jóvenes, para los que no existe un imperativo comparable. Siendo así, ¿cómo se pueden comparar con precisión los dos grupos? Aún no se ha hallado una solución a este problema en el estudio de la función cognitiva y la edad.

Pero no es ese el único ámbito donde la motivación tiene importancia. Las personas motivadas siempre rinden más. Los estudiantes motivados rinden mejor en algo en principio tan inmutable como las pruebas de cociente intelectual (CI): por término medio, la desviación típica de la mejora puede llegar a ser 0,064. Y no solo eso: la motivación predice un rendimiento académico mejor, menos condenas por delitos y mejores empleos. Los niños que presentan el llamado «furor por dominar» -un término acuñado por Ellen Winner para describir la motivación intrínseca de dominar la actuación en un ámbito dado- tienden a tener más éxito en cualquier campo, desde el arte hasta la ciencia. Si estamos motivados para aprender un idioma será más probable que lo consigamos. En general, aprendemos mejor algo nuevo si estamos motivados para ello. Hasta los recuerdos dependen de nuestro estado de motivación: recordamos mejor las cosas si estamos motivados en el momento de formar su recuerdo, fenómeno llamado «codificación motivada».

Y luego, claro, está la pieza final: práctica y más práctica. Debemos complementar la motivación consciente con una práctica intensísima, de miles de horas. No hay más alternativa. Pensemos en el llamado «conocimiento experto»: un experto en cualquier campo, desde el ajedrez hasta la investigación policial, tiene una memoria superior en ese campo. Holmes conoce al dedillo el mundo del delito. Un jugador de ajedrez suele tener en la cabeza las jugadas de centenares de partidas y puede acceder a ellas

al instante. Según el psicólogo K. Anders Ericsson, los expertos ven el mundo de una manera diferente dentro de su campo: ven cosas invisibles para el no iniciado, perciben de un vistazo lo que el ojo no entrenado pasa por alto, y ven los detalles como parte de un todo y saben al instante cuál es importante y cuál no.

En realidad, ni el mismísimo Holmes habría nacido con el sistema que lleva su nombre al mando. Podemos tener la seguridad de que en su mundo ficticio nació igual que nosotros, con Watson encargándose de

todo. Pero no quiso seguir así y enseñó a su sistemaWatson a actuar según las normas del sistema Holmes, imponiendo la reflexión donde antes había acción refleja.

La mayor parte de las veces actúa el sistema Watson, pero si somos conscientes de su poder podemos conseguir que no esté al mando con tanta frecuencia. Holmes ha convertido en un hábito la activación de su sistema Holmes. Ha ido entrenando poco a poco a su Watson interior, que juzga las cosas con rapidez, para que actúe como el Holmes que todos conocemos. Por pura fuerza de voluntad y de hábito ha conseguido que sus juicios instantáneos cedan ante una forma de pensar más reflexiva. Y al contar con esta base tan sólida solo tarda unos segundos en completar sus observaciones iniciales sobre Watson. Por eso Holmes lo llama intuición. Pero la intuición precisa que posee Holmes se basa necesariamente en horas y más horas de práctica. Puede que un experto no siempre sea consciente de que sus intuiciones surgen de algún hábito, sea visible o no. Lo que Holmes ha hecho es descomponer y clarificar el proceso de convertir lo «caliente» en «frío», lo reflejo en reflexivo. Es lo que Anders Ericsson llama «conocimiento experto»: la destreza que surge de la práctica intensa y prolongada, no de alguna forma de genio innato. No es que Holmes naciera para ser el detective asesor supremo. Sucede que ha practicado su forma de ver el mundo con plena conciencia y que, con el tiempo, ha perfeccionado su arte hasta llevarlo al nivel que lo ha hecho famoso.

Cuando el primer caso en el que han trabajado juntos llega a su conclusión, el doctor Watson elogia a su nuevo compañero por su logro: «Ha llevado [usted] la investigación detectivesca a un grado de exactitud científica que jamás volverá a ser visto en el mundo». ¿Qué elogio mejor que este? En las páginas que siguen, el lector aprenderá a hacer exactamente lo mismo con cada uno de sus pensamientos desde su aparición, como hizo Arthur Conan Doyle en su defensa de George Edalji o como hacía Joseph Bell al diagnosticar a sus pacientes.

Cuando Holmes inició sus aventuras la psicología aún se hallaba en su infancia y hoy estamos mucho mejor equipados de lo que él pudo soñar. Aprendamos a hacer un buen uso de este conocimiento.

CITAS

«Cómo demonios ha caído en la cuenta...», de Estudio en escarlata, capítulo 1: «Mr. Sherlock Holmes».

«Antes de poner sobre el tapete...», «Las innumerables cosas que a cualquiera le sería dado deducir...», «A semejanza de otros oficios, la ciencia de la deducción...», de Estudio en escarlata, capítulo 2: «La cienciade la deducción».