Amos Oz. Foto: A. Kisdebenek

Traducción: R. García Lozano. Siruela. 160 pp., 15'95 e.euros



Amos Oz (Jerusalén, 1939) despierta en este lector una profunda empatía, pues su conducta intelectual, guiada por una mezcla de pragmatismo y de arrojo personal, resulta inusual en un lugar del mundo donde el conflicto y la irracionalidad imponen con demasiada frecuencia las normas de la convivencia social. Sólo los valientes como él toman la palabra en lugar de las armas. Su voz posee la gravedad de la sabiduría, de alguien que escribe en la cuna de las religiones occidentales, y la sutilidad del narrador de ficción. Estos ocho relatos muestran la habilidad del dibujo detallista, hecho a plumilla, y la capacidad de despertar un eco emocional en el lector.



El cuento que da título a la colección es una obra maestra. Las emociones humanas, el orgullo personal, la rabia, la tristeza, el despecho, la fuerza de los recuerdos dolorosos, todo ello se da de alta en una simple historia. La hija de Nahum Asherov, el electricista del kibutz Yikhat, Edna, de diecisiete años, a punto de entrar en la universidad, se va a vivir con un hombre, David Dagan, de la misma edad que su padre. La pena, la vergüenza, los chismes, añaden peso al que siempre lleva encima tras la muerte de un hijo en las luchas contra los terroristas. Nahum siempre ha sido amigo de Sagan, desde la fundación de este kibutz inventado, aunque sus puntos de vista de cómo deben resolverse los asuntos administrativos hayan diferido. La reacción normal sería marchar enfadado a casa de Dagan, agarrar a Edna por la muñeca y obligarla a regresar a casa, o al menos, a la casa donde vivía con unas compañeras. En su lugar, Harem se pone el mejor traje y va a tomar café y a hablar a casa de Dagan. La tensión resulta enorme, pero Nahum busca un camino alternativo a la violencia, aunque resulte sumamente penoso: "De pronto el amor le pareció uno de tantos golpes que da la vida ante los que hay que agachar la cabeza y aguantar hasta que pase el dolor" (pág. 48).



A veces, el lector sentirá que los cuentos están escritos en blanco, como si fueran monocromáticos, porque el narrador extiende sobre el texto una especie de manto emocional neutro, sólo en apariencia. Por ejemplo, en "Un niño pequeño". En el kibutz los chavales duermen juntos en un gran dormitorio o guardería y no en casa con sus padres. Una tarde Roni Shindlin recoge, según costumbre, a su hijo de cinco años Yuval, y le lleva de paseo. El niño es muy sensible, infantil, y el comité de la infancia recomienda que se le eduque con mano dura. Su madre le trata con severidad, mientras el padre se lo come a besos a hurtadillas. Los chicos de la guardería abusan de Yuval, y el padre un día explota y, tras un incidente desagradable, golpea a varios compañeros del niño. Las aguas volverán a su cauce cuando la madre vuelva a ocuparse del niño, de disciplinarlo. El dolor del padre, la sensibilidad, se hereda, y la sociedad o el lado oscuro de la naturaleza humana sigue exigiendo sus víctimas, que el hombre siga siendo un lobo para sus semejantes.



"Por la noche" es otra pequeña obra maestra. A Yoav Carni, secretario del kibutz, le toca ser el vigilante nocturno por una semana. Le gustaba el aspecto activo de la vigilancia, tan distinta a la actividad de secretario del kibutz, y cuando comienza la ronda se encuentra con Nina, una belleza rubia y de ojos verdes que ocupó con frecuencia sus fantasías de joven, pero a la que nunca se atrevió a decir nada. Ella había elegido a su marido, un paracaidista, y ahora lo quería dejar, porque valía poco. Duda por un momento si consolar a Nina, abrazarla quizás, pero se sobrepone. En ese momento fue como si emitiese un grito que nunca se llegó a producir, así lo sintió por dentro, como una desgarradura.