Escena de una edición decimonónica de Orgullo y prejuicio

Todas las familias felices se parecen entre sí pero las familias de escritores cada una es infeliz a su manera. Jane Austen, Thomas Mann, Samuel Beckett, Jorge Luis Borges, los Panero, los Goytisolo, los Casariego... Ellos mismos nos dieron fe de los dramas y felicidades de sus relaciones filiales, de manera más o menos secreta, en sus obras. A propósito de la publicación de 'Nuevas maneras de matar a tu madre' (Lumen), de Colm Tóibín, nos sumergimos en las peripecias familiares de algunos de los mejores escritores contemporáneos

El parricidio literario es deporte olímpico en la historia de la literatura universal. Pero matar al padre o a la madre, ya fuera como metáfora o como terapia, sólo fue una más de las posibilidades. Lo cierto es que, la en ocasiones tensa relación del escritor con la familia, semillero de alegrías y tragedias, sólo se diferencia en una cosa de la de cualquier otro mortal: ellos nos lo han contado en sus libros de manera más abierta o elusiva. Lo último del novelista irlandés Colm Tóibín (Dublín, 1955) es una recopilación de artículos titulada precisamente Nuevas maneras de matar a tu madre (Lumen, 2013) y en sus páginas mira por la cerradura de los escenarios en los que se desenvolvieron las problemáticas y jugosas relaciones filiales de algunos de los más grandes escritores contemporáneos. "Una de las razones por los que me decidí por esta aventura es que los escritores, por su propia naturaleza, dejan mucha documentación -cartas, diarios, memorias, etc-, pero otra no menos importante es su elevado nivel de autoconciencia".



A medio camino entre el ensayo y la narración, Tóibín nos incita con el extraño fenómeno de la madre ausente en la literatura decimonónica inglesa, en la que abundan heroínas solitarias de familias desestructuradas y cobran crucial importancias las tías, con frecuencia manipuladoras. ¿A qué es debido? Para empezar, una elevada cifra de mujeres se moría en el parto, como las primeras esposas de los tres hermanos de Jane Austen (1775- 1817). Y de hecho, sus tres últimas novelas están protagonizadas por heroínas sin madre. Pero aunque no hubiera sido así, defiende el autor, lo cierto es que las madres estorbaban en una ficción de época que ensalzaba un inédito individualismo. Las novelas de Henry James comparten, por cierto, tan exótica atracción por las tías, cargadas, en su caso, de sexualidad, como en Retrato de una dama o Los embajadores.



Paternidad desnortada

Destacan por su dureza las páginas que el libro dedica a la desnortada paternidad de Thomas Mann (1875-1955), homosexual clandestino y padre de seis hijos a los que malcrió señalando sin rubor a sus preferidos delante del resto y en cuya familia brotaron relaciones incestuosas que le inspiraron para escribir cuentos como La sangre de los Walsung o novelas como José y sus hermanos. Dos de sus hijos, Klaus y Michael, se suicidarían, al igual, por cierto, que dos de sus hermanos. Colm Tóibín cita a Michael Maar, biógrafo de Mann, quien apunta que una corriente telúrica en toda su novelística, la visibilidad de la relación entre violencia y placer sexual, obedecería a que en su juventud, a mediados de la década de 1890, en Nápoles, Mann habría sido testigo o habría estado implicado en un crimen de naturaleza sexual. "Y que lo que hizo o presenció lo mutiló y, al mismo tiempo, le sirvió de estímulo y llegó a reflejarse en todo lo que escribió durante sesenta años".



El tortuoso matrimonio de John Cheever (1912-1982), que late en sus Diarios, o la profusa relación epistolar del poeta irlandés Y. B. Yeats (1865-1939) con su padre. La abundante correspondencia entre el progenitor y el hijo escritor, "de las mejores cartas que se han escrito", convierte su caso en el preferido de Tóibín: "Me encanta la historia de Yeats, cuyo padre comenzó a escribir cuando tenía más de setenta años y trató de ganar la aprobación de su hijo. He utilizado en el libro las cartas originales y son encantadoras". Y es que "no se puede generalizar. Algunas veces la madre es el problema, otras veces se trata del padre. Beckett, por ejemplo, lo quería". Samuel Beckett (1906-1989) amaba a su padre, un vago que no daba palo al agua, y esta lasitud del progenitor mutaría con los años en sentimiento de culpa en la conciencia del hijo dramaturgo y se erigiría en uno de los grandes temas de su obra. Nuevas maneras de matar a tu madre es una mina a cielo abierto en la que se suceden las vetas de oro, pero, también, las de carbón. Sorprende, por ejemplo, el gran número de parejas de hermanos escritores -Heinrich y Thomas Man, Henry y William James, Virginia Woolf y Vanessa Bell, W.B. y Jack Yeats- en cuya obra el padre es un plomo que debe saltar -y morir- para que sus personajes vuelen libres. Y qué decir de la maniática presencia de la familia del dramaturgo John Millington Synge (1871-1909) en sus letras. Ninguno de sus familiares acudió nunca a ver sus obras y no por casualidad: Synge incrustó "la totalidad de su vida personal en su obra dramática". Papeles íntegros de la famila, toda clase de cartas, los precisos momentos de su vida, desde sus paseos en bicicleta hasta sus costumbres, conversaciones, estornudos y resfriados... y los de los otros miembros de su familia. En total, 14 volúmenes y más de cuarto de millón de palabras.



El bibliófilo enmadrado

No aparecen en el libro de Tóibín Fitzgerald y Zelda, Ted Hughes y Sylvia Plath o Joan Didion. La visita guiada bien puede concluir con el perfecto ejemplo de bibliófilo enmadrado: Jorge Luis Borges. Pero cuidado, "con Borges siempre resulta peligroso deducir que el material biográfico inspiró el tono y el contenido de determinadas obras. Es muy posible que los libros que leyó tuvieran mayor importancia". Es sabido que su madre ejerció de lectora y secretaria del temprano ciego Borges hasta pasados los 90 pero quizás no tanto que a los 45 años el escritor todavía pedía permiso telefónico a su madre para irse a un hotel con su amiga Estela Canto, como esta última se encargó de relatar en sus memorias. "Las relaciones profundamente infelices y condenadas al fracaso de Borges con varias mujeres fueron fundamentales en su obra".



Hablando en castellano

¿Y los otros autores contemporáneos en lengua castellana? Bien conocida es la epopeya familiar que el director Jaime Chávarri desnudó en toda su crudeza en El desencanto (1976), en torno a la familia del poeta falangista Leopoldo Panero. Allí comparecían ante la cámara su viuda, Felicidad Blanc, y sus tres hijos, Juan Luis, Leopoldo María, y Michi, en una exégesis de la crueldad filial atravesada de violencia, alcoholismo, locura y cárcel. El mayor de los hermanos, Juan Luis Panero (Madrid, 1942), ha detestado siempre hablar de una película que le "aburre". "Y aún más su segunda parte", Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994).



Convulsa y desperdigada en sus libros se espiga la historia familiar de los hermanos Goytisolo, el poeta José Agustín y los novelistas Juan y Luis, tres de nuestros grandes escritores, y con un trágico origen común a su generación: la guerra civil española. Corría marzo de 1938 cuando la Aviación Legionaria italiana bombardeaba Barcelona causando más de 1.000 muertos y 2.000 heridos. Una de aquellas bombas acababa con la vida de Julia Gay, madre de los Goytisolo. En la casa familiar el padre prohibió usar la palabra "madre". La herida sangraría durante toda la vida en los versos de José Agustín Goytisolo (Barcelona, 1928-1999), los de El retorno, premio Adonais 1953: "Pero tu nombre sigue aquí, / Tu ausencia y tu recuerdo / Siguen aquí. / ¡Aquí! / Donde tú no estarías / si una hermosa mañana, con música de flores, / los dioses no te hubieran olvidado".



Luis Goytisolo cuenta que su novela Las afueras fue, "al parecer, la primera que mi padre leyó en su vida. Lo suyo era la ciencia. Me dijo que tenía gran perspicacia en la captación de la realidad. Los ambientes familiares que figuran en mis novelas no son autobiográficos aunque puedan parecerlo. Los factores inconscientes escapan, por definición, a nuestra conciencia. Los rasgos propiamente biográficos están recogidos en Cosas que pasan (Siruela, 2011)".



Reinvenciones

Rasgos biográficos, querellas familiares que mechan la literatura de algunos de nuestros mejores y ya fallecidos escritores. La inagotable reinvención de vida e identidad que recorren la obra de Francisco Umbral (1932-2007) o Eduardo Haro Tecglen (1924-2005) y que ha constituido una dura prueba para sus biógrafos. El primero, quien ya al final de su vida se definía como "un hombre amortajado en tinta", había cincelado su pasado a base de pluma en novelas como Balada de gamberros (1965), Retrato de un joven malvado (1973) o Madrid 1940, sin olvidar esa incontestable oda al hijo muerto que se llama Mortal y rosa (1975). El segundo reconstruyó en libros como El niño republicano (1996) una autobiografía literaturizada que prescindía de la etapa de adhesiones falangistas de su autor y dónde espantaba la frialdad con que relataba la muerte de tres de sus hijos.



O la doble vida del poeta Jaime Gil de Biedma (1929-1990), elegante gerente de la Compañía de Tabacos de Filipinas de día y nocturno buscador de chaperos, tensión que prende y estalla en sus poemarios. Ejemplo de apuesta imaginativa de estas vueltas de tuerca biográficas, en este caso entroncadas en el corazón de la propia esencia de la narrativa, lo dio Carmen Martín Gaite (1925-2000) en El cuento de nunca acabar (1983). O en ese prólogo a Una pena en observación (Anagrama), de C. S. Lewis, donde revive con crudeza el daño por la muerte de su hija a causa de una sobredosis.



Otra gran familia literaria de nuestras letras lleva el apellido Casariego y sobre su historia se cierne la oscuridad. Pedro, Martín y Nicolás fueron tres de los hijos del pintor y arquitecto asturiano Pedro Casariego Hernández-Vaquero y los tres aplicaron sus carreras a la escritura. El 8 de enero de 1993, el poeta Pedro Casariego (Madrid, 1955) se arrojaba a un tren en la estación de Aravaca. Su hermano Martín Casariego (Madrid, 1962) dice que en general, él nunca ha escrito directamente sobre su familia, "aunque todos ellos están presentes, y mis libros están llenos de alusiones más o menos secretas. Pero hay una excepción: La primavera corta, el largo invierno (Espasa, 1999). Es una especie de homenaje humano y literario a la figura de mi hermano Pedro. Yo empecé a imaginar esa novela cuando él aún vivía, y la escribí cuando ya había muerto. Todo tiene que ver con él, pero sólo un 10% es "real", y el resto está transformado, imaginado o interpretado. Así que, más que vencer el pudor, lo que más me costó fue encontrar la voz adecuada". Creo que a mis hermanos La primavera... les gustó".



A la llamada a reflejar en el papel el trasunto biográfico, la fotografía con sus blancos y negros de la propia vida familiar, ¿qué es lo más difícil? ¿hallar la voz justa? ¿vencer al pudor? ¿prescindir de lo que pensarán los que se reconozcan en sus páginas? ¿ninguna de las anteriores? "Carezco de "pudor", responde Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942), cuyo Familias como la mía (Tusquets, 2013) Ignacio Echevarría ha calificado de "modelo de autoficción".



Sin ningún miramiento

"Es más", prosigue Ferrer Lerín, "me reconozco como exhibicionista, aunque es necesaria una precisión: para mí la familia literaria es siempre la familia anterior, la conformada por abuelos, padres, tíos y primos; la familia actual, cónyuge e hijos, se encuadra en la cotidianidad y en el cariño, elementos ajenos a mi escritura. Trato a los personajes reconocibles sin ningún miramiento; la experiencia me dice que tan grande es el placer que les causa aparecer que disculpan y casi agradecen la difusión de sus vicios y calamidades".



"Faulkner decía que no es escritor quien no está dispuesto a vender a su madre en letras de molde". Al habla Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) con mucho papel a sus espaldas cargado de referencias familiares, como la del padre asesinado en la guerra en Esos días azules (Planeta, 2011) o en el que relata su reciente paternidad, Pacto de sangre (Temas de hoy, 2013). Y continúa: "O como mínimo, no es escritor quien no esté dispuesto a aguardar a que su madre fallezca para largar velas a todo trapo. Imposible no pensar en lo que pensarán los familiares que te lean. Pero eso es una cosa y otra tenerlo en consideración. Si cuando escribes no te pones elmundo por montera, no eres torero, sino mozo de estoques. En Pacto de sangre ironizo sobre la triste evidencia de que los parientes no nos leen ni siquiera cuando hablamos de ellos".



Traiciones de la memoria

Al padre del Héctor Abad Faciolince ( Antioquía, Colombia, 1958) sicarios paramilitares lo balearon en Medellín. Veinte años tardó en exorcizar la tragedia familiar en el libro El olvido que seremos (Seix Barral, 2007). Su experiencia en estas lides ha sido doble: "Escribí una novela sobre mi familia de sangre, y en particular sobre mi padre, que se llama El olvido que seremos, y en la que no hay ficción, o la única ficción que puede haber consiste solamente en las traiciones de la memoria. Esta novela, aunque narra aspectos absolutamente íntimos, fue recibida con alegría por mi familia, que me ayudó, literalmente, a terminarla. Pero escribí también otra novela, mucho más salpicada de ficción, sobre mi familia política, que se llama Antepasados futuros, y mi familia política se puso en pie de lucha para que no la publicara. Y reposa en un baúl. Un escritor no tiene solo el problema grave de poder ser muy mal escritor, sino que tiene también el problema aun más grave de no querer ser mala persona".



Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968), escritor y nieto de otro gran escritor, Gonzalo Torrente Ballester, e hijo del pintor Juan Giralt, ganó en 2011 el premio Nacional de Narrativa con Tiempo de vida (Anagrama, 2010), la historia íntima de la relación con su progenitor, recién fallecido, que abría así: "El mismo año en que mi padre enfermó publiqué una novela en la que lo mataba". Pero ya en dos ficciones anteriores, París y Los seres queridos, asomaba la sospecha de una fuerte carga autobiográfica. Aunque él niega la mayor: "Cuando publiqué mi primera novela, París, que no era autobiográfica en absoluto, como tenía un tono confesional muchísima gente la tomó por tal. Llegó a agobiarme. Creo que eso me ayudó a afrontar años después un relato como Tiempo de vida. Me dije que si había lectores que creía que eran mías vidas que en realidad no lo eran, no tenía demasiada importancia enseñar la mía de verdad".



Una de los retratos más desoladores de la moderna desintegración de los nucleos familiares es la recién aparecida novela Hijos y padres (Funambulista, 2013), de Félix Teira (Belchite, Zaragoza, 1954). Familias rotas, adolescentes desamparados, codicia, enfermedad. Teira admite que "escribir, de alguna manera, es desnudarte. Narrar la situación que te produjo un estremecimiento cobra fuerza cuando el escritor la ha experimentado. Sin embargo, los sentimientos propios los pones en la boca o en la piel de un personaje. Cuando coges la pluma hay que hacerlo sin condicionamientos. Al final siempre puedes echar balones fuera".