Dionisio Ridruejo

RBA. Barcelona, 2013. 565 páginas. 24 euros



En febrero de 1956, tras unos enfrentamientos en la Universidad de Madrid, fueron detenidos varios estudiantes, algunos de los cuales llevaban el apellido de personajes ilustres afines al régimen: un Sánchez Mazas, un Pradera. Así es que cundo el funcionario de la cárcel de Carabanchel que anotaba sus nombres se encontró con el de Dionisio Ridruejo, le comentó sonriendo: "Yo traté bastante a su padre...". Pensaba en el gran orador y poeta falangista, jefe de Propaganda y miembro de la Junta Política de Falange. Ridruejo, divertido, le sacó de su error: "Heme aquí; soy el mismo...". La confusión del funcionario era sin embargo comprensible: el detenido había llegado a la cúspide del régimen a la temprana edad de veinticinco años y ahora, en la cuarentena, parecía relativamente joven, pero sobre todo era difícil imaginar que a quien hubiera podido gozar de todos los privilegios como destacado miembro de la vieja guardia falangista, se le hubiera ocurrido pasarse al bando de los vencidos cuando el régimen estaba plenamente asentado.



Los vencidos, sin embargo, no habían olvidado su pasado. En la famosa reunión de Munich de 1962, el primer gran encuentro entre los demócratas de ambos bandos, el líder socialista Rodolfo Llopis comentó lo difícil que le iba a resultar dar la mano a aquel hombre que tenía las manos manchadas de sangre. Literalmente no era así, que se sepa, pero es cierto que en diciembre de 1936 asumió la jefatura de la Falange de Valladolid, que en meses anteriores había protagonizada una represión sangrienta, aunque para entonces eran ya las autoridades militares las que dictaban las ejecuciones. Quizá no esté de más recordar que Santiago Carrillo, tres años más joven que Ridruejo, era en aquellas fechas consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid. Lo cierto es que Llopis le estrechó la mano y llegó a respetarle. Durante unos años el desconcertante trío integrado por Llopis, un socialista radical que había virado hacia la moderación, Gil Robles, convertido en el democristiano que no había sido en los años treinta, y el ex falangista Ridruejo, ahora demócrata, se esforzó en vano en preparar la transición a la democracia, que se terminaría produciendo, ya sin su concurso, veinte años después.



Amigo y admirador ferviente de José Antonio Primo de Rivera, poeta de talento, creyente en la revolución fascista, colaborador estrecho de Ramón Serrano Suñer, joven jerarca que dejó sus cargos para combatir como soldado raso en la División Azul, disidente temprano e infatigable impulsor de un acuerdo entre la oposición que facilitara el tránsito pacífico a la democracia, hombre en definitiva valiente, honesto y luchador, Ridruejo es el personaje ideal para un biógrafo y ya ha tenido varios. A las obras de Francisco Morente (Dionisio Ridruejo, del fascismo al antifranquismo, Síntesis, 2006) y Jordi Gracia (La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, Anagrama, 2008), se une ahora este Dionisio Ridruejo de Manuel Penella, que fue su secretario y ha ordenado su archivo personal, depositado en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca.



No es ésta la ocasión para un análisis comparativo de estas tres biografías, por lo que me limitaré a decir que la de Penella es excelente. Su pulso narrativo es magnífico y basta leer la evocación de la infancia de su protagonista en el Burgo de Osma, donde el siglo XX parecía no haber llegado todavía, para comprender que se trata de un libro que no se podrá dejar hasta la última página. Y su habilidad para entretejer la biografía de Ridruejo con la historia de España es más que notable. Quizá caiga un tanto en la hoy frecuente idealización de la Segunda República, pues me temo que la denuncia de los excesos izquierdistas que en la primavera de 1936 realizaron Gil Robles y Calvo Sotelo estaba más cerca de la verdad de lo que Penella parece creer. Pero no cabe duda de que es un gran conocedor de la historia de Falange, de la derecha española de los años treinta, del régimen de Franco y de la oposición moderada al mismo. En particular sabe mostrar cómo las raíces de la derecha autoritaria española y del régimen de Franco se hallan en el integrismo católico, de manera que las diferencias entre las Juventudes de la CEDA y Falange no excluían un fondo común que facilitó el trasvase masivo de las primeras a la segunda a partir de la primavera de 1936.



Fue en el internado de los jesuitas de Valladolid, en el que estudiaron también Onésimo Redondo y José Antonio Girón, donde el adolescente Ridruejo aprendió que el liberalismo, la democracia y el socialismo eran los maléficos productos de una conspiración judía internacional. Aunque siguió siendo cristiano hasta el final, no se sintió sin embargo atraído por la derecha católica tradicional y, tras una breve etapa de simpatías republicanas que finalizó con la quema de conventos de 1931, se sintió fascinado por la personalidad carismática de José Antonio Primo de Rivera, quien era sin duda mucho más que un matón fascista, aunque ello no le exima de haber impulsado la violencia de Falange. Ridruejo creyó que el fascismo, a diferencia de la derecha tradicional, podría conducir no sólo a la grandeza de la patria sino a la justicia social. No vale la pena discutir si ese era el fascismo genuino, porque el camaleónico Mussolini no sólo era capaz de decir una cosa y luego la contraria, sino que se jactaba de que ello probaba la superioridad del dinamismo fascista sobre las anquilosadas ideologías anteriores. La de Ridruejo era sin embargo una lectura posible del fascismo, sobre todo si no se conocía demasiado la realidad italiana, pero acabada la guerra civil no tardó en comprender que el régimen de Franco no iba en esa dirección. Su entusiasmo fascista, el deseo de llevar su compromiso hasta el final y su hoy incomprensible admiración por Hitler le llevaron a la División Azul, donde demostró su heroísmo, bien es verdad que en las siniestras circunstancias de contribuir al asedio nazi de Leningrado, que causó innumerables víctimas por hambre.



Sus anotaciones de entonces muestran sin embargo su sensibilidad humana: antisemita convencido no dejó de sentir empatía hacia los judíos perseguidos: "ante estos pobres, temblorosos seres concretos, se hunde la razón de toda teoría". Sus convicciones fascistas no sufrieron por ello y fueron ellas las que, de regreso a España, le llevaron a romper con el régimen. Ello le valió varios años de confinamiento, no muy duros en verdad, porque Franco, feroz con los del bando opuesto, tenía cierta condescendencia con los del bando propio. Hay que admirar el estoicismo con que Ridruejo soportó durante años las persecuciones del régimen, pero hay que añadir que el trato que sufrió no llegó ni de lejos al que padecieron, no ya un Grimau, sino un Camacho. Como Moisés, Dionisio Ridruejo no llegó a la tierra prometida, no conoció la democracia por la que luchó durante los últimos años de su vida.



Murió unos meses antes que el dictador, cuya voluntad de anestesiar a los españoles denunció en unos versos brutales y certeros, al calificarle de "cebador de capones y capador de conciencias".