Tabla flamenca, © Jean Cocteau, VEGAP, Almeria, 2012

"Soy la mentira que dice siempre la verdad". Así se definió Jean Cocteau, pintor, cineasta, escritor, y artista en todas sus facetas. La editorial Confluencias rescata su diario, 'El cordón umbilical', un retrato inédito de España, escrito en Marbella en 1961, dos años antes de su muerte. El autor reflexiona sobre España y el flamenco, al que define como la anti-cursilería, en la que el bailarín parece "escupir flamas por la boca y apagarlas con las manos sobre el cuerpo y con los pies sobre el tablado". Pero también hace un ejercicio de introsprección. Cocteau se desnuda, plasma su miedo a convertirse en un tabú, anulado por esa corriente que ni entendía ni quería entender sus propuestas. Picasso, Unamuno y Édith Piaf se pasean por las páginas de esta edición, ilustrada con fotografías y dibujos del propio artista.



A continuación se pueden leer las primeras páginas de 'El cordón umbilical'.




Escribo estas notas en Marbella, en la costa andaluza. En España lo excepcional es algo común. El pueblo es un gran poeta que se ignora y, entre los gitanos, la elegancia regia se expresa mediante una danza cuyas raíces proceden de los hierofantes de Menfis y de los bajorrelieves de los templos hindúes, la pereza (napolitana) a través del asco a embetunar las botas e ir a vender las telas que les pasan los contrabandistas. Añádase el desprecio de los turistas que dan palmas a tontas y a locas y confunden su pataleo salvaje con el claqué.



Para estigmatizar la falta de elegancia, los españoles utilizan un término intraducible, porque es el apellido de una familia de Cádiz del siglo dieciocho, familia cuya mujer e hijas no hubieran podido adoptar como divisa la famosa respuesta de Brummel: «No podría ser elegante, puesto que se ha fijado en mí». Cursi es el apelativo, en un país cuyas familias consideraban el trabajo como una vergüenza.



Mi única objeción a la admirable crítica que Unamuno hace a Don Quijote nos reconduce a nuestra tesis. Si Cervantes hubiese santificado al personaje del que podría haber pensado: «Don Quijote soy yo», hubiera dado prueba de una inadmisible suficiencia en un país en el que los estudiantes de Salamanca llevaban collar de oro y ropas andrajosas con el fin de mostrar que, a pesar de su riqueza, despreciaban el lujo ostentoso. Quizá, y sin saberlo, Unamuno descubrió lo que por pudor Cervantes disimulaba bajo la comicidad, en una época en la que un duque y una duquesa no podían ser odiosos, y en la que la santidad solo podía ser un privilegio de la Iglesia.



Esta anti-cursilería se llama flamenco, término que viene de la orgullosa altivez de los soldados de Carlos V cuando regresaban de Flandes. ¡Qué flamenco! exclamaban los españoles, maravillados con su apostura y su forma de envolverse con la capa y de ponerse el fieltro. Me gustaría también ver la influencia de la palabra flama, porque el bailarín parece escupirlas por la boca y apagarlas con las manos sobre el cuerpo y con los pies sobre el tablado.



Poco que ver con el baile de Carmen en la taberna de Lilas Pastia. Sin embargo, aunque ni Mérimée ni Bizet puedan decir «Carmen soy yo», España sí puede, porque adopta la obra de Bizet hasta el punto de que numerosos españoles emplean el término toreador por exigencias del ritmo musical, legítimo además puesto que el torero se transforma en un matador en el momento de matar y que se llama rejoneador al torero a caballo.



Tiendo a perder el hilo y a alejarme por los márgenes de la pista. Siempre fui un mal alumno, nulo en la construcción de un discurso. Recuerdo lo que sufrí cuando, a toda costa, tuve que agradecer a la Academia francesa que admitiera a un mal alumno en su ilustre compañía. En Bélgica fue más sencillo, pues se trataba de hacer novillos y de sentirme honrado con ocupar el sillón de Colette. En esta ocasión, sin embargo, me hallo de nuevo frente a los quien, que, qué, cuyo y al obstáculo de las rimas internas que hacen que la prosa me resulte tan difícil. Cada mañana y cada noche los encantos de un lugar andaluz me aconsejan ser perezoso y tomar lo que los demás llaman vacaciones, tras el duro desciframiento del Réquiem, larga saga escrita con tinta ilegible, hace tres años, en Cap Ferrat, mientras aguardaba, tumbado de espaldas, a que mis glóbulos rojos se recuperasen. El imán de la página en blanco es ¡ay! más imperioso que el de los libros policiacos o el del mar. Trato de explicar lo inexplicable y de no escuchar la risa burlona de aquel sin cuya ayuda solo puedo ser una materia inutilizable de mí mismo.



Mientras tanto, las criaturas de mis libros, obras y películas viajan e intrigan, tanto como yo, a jóvenes e imprudentes lectores que les han dejado instalarse cómodamente en su espíritu, a la búsqueda de compañeros menos palurdos que los del colegio o el cuartel. Las cartas que recibo demuestran la desenvoltura con la que se imponen y, para mi gran sorpresa, compruebo que la exigencias del ritmo musical, legítimo además puesto que el torero se transforma en un matador en el momento de matar y que se llama rejoneador al torero a caballo.



Tiendo a perder el hilo y a alejarme por los márgenes de la pista. Siempre fui un mal alumno, nulo en la construcción de un discurso. Recuerdo lo que sufrí cuando, a toda costa, tuve que agradecer a la Academia francesa que admitiera a un mal alumno en su ilustre compañía. En Bélgica fue más sencillo, pues se trataba de hacer novillos y de sentirme honrado con ocupar el sillón de Colette. En esta ocasión, sin embargo, me hallo de nuevo frente a los quien, que, qué, cuyo y al obstáculo de las rimas internas que hacen que la prosa me resulte tan difícil. Cada mañana y cada noche los encantos de un lugar andaluz me aconsejan ser perezoso y tomar lo que los demás llaman vacaciones, tras el duro desciframiento del Réquiem, larga saga escrita con tinta ilegible, hace tres años, en Cap Ferrat, mientras aguardaba, tumbado de espaldas, a que mis glóbulos rojos se recuperasen. El imán de la página en blanco es ¡ay! más imperioso que el de los libros policiacos o el del mar. Trato de explicar lo inexplicable y de no escuchar la risa burlona de aquel sin cuya ayuda solo puedo ser una materia inutilizable de mí mismo.



Mientras tanto, las criaturas de mis libros, obras y películas viajan e intrigan, tanto como yo, a jóvenes e imprudentes lectores que les han dejado instalarse cómodamente en su espíritu, a la búsqueda de compañeros menos palurdos que los del colegio o el cuartel. Las cartas que recibo demuestran la desenvoltura con la que se imponen y, para mi gran sorpresa, compruebo que la utilizan con esos jóvenes lectores tal y como hicieron los innumerables jugadores y fulleros que no supe echar de casa. Sin que me percatase, es posible que esta compañía fascinante y desenvuelta se haya introducido en mi obra y que no solo algunos de mis héroes sean su reflejo. Hay que sumarle, además, que me ha zurrado la badana con la tarea desmoralizadora en la que es experta.



Es otra prueba de que la obra de quien se ata más a los demás que a sí mismo se impregna menos de su alma que de los encuentros y de las comparsas que le han moldeado con la ducha escocesa de las caricias y los golpes.



De todos mis personajes, los Niños Terribles son los que más influencia ejercieron y, a tenor de las cartas que recibo, siguen ejerciendo sobre la juventud. Dado que el aire de sus habitaciones es sofocante para los que no son de una pureza total e irresponsables de su excentricidad, sofocante también para las personas mayores en que Paul y Elisabeth estaban condenados a no poder convertirse, supongo que solo actúan sobre las imaginaciones de una manera superficial y no presentan los peligros de los que me acusan.



La película basada en la novela sirvió de pretexto a los intentos de destrucción entonces de moda. No obstante, los libros azarosos nada tienen que ver con los valores que preconizan nuestros jueces. Llegan lejos por otros caminos y la película, de una exactitud rigurosa, ilustró la obra para los que saben mirar y leer. Un crítico me reprochó que «matara niños con descaro». Le repliqué que era preferible matar niños en el plano de las ideas que matarlos de carne y hueso, tal y como hizo con un artículo en el que destrozaba a mis jóvenes intérpretes, tan parecidos a mi sueño que esa matanza asesinaba, a la vez, a los niños del libro y a los de la realidad. Nicole Sthéphane y Edouard Dermit se amoldaban a mis personajes hasta tal punto que se confundían con los dibujos que hice al margen de mi libro mucho antes de su nacimiento. No era esa la opinión de nuestros jueces que, por supuesto, saben mucho más que nosotros.



Desde hace mucho tiempo, esos señores me tratan de acróbata y de tramposo. Encantadora forma de interpretar los precipicios que atravieso sobre una cuerda y sin el menor balancín. Quizá me hubieran hecho repudiar la escritura de no haber sido por ese considerable público en la sombra que no pretende tener una opinión siguiendo la de los demás. Dejémoslo. Apenas acostumbro a quejarme y este ataque, perpetuo y sistemático, me ha acorazado y convertido en un encajador de primera categoría. Incluso creo que mi método de quien pierde, gana me hace temer que pueda convertirme en un tabú. Un tabú solo puede estar recubierto por una peligrosa capa de alabanzas. Por el contrario, no ser tabú permite que nos descubran un día y el linchamiento puede acabar en estatua. Por lo demás, esa estatua esculpida con las piedras que nos lanzan es poco deseable, pues es mejor considerar los homenajes como la prueba de una invisibilidad relativa, errores cometidos contra la auténtica elegancia que consiste en pasar desapercibido y seguir siendo un fantasma, la forma más segura, después de todo, de atormentar a ciertas almas.



Por su parte, nuestros personajes evitan el apaleamiento. Nos abandonan cuando lo ven venir y, de la misma manera que nos disfraza la fuerza oscura que nos utiliza para ser vapuleados en su lugar, así también las criaturas que nos sugiere imitan su prudencia y se mitifican, mientras que nosotros somos mistificados.



Así es, porque este papel de nuestros personajes es el objeto de nuestro discurso. Con frecuencia, consuela de la soledad en la que nos dejan y del desconocimiento que tenemos de su destino. El paternalismo de un autor evoca el de los animales y ese desapego respecto a su progenitura que se reafirma hasta en los encuentros incestuosos. Mis niños y mis niñas corren por el mundo y proliferan en esos curiosos esponsales que no siempre llegamos a conocer, porque un profundo pudor impide a nuestro auténtico público identificarse ante nosotros y solo los azares nos revelan tardíamente los nacimientos resultantes de esas bodas lejanas.



Un día, al atravesar el puente de Samois, donde me alojaba en un hotel ribereño, vi pasar por el Marne un cortejo de hermosas gabarras. Todas llevaban el nombre de una de mis obras de teatro o de uno de mis libros. Nunca intenté saber de dónde procedía esa sorpresa, y numerosas son las circunstancias que me enseñaron, de improviso, los matrimonios de amor de mis hijos espirituales.