Etgar Keret



Vivir en Israel es vivir en el epicentro de la tensión. Un pequeño país rodeado por otros que lo quieren borrar del mapa y cuyos habitantes arrastran la memoria dramática del holocausto. Es difícil escribir allí sin ponerse serio. Pero Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) se lo ha propuesto y lo está consiguiendo, para júbilo de los adolescentes israelíes, que le siguen en masa. Sus relatos (y sus cómic, y sus películas, y su novela; estamos ante un narrador con distintos pulsos creativos) entreveran el humor negro, el absurdo y la ironía. Es otra manera de reflejar una realidad tan cargada de violencia, prejuicios y odios perpetuos.



"A mí me gusta decir que mis historias transcurren en ese periodo que va entre que te levantas y te desperezas, maldices tu suerte por tener que ir a trabajar, te das una ducha, te pones el café sobre la mesa y abres los periódicos", explica a El Cultural Keret, de visita por España para dar impulso con su presencia a su último libro publicado aquí: la colección de relatos De repente llaman a la puerta (Siruela). "Es en ese momento, cuando un israelí empieza a leer los titulares y ver las fotografías, cuando se da cuenta de nuevo que vive en un lugar duro". Lo que deja claro la obra de Keret, en cualquier caso, es que sus compatriotas no están las 24 horas del día obsesionados por el conflicto histórico con Palestina. "Yo lo pongo siempre de fondo. Delante están los personajes con su enredos íntimos". Amores, desamores; el sexo que funciona y el que no fluye; las relaciones paternofiliares y sus infinitos ángulos; las vocaciones vitales (como la escritura) que cuajan o no... Esas cosas.



En el caso de Keret su deseo de escribir no encontró un faro hasta que se topó con Kafka. "De joven, en la escuela, leíamos a los autores tradicionales israelíes. En ellos siempre se da un tono profético. Hablan desde una especie de altura moral y de sabiduría respecto al lector. Es algo muy de la cultura hebrea, que viene de los textos sagrados. Pero yo no sentía que tuviera esa autoridad y por tanto creía que no era un tipo válido para la literatura". El autor de Pizzería Kamikaze y La chica sobre la nevera se refiere (así lo reconoce explícitamente) a escritores como Amos Oz y David Grossman. Él habita lejos de su solemnidad. Bajito, medio despeinado, informalmente vestido (camiseta negra de manga larga y vaqueros) y sonriente la mayor parte del tiempo. Hay algo en él que recuerda a otro judío de renombre: Woody Allen. Aunque Keret no parece tomarse a sí mismo tan en serio.



Resulta llamativa y a la vez aleccionadora la incapacidad para la trascendencia de Keret. En su pasado familiar están grabado a fuego el trauma del Holocausto. Sus padres son de origen polaco y sobrevivieron a la locura asesina de los nazis. Por Alemania, claro, no siente una especial simpatía. De esa circunstancia, curiosamente, le viene su pasión por el Barcelona. En la final del mundial del 74, disputada por Alemania y Holanda, en su casa estaban todos estaban con la Naranja Mecánica, comandada por el talentoso Cruyff. Aunque perdieron, Keret se encaprichó del jugador holandés y se hizo entonces seguidor del Barça. Ha gozado las últimas temporadas lo infinito con su equipo. Y hoy, justo antes de empezar la entrevista, le han llamado de la embajada israelí para confirmarle que tiene ya un hueco en el Bernabéu para ver la ida de la semifinal de Copa entre Real Madrid y Barcelona. Regresa con la ilusión de un niño brillándole en los ojos, pero también una preocupación: "Voy a ir con el embajador y no tengo nada decente que ponerme". Otra anécdota que podrá convertir en un relato.



Aunque anécdotas y experiencias paradójicas no le faltan a Keret precisamente. Toda la conversación la salpimenta con ellas. Y son bien ilustrativas de la contradictoria cotidianidad en que se halla inmerso. Su propia familia es la fuente más rica en este terreno: "Mi padre es más bien un hombre de derechas. Luchó en el Irgun para expulsar a los británicos de Palestina. Él se ocupaba de comprar armas a la mafia italiana. Tengo un hermano que es un anarquista, activista en iniciativas como la legalización de la marihuana. Otra hermana es una ultraortodoxa, colona en su día". A pesar de esas diferencias, tan marcadas, la sangre nunca llega al río cuando se reúnen en la misma mesa. "Yo [Keret se define como un liberal de izquierdas] intento comprenderles a todos. Siempre he hecho ese esfuerzo, incluso antes de que fuera escritor. Incluso cuando alguien me está gritando histérico intento comprender sus razones. Lo que no significa que las comparta".



Su mujer también tiene lo suyo: "Un día vio entrar a un árabe en un café con una gabardina. Parecía que llevaba un bulto. Se tiró corriendo bajo la mesa. Cuando se quitó el abrigo, simplemente vimos que era un árabe gordo. Me sentí muy avergonzado. Luego ella me pidió que fuera a pedirle disculpas. Le expliqué que ella había tenido un mal día, que estaba muy nerviosa... Me contestó que entonces lo suyo no era grave, que el problema lo tenía él, que sería un árabe gordo todo el invierno". Si simplificamos el análisis, podríamos pensar que su mujer tiene una fobia hacia los palestinos. Pero nada más lejos de la realidad: "Ella va con un grupo de mujeres a los controles fronterizos para vigilar que los policías no maltraten a los palestinos que entran en Israel".



Ese enredo ("Israel es como el programa Gran Hermano, gente muy distinta obligada a convivir en un pequeño espacio") es el que inspira a Keret. Un escritor con él mérito de quitarle hierro al enfrentamiento más enconado de la historia de la humanidad, que muchos utilizan como excusa para lanzar guerras santas. Keret es un eficaz antídoto para desactivar sus solemnes mensajes de histeria.