Bruce Chatwin

'Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin' (Sexto piso) es el resultado del trabajo de recopilación llevado a cabo por el biógrafo del escritor, Nicholas Shakespeare, y su viuda, Elizabeth Chatwin. Bruce Charwin, uno de los escritores más enigmáticos del siglo XX y autor de 'En la Patagonia', mantuvo correspondencia con Susan Sontag, Paul Theroux y Graham C. Greene, entre otros. Sus cartas, escritas en los lugares más dispares y a lo largo de toda su vida, desde su infancia hasta sus últimos años, consumidos por el sida, revelan con honestidad el carácter de este apasionado de la vida.



A continuación se reproduce el prólogo, escrito por Elizabeth Chatwin, y una de sus cartas de juventud.





Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin



Bruce y yo nos conocimos a finales de 1961 en Sotheby's, cuando llegué para trabajar allí un par de años. Era la primera mujer estadounidense que la casa de subastas había contratado en Londres y, como es natural, desperté mucha curiosidad.



Poco después Bruce recibió por primera vez el encargo de ir a Nueva York, para estudiar varias colecciones de cuadros cuya venta se estaba considerando. Allí todo le fascinó, sobre todo el opulento y glamouroso grupo de los blancos, anglosajones y protestantes que llevaban toda la vida en la ciudad, entre los cuales causó una gran impresión. Después de ese viaje (del que volvió con una enorme chaqueta de lana a cuadros, con un sombrero a juego, como las que se pone la gente en el campo para trabajar) empecé a parecerle más interesante.



A lo largo de los años siguientes pasamos muchos fines de semana en las montañas Negras, paseamos por las colinas de Malvern con su padre y, un verano, estuvimos a punto de tener una cita en Libia. Nos casamos en 1965.



Sus cartas y postales de esa época no han llegado hasta nosotros, pero conseguí guardar casi todas las posteriores. Me produce una gran emoción que se vaya a publicar una selección de su correspondencia. No hay escritura más inmediata que la que encontramos en las cartas. Su madre conservó las misivas que él le mandaba todas las semanas desde la escuela secundaria, en las que ya se aprecia cuántas cosas le interesaban y le entusiasmaban.



Es fascinante ver cómo el niño se va convirtiendo, poco a poco, en historiador del arte de Sotheby's. Siempre se le dio bien narrar historias, y acabó dedicándose profesionalmente a ello. En Sotheby's, Bruce desempeñó el cargo de perito en los departamentos de arte impresionista y moderno (excluyendo el británico), y en el de antigüedades. Esto último implicaba evaluar objetos de la India, del antiguo Oriente Próximo, de Europa y la América indígena, del Pacífico y de África, del mundo entero, lo que le obligaba a realizar infinitas consultas en el British Museum y en el Musée de L'Homme de París. Empezó a inquietarle cada vez más el tipo de piezas arqueológicas que le ofrecían para su posible venta, algunas de las cuales habían sido robadas en yacimientos desconocidos, y también le molestaban las falsificaciones. Comenzó a lamentar, por otro lado, que en Sotheby's le hubieran convencido para que no aceptara una plaza en Oxford que le habían ofrecido; le dijeron que no le hacía ninguna falta tener una licenciatura.



En 1966 estuvo informándose sobre las universidades que ofrecían estudios de arqueología, disciplina que los no licenciados sólo podían cursar en Edimburgo y Cambridge, así que se marchó a la primera de estas ciudades. Esa decisión nos suponía una enorme merma de ingresos, pero pensamos que podríamos salir adelante.



En aquella época, Edimburgo era un sitio muy lúgubre en invierno. La Royal Mile, donde alquilamos un apartamento de un edificio recién construido, contaba con veintitrés pubs, ninguno de los cuales tenía sillas para sentarse. Para conseguir verduras frescas, tenía que ir a la parte nueva de la ciudad (cruzando el puente desde la zona del siglo xviii) si quería encontrar una verdulería aceptable. En el enorme hotel North British no sabían lo que era una ensalada. Lo mejor que tenían era el pescado, y la ostrería que daba a la calle. Sacabas un vino blanco y, con las ostras, te servían pan integral con mantequilla. Te morías de frío, pero era muy divertido.



Bruce trabajaba muchísimo, hasta altas horas de la noche. Era un hombre muy competitivo; tenía veintiséis años y, rodeado de adolescentes que acababan de terminar la secundaria, ya era un alumno maduro. Además de arqueología estudió sánscrito, y, para su gran satisfacción, fue el primero de su promoción. Después, cuando llevaba cursados dos años y medio de una licenciatura de cuatro, lo dejó. A mí ni siquiera me avisó de sus intenciones. Perdió la ilusión tras pasar los veranos excavando en yacimientos, pues se dio cuenta de que no le gustaba molestar a los muertos.



En esa época le habían empezado a fascinar los nómadas, y se puso a escribir sobre ellos. Recibió cierta cantidad por ir a Egipto a evaluar una colección y, gracias a eso, tuvo algo de dinero para viajar. En 1969, Peter Levi y él se marcharon a Afganistán con una beca que le habían dado a Peter en Oxford. Aquella fue la tercera vez que Bruce visitaba el país. Yo me uní a ellos al cabo de dos meses; el lugar me dejó completamente asombrada. Nueve años después, los rusos destruyeron para siempre el equilibrio que allí reinaba.



Bruce pasó varios años trabajando en el libro sobre los nómadas, que era impublicable y lo sigue siendo. A continuación lo convencieron para que colaborara con la revista de The Sunday Times, en aquel tiempo muy prestigiosa, en la que hizo muchas amistades que le durarían toda la vida. Allí empezó sustituyendo a David Sylvester, el anterior experto en arte, que dejaba el cargo, y acabó escribiendo reportajes no sólo sobre esa disciplina, sino también sobre Argelia, la señora Gandhi y André Malraux. Conoció a Eileen Gray, una interiorista y diseñadora de muebles irlandesa, y una de las primeras personas en defender el uso combinado de materiales tradicionales con otros nuevos como el plexiglás, y que vivía en París desde 1904. Gray lo animó a que fuera a la Patagonia por ella, porque siempre había querido visitar esa región pero ya tenía demasiados años.



Así pues, de nuevo, Bruce dio un giro dramático a su vida, sin decírselo a nadie hasta que prácticamente ya había emprendido el viaje. Escribió una carta a The Sunday Times en un pequeño folio amarillo que, o bien se ha perdido, o ha sido robado. Normalmente me llamaba desde algún pequeño bar de carretera, a medida que iba desplazándose cada vez más al sur. Siempre elogiaba mucho el champán Moet & Chandon que servían en Argentina. Encontrar ese espumoso en algún lugar inesperado lo animaba mucho. Le encantaba.



Casi siempre viajaba solo. Dos personas se defienden la una a la otra, pero una sola resulta más fácil de abordar. No habría conseguido explorar la Patagonia si yo lo hubiera acompañado, ni hubiera escrito El virrey de Ouidah, ni la mayoría de sus libros.



Bruce cambiaba un poco a las personas a las que conocía en sus andanzas: los hermanos de La colina negra no eran gemelos; una enfermera que aparece en En la Patagonia era devota de Agatha Christie, no de Ósip Mandelstam. Aquello enfurecía a quienes se veían alterados, cosa que comprobamos Nicholas Shakespeare y yo cuando seguimos el recorrido que él había hecho por Argentina, en 1992, pero eso se debía a su forma de narrar. En Los trazos de la canción hay personajes completamente inventados.



La gente me preguntaba con frecuencia cómo me sentaba que él siempre estuviera fuera de casa. A veces me molestaba tener que enfrentarme sola a la vida, pero sabía que Bruce estaba trabajando, que tenía que ser libre. Al poco de casarnos me dijo que esperaba que no me importase, pero que quería viajar sin nadie. En el aparador de la cocina tengo una imagen preciosa de Kipling que se titula «El gato que pasea solo». Bruce siempre daba noticias por carta o por teléfono desde algún confín de la tierra; a mí no me despertaba mucha curiosidad lo que estaba haciendo. Ya me entretendría con sus historias al volver.



A principios de la década de 1970 me regalaron mis primeras ovejas de las montañas Negras de Gales, y, a partir de entonces, mi agenda empezó a depender de ellas. A día de hoy siguen a mi lado los descendientes de aquellos animales, y les sigo teniendo el mismo cariño.



En sus periplos, Bruce atraía a toda clase de personajes. Se le daba muy bien hacer amigos dondequiera que estuviese: en autobuses, trenes, barcos. No sé muy bien cómo, pero conseguía averiguar qué era lo que más le interesaba a un desconocido al cabo de pocos minutos, y se ponían a charlar como si se conocieran de toda la vida, cosa que no dejaba de sorprenderme.



Esas personas se creían que tenían un amigo para siempre; se daban las direcciones, y a Bruce le llegaban cartas desde los lugares más insospechados. Un nigeriano quiso en una ocasión abrir una tienda y le pidió una larguísima lista de cosas, como calcetines, camisas, pantalones e hilo de algodón, para abastecerla. Nos fueron llegando más listas. Me temo que no les hicimos caso.



Cuando Bruce empezó a escribir libros, esa actividad se convirtió en una adicción para él; por las mañanas se levantaba pensando en su obra. Cuando viajábamos juntos por Europa se angustiaba mucho si dejaba de escribir durante más de dos días. Cambiaba de sitio los muebles de la habitación en la que nos alojábamos para poder trabajar. A mí me mandaba a ver los monumentos sola.



Es una maravilla que tanta gente haya conservado sus cartas, incluso antes de que se convirtiera en un escritor conocido. Él no guardaba nada, ni siquiera las primeras ediciones de sus libros.



No tengo ni idea de lo que habría pensado de los ordenadores, si los habría utilizado para escribir libros. A lo mejor le habría parecido divertidísimo poder hablar con una persona en la otra punta del mundo; puede que los hubiera detestado. En una ocasión, mientras hacíamos montañismo en el Everest National Park, en 1983, nos abordó un estadounidense que iba solo, y que intentó acoplarse a nuestro campamento (aunque acabamos huyendo de él). Este hombre aseguró que, al cabo de pocos años, Bruce estaría escribiendo con un procesador de textos. Nos tomamos su comentario a broma; efectivamente, y por lo que yo sé, Bruce jamás se acercó a un ordenador. Pero sí observó que los libros publicados tras la aparición del procesador de textos eran mucho más largos. No es que eso tuviera nada de malo, pero la longitud era excesiva, porque con esa máquina era muy fácil corregir y adaptar.



Su técnica consistía en escribir en cuadernos pautados y amarillos (norteamericanos); corregía, tachaba y tiraba un folio tras otro. Cuando se quedaba más o menos satisfecho, mecanografiaba el texto dejando márgenes muy anchos; después volvía a corregir y a meter cambios. A veces hacía otra copia a mano y, siempre, varias versiones a máquina. Tiraba montañas de papeles, así que no han quedado borradores. Hasta que un texto le parecía bueno no se lo enseñaba a nadie, pero a mí me lo leía en voz alta. Todo tenía que sonar bien, fluir con ritmo. De todo lo que escribió, las cartas son lo único que está sin corregir. Él creía que la escritura era un trabajo muy duro, y que un ordenador lo hacía demasiado fácil.



En la actualidad, cuando las comunicaciones son tan rápidas y sencillas gracias a los móviles y al correo electrónico, la gente ha dejado de escribir cartas. Ya nadie podrá conservar como oro en paño las notas que sus hijos les mandan desde el colegio, quizá ya no habrá cartas de amor ni crónicas de viajes. ¿Alguien imprime como recuerdo los mensajes que le llegan? Así pues, las misivas de Bruce, que empiezan a una edad muy temprana y que se extienden a lo largo de toda su vida, son uno de los últimos ejemplos de un medio de comunicación tradicional que quizá desaparezca dentro de poco.