J. K. Rowling. Foto: AP

J. K. Rowling, la autora del fenómeno editorial 'Harry Potter', ha aparcado la literatura infantil, de momento, para centrarse en el público adulto. 'Una vacante imprevista' (Salamandra) se convirtió en un bestseller desde el momento en que se puso a la venta en Reino Unido el pasado septiembre. Desde hoy se puede adquirir en las librerías españolas, y promete posicionarse como uno de los libros del año. En Reino Unido vendió un millón de ejemplares en las primeras tres semanas, y la historia será traducida a 43 idiomas, y sumando.



Contrariamente a su situación cuando concibió 'Harry Potter', Rowling ahora escribe porque "tiene una historia que contar", no por una necesidad económica. No en vano es más rica que la mismísima reina de Inglaterra. La crítica no se ha cebado con el libro, que no es una obra maestra, pero sí una historia sólida y bien escrita. El público, incondicional de Rowling, se ha lanzado a las librerías de todas maneras. La industria televisiva tampoco ha esperado y ya ha firmado con la autora para filmar una adaptación.



'Una vacante imprevista' se desarrolla en Pagford, un pueblecito imaginario del sudoeste de Inglaterra, donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial. Uno de los personajes está inspirado en el padre de la propia autora, con quien mantuvo una complicada relación hasta hace poco tiempo.



A continuación se puede leer el primer capítulo de 'Una vacante imprevista'.





Domingo

Barry Fairbrother no quería salir a cenar. Llevaba casi todo el fin de semana soportando un palpitante dolor de cabeza e intentando terminar a tiempo un artículo para el periódico local. Sin embargo, durante la comida su mujer había estado tensa y poco comunicativa, y Barry dedujo que con la tarjeta de felicitación de aniversario no había logrado atenuar su delito de pasarse toda la mañana encerrado en el estudio. No ayudaba el hecho de que hubiera estado escribiendo sobre Krystal, por la que Mary, aunque lo disimulara, sentía antipatía.



-Quiero llevarte a cenar fuera, Mary -mintió para rebajar la tensión-. ¡Diecinueve años, niños! Diecinueve años y vuestra madre está más guapa que nunca.



Mary se ablandó un poco y sonrió; Barry llamó por teléfono al club de golf, porque quedaba cerca y porque allí siempre conseguían mesa. Intentaba complacer a su mujer con pequeños detalles, ya que, tras casi dos décadas juntos, había comprendido que a menudo la decepcionaba en las cosas importantes. No lo hacía adrede: sencillamente tenían ideas distintas acerca de lo que debía ocupar más espacio en la vida.



Los cuatro hijos de Barry y Mary ya eran mayores y no necesitaban canguro. Estaban viendo la televisión cuando Barry se despidió de ellos por última vez, y sólo Declan, el más pequeño, se volvió para mirarlo y le dijo adiós con la mano. Barry seguía notando el palpitante dolor detrás de la oreja cuando hizo marcha atrás por el camino de la casa hacia las calles de Pagford, el precioso pueblecito donde vivían desde que se habían casado. Bajaron por Church Row, la calle de pendiente pronunciada donde se alzaban las casas más caras, dechados de lujo y solidez victorianos, doblaron la esquina al llegar a la iglesia de imitación estilo gótico donde Barry había visto a sus hijas gemelas representar el musical José el Soñador, y pasaron por la plaza principal, desde donde se podía contemplar el oscuro esqueleto de la abadía en ruinas que dominaba el horizonte del pueblo, en lo alto de una colina, fusionándose con el cielo violeta.



Mientras transitaba por aquellas calles que tan bien conocía, Barry no pensaba más que en los errores que sin duda había cometido al terminar deprisa y corriendo el artículo que acababa de enviar por correo electrónico al Yarvil and District Gazette. Pese a lo locuaz y simpático que era en persona, le costaba reflejar su encanto en el papel.



El club de golf quedaba a sólo cuatro minutos de la plaza, un poco más allá del punto donde el pueblo acababa con un último suspiro de viejas casitas dispersas. Barry aparcó el monovolumen frente al restaurante del club, el Birdie, y se quedó un momento junto al coche mientras Mary se retocaba con el pintalabios. Agradeció el aire fresco en la cara. Mientras observaba cómo la penumbra del anochecer difuminaba los contornos del campo de golf, Barry se preguntó por qué seguía siendo socio de aquel club. El golf no se le daba bien -tenía un swing irregular y un hándicap muy alto-, y había otras cosas que reclamaban su atención, muchas. Su dolor de cabeza no hacía sino empeorar.



Mary apagó la luz del espejito de cortesía y cerró la puerta del pasajero. Barry activó el cierre automático pulsando el botón de la llave que tenía en la mano. Su mujer taconeó por el asfalto, el sistema de cierre del coche emitió un pitido y Barry se preguntó si las náuseas remitirían cuando hubiera comido algo.



De pronto, un dolor de insólita intensidad le rebanó el cerebro como una bola de demolición. Apenas notó el golpe de las rodillas contra el frío asfalto; su cráneo rebosaba fuego y sangre; el dolor era insoportable, una auténtica agonía, pero no tuvo más remedio que soportarlo, pues todavía faltaba un minuto para que perdiera la conciencia.



Mary chillaba sin parar. Unos hombres que estaban en el bar acudieron corriendo. Uno de ellos volvió a toda prisa al edificio para ver si encontraba a alguno de los médicos jubilados que frecuentaban el club. Un matrimonio conocido de Barry y Mary oyó el alboroto desde el restaurante; dejaron sus entrantes y se apresuraron a salir para ver qué podían hacer. El marido llamó al servicio de emergencias por el teléfono móvil.



La ambulancia, que tuvo que desplazarse desde la ciudad vecina de Yarvil, tardó veinticinco minutos en llegar. Para cuando la luz azul intermitente alumbró la escena, Barry yacía inmóvil en el suelo, en medio de un charco de su propio vómito; Mary estaba arrodillada a su lado, con las medias desgarradas, apretándole una mano, sollozando y susurrando su nombre.



Lunes

-Agárrate fuerte -dijo Miles Mollison, de pie en la cocina de una de aquellas grandes casas de Church Row.



Había esperado hasta las seis y media de la mañana para hacer la llamada, tras pasar una mala noche llena de largos períodos de vigilia interrumpidos por algunos ratos de sueño agitado. A las cuatro de la madrugada se había percatado de que su mujer también estaba despierta y se habían quedado hablando en voz baja, a oscuras. Mientras comentaban lo que habían tenido que presenciar, intentando digerir el susto y la conmoción, Miles ya había sentido un leve cosquilleo de emoción al pensar en cómo le daría la noticia a su padre. Se había propuesto esperar hasta las siete, pero el temor de que alguien se le adelantara lo había llevado a abalanzarse sobre el teléfono un poco antes de esa hora.



-¿Qué pasa? -preguntó Howard con una voz resonante y ligeramente metálica; Miles había activado el altavoz para que su mujer pudiera oír la conversación.



La bata rosa claro realzaba el marrón caoba de la piel de Samantha; aprovechando que se había levantado temprano, se había aplicado otra capa de crema autobronceadora sobre el moreno natural, ya desvaído. En la cocina se mezclaban los olores a café instantáneo y coco sintético.



-Se ha muerto Fairbrother. Cayó redondo anoche en el club de golf. Sam y yo estábamos cenando en el Birdie.



-¡¿Fairbrother?! ¡¿Muerto?! -bramó Howard.



Su entonación daba a entender que ya contemplaba que se produjera algún cambio en las circunstancias de Barry Fairbrother, pero que ni siquiera él había previsto algo tan drástico como su muerte.



-Cayó redondo en el aparcamiento -repitió Miles.



-Cielo santo. ¿Qué edad tenía? Poco más de cuarenta, ¿no? Cielo santo.



Miles y Samantha oían respirar a Howard como un caballo exhausto. Por las mañanas siempre le faltaba un poco el aliento.



-¿Qué ha sido? ¿El corazón?



-No; creen que algo del cerebro. Acompañamos a Mary al hospital y...



Pero Howard no le prestaba atención. Miles y Samantha lo oyeron hablar lejos del auricular.



-¡Barry Fairbrother! ¡Muerto! ¡Es Miles!



Miles y Samantha bebieron a sorbos sus cafés mientras aguardaban a que volviera Howard. A Samantha se le abrió ligeramente la bata cuando se sentó a la mesa de la cocina, revelando el contorno de sus grandes pechos, que descansaban sobre los antebrazos. La presión ejercida desde abajo hacía que parecieran más turgentes que cuando colgaban libremente. En la curtida piel de la parte superior del escote podía verse un abanico de pequeñas arrugas que ya no se desvanecían cuando los pechos dejaban de estar comprimidos. En su juventud había sido una gran aficionada a los rayos uva.



-¿Qué? -dijo Howard, que volvía a estar al teléfono-. ¿Qué dices del hospital?



-Que Sam y yo fuimos al hospital en la ambulancia -contestó Miles vocalizando con claridad-. Con Mary y el cadáver.



Samantha reparó en que la segunda versión de Miles ponía énfasis en lo que podría llamarse el aspecto más comercial de la historia. Samantha no se lo reprochó. La recompensa por haber compartido aquella desagradable experiencia era el derecho a contársela a la gente. Pensó que difícilmente lo olvidaría: Mary llorando; los ojos de Barry todavía entreabiertos por encima de aquella mascarilla que parecía un bozal; Miles y ella tratando de interpretar la expresión del enfermero; el traqueteo de la abarrotada ambulancia; las ventanas oscuras; el terror.



-Santo cielo -dijo Howard por tercera vez, ignorando las preguntas que le hacía Shirley, a la que también se oía, y dedicándole a Miles toda su atención-. ¿Y dices que cayó fulminado en el aparcamiento?



-Sí -confirmó Miles-. Nada más verlo comprendí que no había nada que hacer.



Ésa fue su primera mentira, y en el momento de decirla giró ligeramente la cabeza para no mirar a su mujer. Samantha recordó cómo Miles le había puesto a Mary su gran brazo protector sobre los temblorosos hombros: «Se recuperará... se recuperará...»



«Pero, bien mirado -pensó Samantha, justificando a Miles-, ¿cómo podía uno saberlo cuando a Barry todavía estaban colocándole mascarillas y clavándole agujas?» Era evidente que estaban intentando salvarlo, y ninguno de los dos supo con certeza que no lo habían conseguido hasta que, en el hospital, una joven doctora salió para hablar con Mary. Samantha tenía grabado en la retina, con una claridad espantosa, el rostro indefenso y petrificado de Mary, y la expresión de la joven de pelo lacio con gafas y bata blanca: serena, y sin embargo un poco precavida. Era una escena muy frecuente en las series de televisión, pero cuando pasaba de verdad...



-No, qué va -iba diciendo Miles-. El jueves Gavin jugó con él al squash.



-¿Y se encontraba bien?



-Ya lo creo. Barry le dio una paliza.



-Santo cielo. Quién iba a decirlo, ¿eh? Quién iba a decirlo. Un momento, mamá quiere hablar contigo.



Se oyó un golpe sordo y un repiqueteo, y a continuación la débil voz de Shirley.



-Qué horror, Miles. ¿Estás bien?



Samantha inclinó demasiado la taza de café y el líquido se le escapó por las comisuras de la boca, resbalándole por la barbilla. Se limpió la cara y el escote con la manga. Miles había adoptado el tono que solía emplear cuando hablaba con su madre: una voz más grave de lo habitual, de «lo tengo todo controlado y no me inmuto por nada», contundente y sin rodeos. A veces, sobre todo cuando estaba borracha, Samantha imitaba las conversaciones de Miles y Shirley. «No te preocupes, mami. Tu soldadito Miles está aquí», «Eres maravilloso, cariño: tan grandote, tan valiente, tan listo». Últimamente, un par de veces Samantha había hablado así delante de otras personas, y Miles, molesto, se había puesto a la defensiva, aunque fingiera reírse. La última vez habían discutido en el coche, de regreso a casa.



-¿Y fuisteis con ella el trayecto entero hasta el hospital? -iba diciendo Shirley por el altavoz.



«No -pensó Samantha-, a mitad de camino nos hartamos y pedimos que nos dejaran bajar.»



-Era lo mínimo que podíamos hacer. Ojalá hubiéramos podido hacer algo más.



Samantha se levantó y fue hacia la tostadora.



-Estoy segura de que Mary os estará muy agradecida -dijo Shirley.



Samantha cerró de un golpe la tapa de la panera y metió bruscamente cuatro rebanadas de pan en las ranuras. La voz de Miles adoptó un tono más natural.



-Sí, bueno, cuando los médicos le dijeron... le confirmaron que estaba muerto, Mary le pidió a Sam que llamara a Colin y Tessa Wall. Esperamos a que llegaran y entonces nos marchamos.



-Bien, Mary tuvo mucha suerte de que estuvierais allí -replicó Shirley-. Papá quiere decirte algo más, Miles. Te lo paso. Ya hablaremos más tarde.



«Ya hablaremos más tarde», repitió Samantha dirigiéndose al hervidor y moviendo burlonamente la cabeza. En su distorsionado reflejo se apreciaba que tenía la cara hinchada por haber dormido poco y los ojos castaños enrojecidos. Con las prisas por oír el relato de su marido, se había aplicado el bronceador artificial con descuido y se le había metido un poco entre las pestañas.



-¿Por qué no os pasáis un momento esta tarde? -preguntó Howard con su voz tonante-. No, espera. Dice mamá que jugamos al bridge con los Bulgen. Venid mañana a cenar. Sobre las siete.



-Déjame ver -repuso Miles, y miró a Samantha-. No sé si Sam tiene algo mañana.



Su mujer no le indicó si quería ir o no. Miles colgó y una extraña sensación de anticlímax se extendió por la cocina. -No se lo podían creer -dijo, como si Samantha no lo hubiera oído todo.



Tomaron las tostadas y otra taza de café en silencio. La irritabilidad de Samantha fue disipándose a medida que masticaba. Recordó que de madrugada se había despertado sobresaltada en el dormitorio a oscuras, y que había sentido una gratitud y un alivio absurdos al notar a Miles a su lado, grandote y barrigón, oliendo a vetiver y a sudor. Luego imaginó que estaba en la tienda contándoles a las clientas que un hombre había caído fulminado delante de ella y que lo había acompañado al hospital. Pensó en diferentes formas de describir diversos detalles del trayecto, y en la escena culminante con la doctora. La juventud de aquella mujer tan dueña de sí había hecho que todo resultara aún peor. La persona encargada de dar una noticia así debería ser alguien de más edad.



Entonces se animó un poco al recordar que esa mañana tenía una cita con el representante de Champêtre; por teléfono había estado muy zalamero.



-Más vale que espabile -dijo Miles, y se terminó la taza de café mirando cómo el cielo clareaba al otro lado de la ventana. Lanzó un hondo suspiro y le dio unas palmaditas en el hombro a su mujer al pasar para meter el plato y la taza en el lavavajillas-. Madre mía, esto les da otra dimensión a las cosas, ¿no te parece?



Y salió de la cocina negando con la cabeza de pelo entrecano cortado al rape.



A veces Samantha lo encontraba ridículo y, cada día más, aburrido. Con todo, en ocasiones le gustaba su pomposidad, de la misma manera que le gustaba usar sombrero cuando lo exigían las circunstancias. Al fin y al cabo, esa mañana lo apropiado era ponerse solemne y un poco trascendental. Se terminó la tostada y recogió las cosas del desayuno mientras pulía mentalmente la historia que pensaba contarle a su ayudante.