'The Walking Dead' no es la mejor serie de la televisión. Ni 'La noche de los muertos vivientes' la mejor película de la historia del cine de terror. De esto son conscientes los editores de 'The Walking Dead. Apocalipsis zombi ya' (Errata Naturae). Pero este libro no se limita sólo a la serie. Es un repaso que comienza con los primeros muertos vivientes de la literatura y llega a la postmodernidad, un recorrido por las paradojas psicológicas del terror y el miedo a la muerte. Es una guía de supervivencia de la mano de escritores, historiadores y pensadores.




Me muero por hacer de zombi empanado- Dave Beisecker

Si sois de los míos, la primera temporada de The Walking Dead la pillasteis justo cuando la estrenó AMC, con pausas para la publicidad incluidas (¡no vale habérsela grabado!). Eso quiere decir que también pillaríais ese anuncio de Toyota en el que sale un Corolla huyendo de una horda de zombis, y que os encontrasteis una promoción que a mí me parece muy intrigante.



Durante la primera emisión de cada episodio, AMC revelaba una palabra clave «secreta» que los espectadores podían usar para participar en un concurso a través de la web de la serie y optar así a «un papel de zombi empanado» (presumiblemente, durante el rodaje de la segunda temporada). Hay mucha gente, por supuesto, que se lanzaría a por cualquier papel de extra en The Walking Dead. A mí, sin embargo, me chocó otra cosa. Y es que la promoción destacaba que el premio era un papel de zombi, como si se supusiera que eso le iba a imbuir aún más atractivo al concurso.



Como persona que sucumbió a la tentación de participar en el concurso -varias veces, de hecho- puedo dar fe de la existencia de ese atractivo adicional. Y es que dudo de que le hubiera puesto todo el entusiasmo que le puse a recordar aquellas palabras clave si el premio del concurso hubiera sido un papel de extra normal y corriente. Habiendo pasado cerca de una década en la ciudad de Pittsburgh, donde durante muchos años residió George A. Romero, una de las grandes ambiciones de mi vida (o ¿debería decir «de mi muerte»?) ha sido siempre el salir en pantalla como parte de una invasión zombi. Convertirme en zombi está en la lista de cosas que tengo que hacer antes de palmarla. Pero Romero, por desgracia, no rodó ninguna de las películas que componen su ciclo de los «muertos vivientes» durante mi época en la ciudad del acero. Y, cosa que es aún más trágica, AMC no me ha cogido nunca para ese ansiado «papel de zombi empanado». (Aunque si alguno de los productores de The Walking Dead estuviera leyendo esto, que me llame... Sigo disponible...).



Lo mismo que la franquicia The Walking Dead se aprovecha de una vasta fascinación cultural hacia todo lo zombi, la promoción de AMC sacaba partido de una epidemia que azota el planeta. Está claro que somos muchos quienes nos sentimos infectados por el deseo de «encarnar» a nuestro gemelo zombi, tal y como certifican las marchas, bailes y concursos de pin-ups «zombis» que brotan por doquier. A muchos nos divierten estas actividades, pero ¿qué podría explicar el peculiar atractivo de «pasar al otro lado», aunque sólo sea temporalmente?



Forma parte integral del mismo concepto de zombi el hecho de que la posibilidad de convertirse en uno de ellos constituya, supuestamente, uno de los destinos más horribles y aterradores que se puedan contemplar, un destino que ninguna criatura racional desearía ni para sí mismo ni para sus restos mortales. Para subrayar el auténtico horror que representa un apocalipsis zombi, la industria del terror retrata con premeditación a los zombis de maneras espectacularmente inmundas y repulsivas (a menudo, de maneras gratuitamente inmundas y repulsivas).



Basta pensar en ese cadáver quejumbroso y lastimero, reducido a un despojo, que se encuentra Rick mientras cruza el parque en bicicleta. ¿Cómo es posible que a alguien le pueda divertir adoptar un aspecto tan desagradable y putrefacto como el de una de esas criaturas? Los caminantes no sólo aparecen, de manera característica, como cadáveres destrozados y consumidos de un modo horrible por la enfermedad; su comportamiento es igualmente inmundo y despreciable. No sólo se trata de su entrega total al canibalismo, sino también de la horrorosa manera en la que lo practican, de cómo mascan y roen la carne de sus víctimas aún vivas a la vez que permanecen ajenos a las convulsiones y gritos de aquéllas. Lo cierto es que ninguno de los protagonistas de The Walking Dead comparte con nosotros la ambición de explorar la vida «en el otro lado». Así que parece que éste es uno de esos extraños casos en los que los deseos del público parecen apartarse por completo de los intereses de los protagonistas de la historia. Sea cual sea la respuesta que encontremos para esta pregunta, espero sinceramente que no implique tener que acusar de depravados a quienes sienten semejantes deseos... ya que, según propia confesión, semejante acusación me rebotaría de lleno.



Una versión ampliada de la paradoja del terror

Me gusta pensar en la promoción creada por AMC para The Walking Dead como un ejemplo particularmente intenso de una versión ampliada de eso que a veces se denomina «paradoja del terror». El estudioso de la estética (y cinéfilo) Noël Carroll llamó la atención sobre esta paradoja por primera vez en Filosofía del terror (1990). La paradoja de Carroll intenta explicar el placer que experimentamos tantas personas al contemplar lo horrible en los libros, las películas y la televisión.



Carroll caracteriza el género de terror desde el punto de vista de las respuestas emocionales que las criaturas horribles o «monstruos» tienen por objeto provocar entre su público: miedo y repugnancia, sobre todo. Con su naturaleza desagradable y amenazadora, el monstruo prototípico del género de terror cumple la función de aterrorizar al público y a los protagonistas porigual. Pero, curiosamente, tanto la repugnancia como el terror son emociones negativas que no encontramos agradables, en general. Y eso es lo que genera la paradoja. Excepto en el caso de la ficción, rehuimos las cosas que nos horrorizan.



Puede que busquemos emociones nuevas, pero lo genuinamente monstruoso nos aterra y sólo experimentamos repugnancia de manera voluntaria en circunstancias apremiantes. En la vida real, el terror no es agradable. Con lo cual, ¿por qué somos tantos los que buscamos lo horrible a la hora de escoger nuestras opciones de entretenimiento? En suma: ¿por qué nos encantan series como TheWalking Dead?



Hay cierto debate a propósito de si el público puede sentir un miedo genuino ante monstruos de ficción, por oposición a temer por la suerte de los protagonistas de una historia o fingir que se está asustado, de alguna manera.



Nuestras reacciones viscerales hacia la repugnancia derivada de lo horrible están dotadas, sin embargo, de una autenticidad mayor. Con lo cual, Carroll dedica más páginas de su libro a subrayar la repugnancia o repulsión que, se supone, el público debe sentir hacia los monstruos de las historias de terror. Carroll nos explica que la repugnancia es una reacción típica hacia aquello que nos parece impuro o inexplicable por cualquier otro procedimento.



De un modo muy característico, renegamos de aquellas cosas que se resisten a ser incluidas en una categoría o transgreden los límites convencionales, de manera que desafían las explicaciones «según los conceptos científicos dominantes» que tenemos a nuestra disposición. Temblamos y nos estremecemos ante aquellas criaturas que constituyen lo que Carroll denomina «categorías intersticiales», esas criaturas que son contradictorias, incompletas o deformes (como la masa devoradora).



The Walking Dead, la serie de cómics de Robert Kirkman, constituye un ejemplo de esas características y, por tanto, un caso práctico particularmente apropiado para someter a prueba cualquier solución que se proponga para la paradoja del horror.



Los caminantes están, a la vez, vivos y muertos. Desplazarse no debería entrar en las atribuciones de sus cuerpos destrozados y mutilados. Con las entrañas a la vista, llevan fuera lo que deberían tener dentro. Sus cuerpos pegajosos, chorreantes y en descomposición resultan deformes e incompletos. Están enfermos, putrefactos y tienen la carne contaminada. En suma: nadie querría tocar a un zombi a no ser que no le quedara más remedio.



Así que, ¿cuál podría ser la explicación para nuestra duradera fascinación hacia criaturas que, como los zombis, poseen un «factor grima» tan alto? El propio Carroll apunta que la simple curiosidad explica gran parte del atractivo del terror. La repugnancia que sentimos hacia un monstruo está en gran medida alimentada por la propia naturaleza de aquél: algo que, en principio, resulta inexplicable según el conocimiento científico actual. El placer que obtenemos de una buena historia de terror proviene, primero, de lo que descubrimos acerca de la existencia del monstruo junto al protagonista de la historia; segundo, de lo que descubrimos acerca de los verdaderos peligros que corre aquél; y tercero, de lo que descubrimos acerca de cómo eliminar, neutralizar o -si esto no es posible- gestionar la amenaza. Las historias de terror, de esta manera, son viajes de descubrimiento que mentes como las nuestras, inquisitivas por naturaleza, encuentran fascinantes.



Con lo cual, el placer que nos produce una buena historia de terror no es un placer que se derive de la repugnancia o del miedo auténticos; se trata, más bien, de la satisfacción del descubrimiento y del alivio que sentimos con la eliminación de una duda peligrosa.



A propósito de monstruos, no puedo resistirme a señalar que no parece haber demasiados elementos de misterio en los caminantes de Kirkman, claramente inspirados en los necrófagos a los que George A. Romero confirió vida por primera vez en su serie de películas sobre los «muertos vivientes». De hecho, Kirkman homenajea a Romero en el primer número de The Walking Dead. ¿Os acordáis del chaval que pega a Rick con una pala en la nuca? Se llama Duane Jones, igual que el actor que interpretó al protagonista masculino de La noche de los muertos vivientes. Con lo cual, cuando nos acercamos a The Walking Dead por vez primera, sabemos desde el principio cómo se elimina a los caminantes: les pegas un tiro en la cabeza. ¡Ya ves! Kirkman, además, soslaya elegantemente la cuestión de cómo se les podrá haber ocurrido eso a los supervivientes al mantener a Rick dormido en un hospital durante la crucial fase del descubrimiento. Simplemente, Morgan Jones le explica cuanto necesita saber al respecto poco tiempo después de salir del coma. A pesar de las similitudes, existen unas cuantas y sutiles diferencias entre los muertos andantes de Kirkman y los muertos vivientes de Romero. Los caminantes de Kirkman, por ejemplo, tienen un paladar mucho menos selectivo. Por suerte para Rick, los caminantes están, literalmente, tan muertos de hambre como para comerse su caballo, proeza que los muertos de Romero sólo podrían llevar a cabo después de un intenso condicionamiento.



A pesar de que lo habitual es identificarlos como «zombis», la conexión entre los caminantes de Kirkman y sus antepasados inspirados por el vudú es escasa. No están sometidos al control de curanderos malignos o bocors; de hecho, nada puede controlarlos, ni siquiera ellos mismos. Y Kirkman, como Romero, se muestra notablemente reservado en torno a la causa última del ataque zombi. Creo que eso está bien. La tentación de colgarle la responsabilidad del brote zombi a algún individuo u organización y sus actividades de dudosa moralidad puede ser muy fuerte. En estos casos, los sospechosos militares o empresariales al uso cumplen el papel del desmesurado «científico loco», en lo que es básicamente una versión actualizada y manida del tema de Frankenstein.



Semejantes explicaciones de por qué los muertos han vuelto de repente a la vida, sin embargo, amenazan con introducir una fuente de maldad en la trama que sólo sirve para distraernos de los propios zombis. Sirvan de ejemplo los enfrentamientos entre Alice y la Corporación Umbrella en la franquicia Resident Evil, en la cual los zombis van quedando relegados a un papel cada vez más marginal.



El porqué de la aparición de los caminantes no nos inspira demasiada curiosidad, y seguramente nos decepcionaría que la serie o los cómics llegaran a encontrarse en la necesidad de inventárselo. Me aventuraría a decir que sentimos aún menos interés en que se encuentre una cura para la infección. De hecho, sería una sorpresa que los héroes de la serie encontraran una vacuna, y me atrevería a decir que la sorpresa resultaría desagradable, puesto que eso sería realmente el final, el punto a partir del cual The Walking Dead empezaría a «quemarse». En el fondo, muchos de nosotros preferiríamos que la serie, como los zombis, regresara una y otra vez. Lo que deseamos de verdad es que no exista una salida.



Pero el objeto de interés de este artículo tiene que ver con la versión ampliada de la «paradoja del terror» de Carroll, con una versión de la misma que sea específicamente aplicable a la promoción de AMC. Y es que una cosa es que nos produzcan fascinación y placer unas criaturas cuyo objeto, según todos los indicios, es aterrorizarnos y darnos asco; pero que disfrutemos siendo de verdad un instrumento del apocalipsis, irremediablemente asqueroso y repelente así como empeñado en devorar a los últimos de entre sus semejantes, es llevar las cosas a un nivel de perversidad por completo inédito. Forma parte integral del concepto mismo de zombi el que uno no quiera convertirse en tal: y eso es lo que parece que estaríamos haciendo al pretender interpretar un papel de «zombi empanado».



Inicialmente podríamos sentir la tentación de intentar aplicar la solución original de Carroll a esta versión ampliada de la paradoja del terror. Puede que las acciones zombis sean semejantes a las reconstrucciones de períodos y acontecimientos históricos, en las cuales nos imponemos a nosotros mismos determinadas limitaciones físicas y de equipamiento para aproximarnos a una «forma de vida» que no es la nuestra . Por ejemplo, podríamos afirmar que, al asumir el papel de un zombi, satisfacemos una persistente curiosidad hacia las «vivencias» de los zombis. No creo que una respuesta tan simple funcione, ya que me parece improbable que muchos de nosotros alberguemos de verdad semejante curiosidad.



La idea misma de que los zombis posean cualquier clase de experiencia es cuestionable. Quienes se dedican al estudio de la conciencia incluso usan la palabra «zombi» como parte del lenguaje del oficio para referirse a algo que carece por completo de experiencia consciente. Pero incluso en el caso de que dejemos de lado esas reservas, y aceptemos que pueda haber algo que sea «como» ser un zombi, cualquier intento de averiguar cómo sería aquello estaría virtualmente condenado al fracaso. No podemos esperar, con cierta seriedad, que sea posible asumir la vida interior de uno de ellos (¡por lo menos, no mientras tengamos planeado regresar de la experiencia!).



El filósofo Thomas Nagel evalúa negativamente, de un modo similar, las posibilidades que tenemos de llegar a averiguar cómo es ser un murciélago. Al estar enraizados en nuestro propio punto de vista, carecemos, sencillamente, del equipamiento cognitivo necesario para acceder a las vivencias de los murciélagos, incluso en el caso de que hiciéramos «cosas de murciélago» como, por ejemplo, mantenernos colgados boca abajo en el interior de un armario a oscuras. De manera similar, no deberíamos pensar que el ir tambaleándonos por el set de AMC pueda servirnos para averiguar cómo es ser un zombi en realidad.



Interpretar a un zombi en la televisión es algo que sencillamente no va todo lo lejos que necesitarían quienes sienten una curiosidad genuina hacia la posibilidad de experimentar las cosas como realmente lo haría un zombi.



Ojo: aunque, por desgracia, nunca he estado en el set de AMC, sospecho que la experiencia no es ni mucho menos tan «horrible» como lo sería si la situación fuera «de verdad». Me imagino que ni mucho menos hay vísceras suficientes, y dudo bastante de que apeste como «debería».



Ahora bien: cuando uno considera la cuestión en estos términos, el ir «todo lo lejos» que haga falta para aproximarnos a cómo es, realmente, ser un caminante, es algo que roza el colmo de la depravación. Pues, ¿qué persona en sus cabales podría sentir la tentación de amputarse uno o dos miembros y sacarse las entrañas para tener así la posibilidad de resbalarse con sus propias tripas, todo ello al objeto de satisfacer su curiosidad? ¿Qué persona podría llegar tan lejos como para cubrirse generosamente de apestosa mugre zombi, tal y como hacen Glenn y Rick? Glenn y Rick deciden participar en su propio tipo de «marcha zombi» por desesperación, no por curiosidad, y sólo soportan el calvario en circunstancias muy apremiantes.



Ser como un zombi, por lo tanto, es algo que supera los límites de nuestra comprensión racional, como es probable que suceda en el caso de los murciélagos. Y eso tal vez esté bien: no sólo por el hecho de que parezca virtualmente imposible averiguar cómo es ser un zombi de verdad, sino porque todo cuanto se hiciera por satisfacer esa curiosidad debería parecernos gravemente erróneo en términos morales y racionales. Cualquier persona que actuara en serio desde la curiosidad por descubrir cómo es albergar un ansia insaciable de carne humana, todo ello combinado con una imprudente indiferencia hacia su propio bienestar, se merecería acabar encerrada.



¡Para interpretar el papel de zombi empanado en la serie de AMC no se puede recurrir al «método», y yo en cualquier caso no querría a un actor de método para semejante papel! En suma: no parece que el hecho de satisfacer una curiosidad proporcione una respuesta razonable a la versión ampliada de la paradoja del horror. No es la curiosidad el motivo que lleva a Jim a pedir a Rick y el resto de sus compañeros supervivientes que lo abandonen para que pueda completar su «transformación». Lo único que él desea es estar con su familia de nuevo.