Andrés Trapiello.

Un hijo que descubre por casualidad que su padre podría haber asesinado a un hombre durante la Guerra Civil. Ese hijo, además, es profesor de Historia especializado en la etapa oscura en cuestión. Andrés Trapiello medita en 'Ayer no más' (Destino), cuyas primeras páginas se pueden leer a continuación, sobre la verdad y el olvido y sobre cómo la Historia puede tener más de una cara. El autor de 'Segunda oscuridad' y 'Los amigos del crimen perfecto' se adentra en lo más profundo del corazón humano con un protagonista que deberá enfrentarse al pasado desde una perspectiva que jamás se planteó.




No tenía que haberme encontrado con mi padre en Santo Domingo. Desde que he vuelto es la primera vez que yo estaba allí a esa hora, por la mañana. Lo de las siete y media y lo que me recordó Lisa ha despertado en mí sentimientos enfrentados y engañosos. Durante muchos años fue un pobre, pequeño, psicópata. Pero digo: fue, y eso es ya como un: casi no ha sido. Digo "pobre", "pequeño", y esas palabras, pobre, pequeño, ya no podrían hacernos daño a ninguno de nosotros, aunque durante tanto tiempo no fuese precisamente ni "pobre" ni "pequeño", sino todo lo contrario.



Me ha impresionado la historia de sus amigos muertos, me ha conmovido. Las cosas buenas. Ya sólo quiero ver sus cosas buenas. Me persuado: es, ha sido, un buen hombre, no pudo ser de otra manera, tiene un buen fondo, me digo. Hablamos del fondo de las personas cuando lo más visible de ellas es aterrador. Él y yo nos hemos relacionado por la superficie. Como los pedernales. Y siempre han saltado chispas. Le vi de lejos, caminaba echado hacia atrás, muy derecho, una mano en el bastón y otra en el bolsillo de la gabardina. La cabeza, su cabeza de león, levantada, mirando a uno y otro lado, como si revistara tropas. El bastón en su mano no parecía imprescindible, sino más bien algo suntuario, la vara de un mariscal. Como uno de sus soldados de plomo. No diría que venía feliz. Creo que nunca lo ha sido. Parecía satisfecho, eso sí, haciendo ostentación de una felicidad que nunca ha conocido. Mi primera reacción fue pueril, como cuando era niño, le veía y si él no me había descubierto, me daba la vuelta y salía corriendo, por si me reñía, convencido de que encontraría algo reprobable en mí, no hecho a su gusto. Así que al avistarlo en Santo Domingo miré a todas partes con disimulo, tratando de encontrar el modo, el camino, el quiebro que me alejara de él.



Cuando quise darme cuenta, lo tenía encima, con la barbilla levantada, mirándome, juzgándome. Tan sorprendido como yo de haberse encontrado conmigo, como si yo fuese también para él un extraño que había aparecido en su mañana para estropeársela. Pero el extraño esa mañana no fui yo, bien lo íbamos a saber unos minutos después.



Que haya vuelto para estar con nosotros estos últimos años es... Ay, es que no lo puedo expresar de lo contenta que estoy, que me lo dicen todas mis amigas: ¡Tener un hijo como él! ¡Y tenerlo para ti sola! ¡Pero cómo ha venido de flaco! Aquella mujer no ha sido buena para él. Me duele decirlo. No hay más que ver cómo ha traído la ropa, que se ve que ni le cosía los botones ni le planchaba los pantalones. Pero, en fin, aquí le vamos a poner otra vez como antes. Oli y yo le hemos preparado hoy una comida como le gusta. Esta casa ya no es la misma desde que ha vuelto. ¡Cuarenta años! ¡Cómo pasa el tiempo! Parece que tarda. Qué extraño que Germán no haya protestado aún. Basta que Pepe se retrase cinco minutos para que se ponga morugo. Qué hombre. Qué cruz. Qué estará haciendo ahora. No se le oye. ¡Ahí está! ¡Han llamado a la puerta, Oli! ¡Sal a abrir!



Iré yo. La pobre está cada día más sorda.



Entré en el salón y vi a mi padre de espaldas, en la mesita de juego. Estábamos solos. Yo nunca he visto a mi padre hacer un solitario.



Repartía cartas.



Entraba sol en tromba por la cristalera. Desde la casa de mis padres se ven a un paso el puente, el río y, desplegada, la fachada principal del Hostal de San Marcos y a lo lejos, si hace bueno, las montañas, azules y frágiles, hialinas. San Marcos, lo sabe todo el mundo, fue cuartel y cárcel durante la guerra. Allí también estuvo confinado Quevedo. Hoy es un hotel de cinco estrellas. Los que duermen allí duermen sobre cadáveres. Muertos de lujo.



San Marcos en la Guerra Civil: mi primer trabajo académico. En León lo llevé a la única editorial que hubiera podido estar interesada. Me disuadieron: "Es un tema difícil". Probé con la editorial de la Diputación, y el funcionario que la dirigía, amigo de mi padre, se ofreció a corregirlo, quiero decir, a suprimir los nombres de media docena de leoneses insignes. Pasado ese trámite, ningún problema. Uno de los citados había sido su jefe durante veinte años. Lo comprendí. Al final se publicó en Madrid.



No hice ruido, me quedé detrás, donde un historiador no debería quedarse nunca. Los historiadores buscamos la distancia justa, ni muy lejos ni demasiado cerca. Demasiado lejos, y apenas comprendemos; y si nos acercamos mucho, podemos destruir los hechos que estudiamos. Decía Robert Capa que si una foto es mala es porque no te has acercado lo suficiente. El historiador es un espectador que sabe que el mundo no es ningún teatro y ha de mirar a la distancia justa, de frente y a los ojos. La nuca es sólo el lugar de los verdugos.



Ver a mi padre repartiendo cartas a nadie me desasosegó aún más que verle de espaldas. Cuando creí que hacía un solitario, la escena me pareció desoladora. Luego, al suponer que simulaba una partida con alguien, no sé lo que pensé. Algo sin pensamiento. No sé lo que pienso de mi padre, porque he procurado pensarlo sin palabras, pero estas acaban llegando de una forma azarosa con su verdad inesperada, como naipes, buenos o malos. Hacía lo menos veinte, treinta años que no le veía con una baraja en la mano. Basta que haya sido la afición preferida de mi madre para que haya hecho gala de su indiferencia por ellas: detestando las cartas, se siente acaso superior a mamá y a sus amigas, con las que ella juega por las tardes. Sábados no y domingos tampoco. Sábados porque yo almuerzo con ellos y domingos porque tienen a almorzar a alguna de mis hermanas con los chicos. Nos turnamos. Mi padre finge que las cartas son un pasatiempo tedioso, improductivo, pero lo cierto es que le gustaban de joven y seguirían gustándole si no estuviese por medio mi madre, de modo que cuando ella recibe a sus amigas en su casa, él se encierra o se encerraba en su despacho y se sienta o se sentaba detrás de una lupa del tamaño de un plato a pintar soldaditos de plomo, su pasión.

Tiene miles. Los ha contado. Siempre me dice la cifra exacta, que yo olvido. No me extrañaría nada que les hubiese puesto un nombre propio a cada uno. Yo creo que hace con ellos obras de teatro del absurdo, les hace hablar, les habla. Con mi padre tiendo a ponerme cáustico. Cuando las amigas de mi madre vienen a casa a jugar su partida de romi, ni siquiera se toma la molestia de disimular con ellas. A solas, mi padre, con aires de superioridad y suficiencia, deja unas gotas de su amargura en la conversación: "Sigues siendo una niña de papá, una señorita que no ha hecho otra cosa que perder el tiempo y pasárselo bien". A solas, sus amigas la consuelan: "¡Paciencia!". Lo mismo que se repite ella cuando la cólera irracional de mi padre rompe violentamente la corteza de su monótona vida cotidiana como un volcán.



Me he pasado la vida preguntándome si se han querido, si alguna vez se amaron. Quiero decir, que de niño pensaba que quizás el amor fuese eso, nada más, tenerse, la fatalidad de estar juntos. Y llamar amor a eso me tranquilizaba. Ahora ni siquiera tienen que fingir, apenas si se hablan. Pueden estar horas juntos sin dirigirse la palabra, como plantas que viven una al lado de otra compartiendo la luz del sol, el agua, los nutrientes, cada uno de ellos en su propia maceta.

Pensar sobre mi padre me paraliza, por eso desde hace años procuro pensar de él únicamente cosas buenas, y conservarlas en la memoria como la hoja de un árbol entre las páginas de un libro, aunque sepa que ese recuerdo lo encontraré algún día, al abrir el libro de mi vida, roto, seco, espectral como el ala de una mosca.



Me fijé en sus manos, enérgicas, fuertes, ni un temblor. Tampoco usa gafas. Dice, me dice: tengo la vista perfecta porque no la he gastado leyendo libros, ni escribiéndolos. Libros para él es también sinónimo de algo improductivo, innecesario. "No he leído ninguno, y tampoco me ha ido tan mal", se jacta. Yo he de encajar esas bromas que no lo son con una sonrisa, mientras noto en la mirada de mi madre el "¡Paciencia!" que recoge de sus amigas. Si le replicas que él ha pintado miles de soldaditos de plomo, asegura que no es lo mismo y que ha sido lo bastante astuto como para usar una lupa. Finge decir esas cosas en un tono jovial, pero es fácil advertir en ellas mortíferas cargas de profundidad, nunca ha tenido sentido del humor. Al menos, me digo, no se ha abandonado a la vejez, se afeita cada mañana, su camisa impoluta, sus corbatas nuevas, la raya de su pantalón más recta que la de una espada. Las cosas buenas.



Por fin mi padre descubrió la primera de las cartas, la del jugador que se suponía estaba a su derecha. Caí en la cuenta, no era un solitario, sino las siete y media.



Es un juego ramplón, estimulante, de trinchera. Sin muchas complicaciones. En él intervienen la intuición y el azar, y a medida que el mazo de cartas disminuye y hay más descubiertas sobre la mesa, son oportunas la memoria, la técnica estadística y la teoría de probabilidades. Cada carta su valor y las figuras, media. Un tres y un rey: tres y media. Gana quien alcanza las siete y media o se acerca más a ese número. Pierde el que se pasa. El juego preferido de muchos en la guerra. Podía jugarse a cualquier hora, en cualquier lugar, sin un número determinado de jugadores. Cada cual dependiendo de sí mismo, sin compañeros. Podían detener la marcha, de una posición a otra, y bastaban unos minutos de descanso para que los soldados montaran una chirlata. Un día.



Forma parte del repertorio bélico de mi padre. Un amigo suyo le propuso una partida. Mi padre, enlace, diecisiete o dieciocho años, le dijo, no puedo, tengo que llevar el parte. El amigo insistió, te juego el servicio, si pierdo lo llevo yo, si pierdes, me debes media botella de coñac. El amigo perdió. Mi padre había recibido la víspera unas botas nuevas, de cuero, de media caña, que le mandaba la abuela. Hasta ese momento había hecho la guerra en alpargatas. Como la mayoría. El amigo le rogó, por lo menos déjame las botas. Había llovido. A ese amigo lo mató en el camino una bala perdida. Mi padre se quedó el mismo día sin botas y sin amigo. Lo arrestaron por cambiar el servicio. Los compañeros trataron de consolarle: Germán, esa bala era para él, para él, no para ti.



Uno se lamentó: peor es lo de las botas. Porque habían atravesado media España. Estaban en Teruel, a veinte grados bajo cero y con medio metro de nieve. La estampa de mi padre jugando solo era triste, abrumadora. Pensé: ¿Es lo que me espera a mí también? ¿La vejez es esto?



Me acordé de las tardes de los domingos en las que él condescendía excepcionalmente a mezclarse con nosotros en ese juego en el que era imbatible, una familia unida, feliz. ¿Lo fuimos? ¿Por qué, pues, este recuerdo me llenó de malestar? Si pudiera evitar estos almuerzos, quizás los evitara. Sí. No. Debo estar con ellos. He vuelto en parte a eso, a estar con ellos sus últimos años. ¿Por qué habré vuelto a León? Me fui a Tenerife porque era el confín más alejado de él. Me afilié al Pce en la Universidad, en parte, porque sabía que era también lo más opuesto a él. Sé por qué dejé el Pce hace años, pero nadie sabe por qué he vuelto a León. Yo creí que lo sabía. Quizá a aprender a olvidar y a no depender siempre del pasado.



Al fin mi padre se decidió a jugar su baza. Con quedarse plantado habría ganado. Un siete es siempre una buena jugada. Ninguno de sus invisibles compañeros de partida la había superado. Le vi titubear. Se oyeron unos pasos. Apareció mi madre, como de costumbre, dinámica, efusiva, y detrás Olimpia, de la edad de mi madre, pero gruesa y renqueante como una oca vieja. Habiendo nacido en Villacastrón, un pueblo de la Sobarriba, el suyo es un nombre aún más poético y bonito. Olimpia nos crió a mis hermanas y a mí.



El clima de aquella escena quedó roto por el párkinson de Oli y el tintineo de los vasos. Se oían como las esquilas de un rebaño. Mi padre se sobresaltó y volvió la cabeza. Los hombres como mi padre se sobresaltan y alborotan por cualquier cosa, oyen un ruido y se asustan, y miran para asegurarse de que no son ellos los que se han caído o los que han tirado algo. Inquietos, desasosegados. Al descubrir que yo estaba detrás de él, desbarató con un gesto nervioso y decidido toda la partida. Quedaron los naipes sobre el tapete como el mapa de un país desconocido.



-¿Jugabas solo, padre?



Parecía abatido. Su expresión era mortecina y triste. Grandes bolsas bajo los ojos, mandíbula fuerte y, sí, cabeza de león, pero algo acartonada, como disecada. En su juventud debió de ser atractivo, en las fotos se confirma; en las fotos, por cómo mira al fotógrafo, él también cree saberlo. Sigue siendo un hombre apuesto. Y la cojera. La cojera de todos modos no sale en las fotos. Incluso le hace caminar con el aire marcial de sus soldados de juguete. Mi madre se alegró de mostrármelo, incluso ella sabía que "aquello" era algo verdadero, algo valioso.



-Juega con sus amigos.



Mi padre los fue señalando. Pareció no disgustarle que yo descubriera esa pequeña intimidad, saber que un hombre como él tenía intimidad, sentimientos.



-Ese es Ciriaco, ese Generoso, ese Senén y ese Aniceto.



Yo, que he pasado tantos años fuera de León, percibí en estos nombres el espíritu áspero y arcaico que ha tenido esta tierra alguna vez. Hace años empecé a hacer una lista con aquellos que llamaban mi atención, no sacados de los libros, sino de las lápidas de los cementerios, de los consejos de guerra, de los sindicatos y partidos, de las esquelas de los periódicos: Adonías, Matutina, Efrén, Abundio, Odilio, Atanasio, Odelmiro, Críspulo, Quionia, Rudesindo, Príscila, Rolindes, Honorino, Remigia, Apolonia, Crisanto, Acracio, Magín, Verinilo, Serapio, Hermelinda, Eutiquio, Sóstenes, Atilano, Petronila, Casimiro, Robustiano, Deodato... En todos y cada uno parece correr la savia del castellano, la médula de la lengua leonesa.



-Salieron de Cerralba los cinco, pero sólo volvió él -explicó mi madre recogiendo la voz, como si no quisiera molestarlos en sus tumbas.



No hubo más. No se habló más. Aquello no era un juego, lo comprendí bien, sino el íntimo homenaje de un hombre viejo a sus amigos muertos con los que cree que se reunirá bien pronto. En general esos almuerzos semanales se limitan a que mi madre habla y mi padre y yo escuchamos, con todos esos batallones y regimientos artillándonos las espaldas. Puede ser oprimente. La aversión que tengo a esa casa se debe en parte a las vitrinas de cristal que hay en cada habitación, en los pasillos, en su despacho, en el salón. Resulta sofocante. Son como urnas funerarias hechas a medida. A la medida de su solipsismo. Cuando la casa está en penumbra se refleja uno en los cristales, y parece que está muerto.



-¿Qué edad tenían? -le pregunté.



Creo que le gustó que se lo preguntase. Lo vi en su semblante, algo así como un "algo mío te interesa. Sí, soy una persona, tengo sentimientos".



-Diecisiete. Éramos los cinco del mismo tiempo.



Y luego pasamos a hablar de otras cosas, de cómo va mi nuevo apartamento. Por llenar el tiempo.