Image: Manuel Fraga Iribarne y su tiempo

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Letras

Manuel Fraga Iribarne y su tiempo

Manuel Penella Heller

16 enero, 2012 01:00

Manuel Fraga en 2011. Foto: Reuters

Planeta, 2009

Desde la infancia hasta el año 2009, este libro repasa las ideas y la actividad política de Manuel Fraga, fallecido este domingo en Madrid a los 89 años. El libro hace especial hincapié en la evolución de su pensamiento liberal conservador y su capacidad para adaptarse a las turbulentas mareas de la vida pública española desde los tiempos hasta hoy. El prólogo, que reproducimos a continuación junto al primer capítulo del libro, lo define como un hombre que se ganó "un lugar destacado en la brevísima lista de personajes a los que siempre habrá que volver en busca de esclarecimiento y orientación".

Prólogo

El político liberal conservador Manuel Fraga Iribarne (Villalba, 1922) ocupa un lugar destacado en la brevísima lista de personajes a los que siempre habrá que volver en busca de esclarecimiento y orientación. Al hilo de su biografía contemplamos los hechos y las inquietudes del siglo xx desde una perspectiva que nos invita a cultivar la comprensión entre generaciones, un bien muy preciado, básico para la cordura política de una sociedad que ha pasado por graves dificultades de convivencia.

Yo lo considero, ante todo, un modernizador. Si tenemos en cuenta su hábil y obstinada contribución a nuestro ingreso en la Unesco, le vemos actuando como tal desde principios de la década de los cincuenta. Y siempre será forzoso recordar su Ley de Prensa, comienzo del deshielo político que nos llevaría a la Transición, así como su decisiva contribución al auge del turismo, fuente de divisas y del fenómeno de difusión cultural que hizo posible nuestra puesta al día. Veo en todo ello el mismo impulso, característico de todas sus actuaciones, grandes y pequeñas, y también, desde luego, de sus esfuerzos por entreabrir el Régimen del general Franco desde dentro. Sus dificultades, sus triunfos a medias y sus éxitos indiscutibles nos ofrecen el completo guión de una época.

Añadiré que ni siquiera apelando a la imaginación soy capaz de visualizar a ningún otro político español realizando su histórico cometido de antes, de durante y de después de la Transición. No sólo fue capaz de transformar nuestra derecha autoritaria en una derecha democrática; también consiguió centrarla y dotarla de un partido hecho para resistir los embates de la historicidad. Tres proezas en una. No quiero ni pensar en cómo habría podido salir la Transición si en lugar de Fraga nos hubiera tocado en suerte un político tan errático como José María Gil-Robles. Si sólo hubiésemos contado, por el lado derecho, con políticos como Federico Silva Muñoz o Laureano López Rodó, ¿habríamos salido tan bien librados? No lo creo, francamente.

Mucho debemos a la coherencia y a la claridad de ideas de Manuel Fraga Iribarne. Como aquí se verá, no pocos de los errores que le han sido imputados se pueden considerar aciertos si de lo que se trataba era de poner al día la derecha española y, por lo tanto, el sistema político en su conjunto. Esa coherencia destaca por su naturalidad y por su falta de rigidez en lo accesorio.

Fraga siempre ha sido más flexible de lo que imaginamos. El secreto se esconde, creo, en sus principios y en su basamento aristotélico tomista. Y esa coherencia, de la que puede presumir con orgullo, ha tenido, como punto de referencia para muchos españoles, un valor inapreciable, con un efecto estabilizador sobre el conjunto. Si él hubiera ido dando bandazos, todos los habríamos dado con él, por un lado y por el otro. Con su absoluto compromiso democrático, Fraga, precisamente por no haber renunciado nunca a sus valores conservadores de raigambre católica, actualizados por el mensaje del Concilio Vaticano II, hizo más por nuestro aprendizaje de la mutua tolerancia que si hubiera entrado en el juego común de disfrazarse de lo que no es.

Como sobre él ha caído no poca incomprensión, como algunas de sus improntas sobre el curso de los acontecimientos se produjeron fuera de la vista del gran público, me ha parecido oportuno contar su vida desde el principio y sin perder de vista el contexto histórico.

Fraga ha sido siempre un gran realista, y como el lector verá, desde el principio se acostumbró a actuar a partir de lo dado, con pocas ensoñaciones de por medio. Y realmente no tiene ningún sentido atribuirle proclividades totalitarias o fascistas. Desde muy temprano se sintió tal como es ahora, un político liberal conservador.

Aquí me tocaba poner de manifiesto, con un grueso trazo, el camino que recorrió, con especial atención a los tramos más peliagudos. Por eso he prescindido casi por completo de las anécdotas y no he querido marear al lector con los innumerables datos de su impresionante currículum, que llena un volumen de más de doscientas páginas.

También he tenido que reprimir, casi siempre, mis impulsos analíticos. Me he contentado con una pequeña muestra de sus libros, rescatando algunos, pero dejando la mayor parte fuera del recorrido o en una simple nota a pie de página. Con más de doscientas obras en su haber, Fraga será objeto, no nos quepa duda, de importantes trabajos académicos.

También he tenido que descuidar deliberadamente al conjunto de sus amigos, admiradores y seguidores, contentándome con unos pocos. Y es que sus compañeros de viaje han sido muchísimos. Me ha parecido importante destacar que precisamente su hazaña como constructor del Partido Popular ha sido dar vida a una formación que supera el marco de «los amigos de», con el que no pudieron romper otros aspirantes a ocupar el centro derecha.

La figura resultante es, a mi juicio, mucho más atractiva que la que nos hemos forjado a fuerza de lugares comunes, por ejemplo imaginándolo destemplado, autoritario e incapaz de autocrítica. No discuto ni sus arranques de malhumor ni su vehemencia, pero quiero destacar que, tratándose de asuntos trascendentes, nunca descarriló.

Fraga es hombre complejo, de fuerte carácter, pero también reflexivo y capaz de trazarse planes de largo aliento. Tiene una considerable mano izquierda. Es capaz de entenderse con gentes diversas, es indiferente a las tentaciones oportunistas y es demasiado alto como para enredarse en ninguna clase de rencor político. Quienes le conocen bien siempre destacan no sólo su elevada preparación y su honradez, sino también su buen corazón. Son datos que tener en cuenta, por cuanto su obra política no podría haberse materializado con menos recursos intelectuales, morales y afectivos.

Debo expresar mi agradecimiento, en primer lugar, a mi protagonista, siempre dispuesto a recibirme en su despacho del Senado. Ha leído el texto a la caza de errores, pero con ánimo de respetar mis opiniones, no necesariamente coincidentes con las suyas. He podido escribir con máxima libertad, siendo yo, por lo tanto, el único responsable de cualquier pifia que aparezca. También debo dejar constancia de mi agradecimiento a Elena Revuelta Abad, secretaria de Fraga, a Félix Pastor Ridruejo, Carlos Argos, Javier Calderón, Florentino Ruiz Platero, Javier Carabias del Arco, José orejas, Marta Pastor, José Ramón Lasuén y Carlos París. Estoy en deuda con los memorialistas del período y también con Rogelio Baón, Cristina Palomares, John Gilmour, Tom Burns Marañón y Rafael Borràs Betriu. Y no debo olvidar, como referencia, mi deuda con los estudios críticos sobre el pensamiento español del profesor José Luis Abellán.

He tenido ocasión de departir con varios de los protagonistas secundarios de este libro, desde Ramón Serrano Suñer a Pedro Laín Entralgo, pasando por Joaquín Ruiz-Giménez, Gabriel Cisneros, Eurico de la Peña y Fernando Chueca Goitia. A todos les debo algo, como también a Eleanor Krane Pauker, a Dionisio Ridruejo y a mi padre, el periodista y diplomático Manuel Penella de Silva. Mi editor, Joan Eloi Roca, siempre estimulante, ha sido muy paciente conmigo.

Ortega decía aquello de que «yo soy yo y mi circunstancia», añadiendo una indicación sumamente comprometedora: «Y si no la salvo a ella, no me salvo yo.» Pienso que Manuel Fraga salvó su circunstancia, con bien para todos.

Manuel Penella Heller
Madrid, 1 de marzo de 2009.

CAPÍTULO 1
Aires del Nuevo Mundo en tiempos graves
Una infancia estimulante
A principios del siglo xx los segadores gallegos aparecían como surgidos de la nada en las tierras de los trigueros castellanos. El panorama era premoderno en aquellos campos soleados, nada chocante en el espacio europeo, donde la mano de obra, siempre innumerable y sometida a las fatalidades ricardianas, nunca faltaba ni se hacía esperar. El progreso era un asunto que sólo concernía a una pequeña porción de la especie humana. La guerra, en cambio, afligía a millones de personas. Europa se desangraba en las trincheras de la Gran Guerra y en los círculos intelectuales se pontificaba sobre la «crisis del liberalismo». El esfuerzo bélico militarizaba los ánimos de derechas e izquierdas; los totalitarismos estaban a la vuelta de la esquina, en abierta contradicción con los sueños de la modernidad; una cosa traería la otra.

Eminentes pensadores lamentaban la neutralidad de España, y todavía se andaba a vueltas con el desastre del 98. Las guerras tienen efectos tonificantes y el pacifismo y la decadencia van de la mano. Eso se decía. Y por otra parte, viendo en apuros a Inglaterra y a Francia, muchos españoles supuestamente cultos se ponían de parte de Alemania; todo lo que perjudicara a nuestros rivales de ayer era bueno, un razonamiento bastante peligroso. La simpatía por lo alemán, de la cual participaba hasta don Alfonso XIII, haría de las suyas en nuestro país, como tendremos ocasión de ver.

El káiser había ordenado a sus huestes que se llevasen por delante a hombres, mujeres y niños, arrasándolo todo a su paso, una orden que sentaría cátedra como actualización de la técnica militar, con la disculpa de «acortar» la guerra. Los horrores de Lovaina, la ejecución de civiles belgas y la quema de pueblos enteros formaban parte de la actualización; la guerra dejaría de ser un asunto entre soldados, para involucrar a grandes masas humanas; en adelante, la peor parte se la llevarían los civiles.

Un joven gallego, Manuel Fraga Bello, nacido en San Jorge de Rioaveso, una minúscula aldea del término municipal de Villalba (Lugo), llegó en tren a Madrid el pasado siglo, allá por 1915. Dormiría en cualquier parte, comería lo que le quisieran dar. No era el único que peregrinaba en busca de trabajo y tuvo suerte. Lo contrataron como «atador de haces» en Torrejón de Velasco, a sólo treinta kilómetros de la capital del reino. Las jornadas eran interminables, de sol a sol, el salario miserable. Hijo de un carpintero, el muchacho se había quedado huérfano, con una madre arruinada, con hermanos de diversas edades, todos sin porvenir, a menos que se considerase porvenir el paso de atador de haces a segador. En cierto modo, la decisión de probar suerte al otro lado del Atlántico ya la había tomado el destino en su nombre.

A principios del siglo xx miles, cientos de miles de españoles se veían obligados a emigrar; años hubo en los que salieron de España doscientas mil personas. Nuestro desarrollo industrial era de cortos vuelos, y el paro, endémico. Los beneficios que cosechaba España gracias a su neutralidad en la guerra se perdían no se sabe dónde. En el campo, los temporeros pasaban de jornadas interminables a la inactividad forzosa. El analfabetismo y la desnutrición formaban parte del cuadro, como las alpargatas. Y por eso, tras reclamar que se diese una doble vuelta de llave al sepulcro del Cid, Joaquín Costa había puesto su regeneracionismo bajo la divisa de dos palabras mágicas: escuela y despensa. Si había que pedir, se pedía pan. La reforma agraria era un sueño y en Galicia, la patria chica de Manuel Fraga Bello, tierra de minifundios, ni siquiera es seguro que la hubieran deseado los propios interesados, aferrados a sus costumbres.

Había gentes vagando de un lado a otro, por si algún trabajo les caía, sin ver ninguna salida; de ahí el auge del anarquismo y el ascenso del socialismo, dos fuerzas proscritas por el sistema político de la Restauración, basado en el famoso turno entre conservadores y liberales. La estampa de varios obreros analfabetos congregados alrededor de algún compadre que les leía en voz alta las noticias o la buena nueva de Pablo Iglesias era, por así decirlo, la punta del iceberg. La Iglesia había dado la espalda a las amargas realidades sociales, cumpliendo con su parte en el sistema de dominación que las hacía posibles. Las obras de caridad eran reales, pero de muy corto alcance y había una creciente demanda de justicia, cosa muy distinta.

Tenemos un pésimo concepto de las elecciones de los tiempos de la Restauración canovista y del viciado sistema resultante. Sin embargo, la exclusión de las fuerzas obreras, los trapicheos con el censo, los votos de los muertos y las trampas de los caciques eran fenómenos típicos de las democracias de principios de siglo, que no por causalidad entraron en crisis de forma casi simultánea. Estamos ante un fenómeno perverso y generalizado. La propia democracia americana, tantas veces celebrada, tenía un lado muy poco presentable,5como haríamos bien en recordar de vez en cuando para no pecar de injustos con el sistema de la Restauración. Sea como fuere, ya nadie se tomaba en serio las promesas electorales, ni en España ni fuera de ella, y de ahí la crisis del liberalismo democrático.

Para muchos españoles jóvenes que dependían de sus brazos para sobrevivir, el Nuevo Mundo era la única salida; pero había que tener valor para hacerse a la mar. Manuel Fraga Bello se sabía falto de preparación. Era prácticamente analfabeto, se expresaba mal en castellano. El pasaje era muy caro y no sabía adónde ir. ¿Al sur, a la Argentina, al norte, adónde? Se contaban historias para todos los gustos; algunos habían vuelto ricos, de otros no se había vuelto a saber. A juzgar por las cartas, a veces leídas en voz alta por el cura, las cosas podían ir ni bien ni mal; era una especie de lotería.

Se decía, y debía de ser cierto, que los españoles eran acogidos con simpatía, por tener fama de trabajadores y de honrados, las dos virtudes capitales del emigrante. Las labores más duras solían estar reservadas a los indios, a los negros, a los mestizos; era posible ascender en la escala social, y no se caía en el nivel más bajo. Había gente en peores condiciones que el último recién llegado de España. Manuel Fraga Bello y sus hermanos David y Darío decidieron probar suerte en Cuba. Hubo que ahorrar, hubo que hipotecar un minúsculo terreno y pedir algo prestado para pagar los pasajes.

Para Manuel Fraga Bello la aventura no pudo empezar peor. Le robaron la maleta y tuvo que embarcarse con lo puesto. Confinado en el entrepuente, lo más probable es que lo viese todo negro. Aquellos barcos de vapor tardaban algo menos de dos semanas en hacer la travesía atlántica, pero el viaje se hacía eterno para los emigrantes sin recursos; el viaje representaba, por así decirlo, una experiencia iniciática, o una cura de realismo.

Sobre la vida en el entrepuente, los emigrantes nunca han sido demasiado explícitos. He sido depositario de numerosas confidencias al respecto, pero prefiero ceder la palabra a un policía norteamericano que hizo la travesía de incógnito. He aquí un fragmento de su informe: «Durante los doce días pasados con el pasaje he vivido en unas condiciones y un desorden absolutamente ofensivos. Solamente la fresca brisa marina vencía el repulsivo hedor. El lenguaje vil de los tripulantes, los alaridos de las mujeres que intentaban defenderse, el llanto de los niños aplastados por el ambiente brutal, prácticamente todo sonido que llegaba hasta mí, irritaba hasta la exasperación. No se veía nada ante lo que los ojos no prefirieran cerrarse. Todo estaba sucio, pegajoso, repugnante al tacto. [...] Peor todavía era la atmósfera de inmoralidad general. Durante quince horas diarias asistí a este impropio, indecente y forzado revoltijo de hombres y mujeres que, a más de ser completos desconocidos entre sí, a menudo no entendían una sola palabra del idioma del otro.»

Si durante ese viaje, condenado a la inmovilidad, sin posibilidad de darse un paseo por la cubierta, le hubieran dicho a Manuel Fraga Bello que retornaría a su tierra como un triunfador, ¿cómo habría podido creerlo? Su hijo mayor -nuestro protagonista- nacería, gracias a los dictados del destino y del amor, en circunstancias singulares, en una encrucijada cultural de la que habría de beneficiarse cumplidamente; y además, se convertiría en una de las figuras políticas más representativas de nuestro siglo XX. Al joven gallego emigrante, la historia le hubiera sonado a cuento de hadas.

En La Habana, Manuel Fraga Bello consiguió trabajo en la tienda de un compatriota. otros habían empezado como él, de norte a sur del espacio hispanoamericano, durmiendo en la trastienda y sentándose a la mesa del propietario. Se empezaba desde abajo, pero a fuerza de honradez y constancia, se podía llegar lejos, a una participación en el negocio o, a fuerza de ahorrar, a la independencia. Lo primero era aprender a escribir y dominar las cuatro reglas aritméticas, sin las cuales no se iba a ninguna parte; es lo que hizo Manuel Fraga Bello.

En un trenecillo de briosa locomotora y sólo dos vagones, ya con unos ahorros, Manuel Fraga Bello llegó a Manatí, un pueblecito costero, en la región de Tunas. No era el primer emigrante español, como pudo comprobar, y también se le habían adelantado no pocos jamaicanos, haitianos, coreanos y chinos.

Manatí era un destino muy atractivo para los que dependían de su fuerza de trabajo, por su ingenio azucarero, propiedad de una compañía norteamericana, la Manatí Sugar Company. La zafra, de jornadas interminables, como la siega en tierras castellanas, atraía a mucha gente y algunos tenían la suerte de trabajar todo el año para los norteamericanos, los primates del lugar, asociados a la oligarquía local de acuerdo con el típico esquema de dominación neocolonialista.

Cuba padecía la devastación de su suelo, como gran proveedora de azúcar, sin posibilidad alguna de progresar a causa de tal especialización. Las líneas férreas eran propiedad de las empresas norteamericanas que dominaban el negocio. No había esclavos, pero las personas obligadas a vivir de un jornal tenían pocos motivos para sentirse dichosas. La nueva forma de explotación del trabajo humano excluía hasta el último resabio de miramiento paternalista. Los patronos se lavaban las manos ante la «cuestión social». Herbert Spencer ya les había explicado que lo mejor era abstenerse de practicar la caridad, para no prolongar los sufrimientos de la clase menesterosa, para dejar que, sencillamente, la naturaleza hiciese su trabajo, cruel pero saludable.

Eran los tiempos del big stig, de la «política de la cañonera», y secundariamente los de la «diplomacia del dólar», todavía en sus comienzos. Todo el espacio caribeño se encontraba dominado por el gigante del norte, directa o indirectamente. Cuba era un ejemplo típico de ese sistema, perdida no sólo para los españoles tras el desastre del 98 sino también para el grueso de sus habitantes. El barniz democrático y liberal escondía una sociedad estamental, con pocas posibilidades de ascenso social para los que penaban en los planos inferiores.

La pequeña plaza de Manatí tenía un cierto aire habanero. Un poco más allá, había una gasolinera, donde el precioso combustible se repartía en latas. Era un producto de importación, como casi todo lo que requería algo más que habilidad manual para hacerse realidad.

Había una mansión notable, de estilo colonial, algo apartada, la residencia de la marquesa de San Miguel de Aguayo, descendiente del conquistador de Nuevo México. Los norteamericanos le habían comprado las tierras donde funcionaba el ingenio azucarero. Un gran jardín de exótico colorido rodeaba esta propiedad. Cuando la marquesa salía a pasear en su refulgente coche americano, quizá un Packard, era inevitable seguirla con la vista. La marquesa era auténtica, pero nadie sabía qué pensar de semejante título, aunque a Manuel Fraga Bello le pareciese de lo más natural, tan serio como la mansión en sí misma. En España la nobleza poseía enormes extensiones de tierra; además, don Alfonso XIII seguía premiando a las gentes de fortuna y también a los militares con títulos de marqués o de conde. Aquí, en cambio, la sociedad reposaba sobre una especie de contrato, supuestamente firmado por personas libres, no en consideraciones relacionadas con el estatus social y con la sangre azul; ¿quién podía entenderlo?

Las casitas de Manatí eran pulquérrimas, hechas de frágiles paredes, porque, con ese calor, no hacía falta más; pintadas de colores, tenían pequeños jardines, con muchas flores. Bandadas de extraños pájaros alegraban la mirada. El mar recordaba la patria lejana.

La gente parecía dispuesta a bailar y a cantar con el menor pretexto; se respiraban aires festivos, que servían para mantener a raya la «morriña». La gente era de risa fácil y tomaba la vida al vuelo, sin pensar en el día de mañana, la obsesión del emigrante. Sentados a la puerta de sus casas, los ancianos, fumando gruesos cigarros, eran muy dados a platicar sobre lo divino y lo humano; no todos se hallaban en sus cabales, salvo que creyeran realmente en los espíritus. Cosas que en Galicia se consideraban pecado aquí se tomaban a broma. En términos formales, todos eran católicos, de acuerdo con la herencia española, pero la Iglesia no controlaba la situación. Había protestantes por allí y, por lo visto, no todos eran iguales, porque los había partidarios de la poligamia. Los haitianos se habían traído su vudú, y las gallinas desaparecían. Una cosa eran las meigas gallegas y otra estas brujas de anchas caderas. Por la noche se formaban círculos humanos en torno a una llama, a la espera de no se sabe qué.

Cuando el remoto batir de los tambores, con sus misteriosas sugestiones, no le dejaba dormir, Manuel Fraga Bello se hacía cargo de su condición de extranjero en tierra extraña. No tuvo más remedio que crecerse, reafirmándose en los valores que le habían inculcado en su tierra. En este sentido, la experiencia no le desmoralizó ni le trastornó; al contrario, le robusteció, como a veces sucede cuando lo propio parece mejor, cuando sigue pareciendo mejor después de un shock cultural de estas características.

Los españoles de Manatí se reunían para charlar de sus cosas. ¿Por qué habían tenido que emigrar? ¿Quién se había inventado el cuento de que en Cuba se podía vivir mejor que en España? ¿No era absurdo que, después de haber dado tanto a esta isla, como a toda Hispanoamérica, los españoles tuvieran que vérselas con estos mosquitos y con estos trabajos, entre chinos y negros? Pero había penas que mejor no las ponía uno por escrito, porque allá lejos, en casa, no habrían sabido qué pensar. Aquí, por lo visto, los fracasos eran personales, no colectivos.

Manatí olía a azúcar. Como el pueblo carecía de cementerio, los muertos eran despedidos en la estación, donde había que esperar la llegada del tren. Había muchísimos mosquitos. La brisa caribeña era muy agradable, y lo habría sido mucho más sin ellos; se decía que eran capaces de dejarte completamente anémico. La vida de Manuel Fraga Bello giraba alrededor de la Manatí Sugar Company.

Es inevitable recordar el caso del padre de Fidel Castro, también gallego, que empezó desde abajo, en similares circunstancias, como vendedor ambulante de vasos de limonada. Manuel Fraga Bello abrió un quiosco cerca del ingenio azucarero, en un lugar de paso. Su quiosco pasó a llamarse La Guarapera, un buen punto de referencia para encontrarse y charlar un ato. Vendía refrescos y ron Bacardí. Mil veces repintado, el quiosco sigue en el mismo sitio, insensible al paso del tiempo. A fuerza de calcular y ordenar, Manuel Fraga Bello logró tener de todo, desde cigarrillos americanos hasta velas. La idea de que, a fuerza de voluntad y de honradez, es posible labrarse una posición le sería inculcada a su hijo mayor desde la cuna; era cuestión de trabajo y de constancia.

María Iribarne era una joven nacida en el País Vasco francés que trabajaba para la marquesa de Aguayo en calidad de dama de compañía. Por sus modales y por su cultura, se hallaba por encima de Manuel Fraga Bello, que tuvo que vencer su timidez para hacerse notar. No se imaginaba que ella ya se había fijado en él, en primer lugar porque iba siempre bien vestido, de traje, sin concesiones al clima tropical. Había encontrado a la mujer de su vida, nacida en ostabat, un pueblo de la costa atlántica, en la región de Aquitania, según los franceses, o, mejor dicho, en la Baja Navarra. Tenía algo en común con él: la dura escuela del emigrante. Ella tampoco se había podido quedar en su pueblo, donde su padre trabajaba de albañil. Primero había probado suerte en París, donde trabajó en casa de un médico, y luego en Madrid, donde fue puesta en relación con la familia Aguayo, debidamente recomendada. Ya sobre seguro, se había embarcado con rumbo a Cuba en compañía de dos de sus hermanos.

María Iribarne vivía y trabajaba en la mansión de la marquesa. Lo que no quiere decir que pudiese sentirse al margen del drama de aquellos años. Dos hermanos suyos habían sido movilizados. Uno de ellos, José, salió aparentemente indemne del infierno del Somme. El otro, Bernardo, víctima del gas mostaza, no se recuperó y falleció poco después. De ello se deducían lecciones graves y, como veremos, trascendentes. A falta de espacio propio, sin posibilidad de expansión, María Iribarne se había dedicado a ahorrar. Hablaba no sólo francés, su lengua materna, sino también castellano, lo que nos recuerda que éste, más que por imposición, se había extendido y consolidado, no por ser la «lengua del Imperio», sino por su utilidad en este tipo de situaciones, como instrumento de comunicación, tanto en España como en Hispanoamérica.

El problema era que Manuel Fraga Bello aún no había «triunfado». Iba por buen camino, pero todavía no se hallaba en condiciones de mantener una familia, circunstancia que no impidió que la relación se formalizase. El amor pudo más que los cálculos. Hicieron un viaje a Europa. En ostabat, Manuel Fraga Bello conoció a los padres de su mujer. Después, ya casados, pasaron una larga temporada con la familia de él, en Villalba. El 23 de noviembre de 1922 nacía su primer hijo, nuestro protagonista, Manuel Fraga Iribarne. El feliz acontecimiento tuvo lugar en casa de la abuela paterna, en la rúa da Pravia, 19.

Sus padres no tenían más remedio que regresar a Cuba. El recién nacido se quedaría con la abuela, la señora Dolores Bello, con una ama de leche y con su tía Amadora, hasta que ellos se hubiesen hecho con una casa propia. Cuando el bebé abrió los ojos al mundo, su madre ya no se encontraba allí. Que algo sufriese no se puede descartar, por lo que hoy sabemos acerca de las sutiles relaciones entre un recién nacido y su madre, pero lo decisivo es que contó, en la persona de su abuela, con una referencia maternal de primera magnitud. Estableció con ella un poderoso vínculo afectivo, con el correspondiente apego al terruño.

La abuela acunó sus tiernos oídos con el habla de Galicia y con las canciones de los segadores. No sabía castellano, tampoco sabía escribir, pero, claro es, dominaba las cosas de su mundo. Como parte de la situación, nuestro protagonista también estableció un vínculo afectivo imperecedero con su ama de leche y con su tía Amadora, la hermana menor de su padre. Las tres mujeres le dedicaron su tiempo en un entorno tranquilo y recogido, sin comodidades, pero ideal desde el punto de vista del arte de la crianza. Los cinco sentidos del infante se familiarizaron con la naturaleza, de la que, como veremos, nunca se separaría del todo, y a la que siempre tendría necesidad de regresar en busca de purificación.

En 1926, a los cuatro años de edad, sus padres le fueron a buscar. Habían adquirido, por fin, una casa en Manatí, y la familia dejaba atrás el período de emergencia. No es posible reconstruir la experiencia desde el punto de vista infantil, pero no debemos minimizarla; un niño de cuatro años no es insensible a una mudanza tan espectacular. Lo más probable es que la experiencia fuese estimulante, más que traumática, bien entendido que la separación de su maternal abuela no se puede considerar un evento menor. En teoría, si hubiera sido más pequeño, ese viaje transatlántico le habría hecho mucho daño; ahora, lo más probable es que robusteciese su relación con la familia. Al menos, es lo que suele suceder. Nada tiene de extraño que uno de nuestros políticos más realistas haya tenido, en el punto de partida, una experiencia así, tan impresionante, tan rica en desafíos vitales. Fue aquélla una escuela dura; no fue criado entre algodones. Lo que sigue nos lo confirmará.

Manuel se reencontraba con unos padres a los que no conocía. Y ya tenía dos hermanos, María Dolores y José. Aquello no se parecía nada a su Galicia natal. Su madre, gran novedad, le hablaba en francés, lo más natural para ella; sólo si se enfadaba mucho, María Iribarne soltaba unas cuantas palabras en vasco. Como el francés era la «lengua de la cultura», como ahora lo es el inglés, él siempre se mostraría agradecido a esta circunstancia. El niño fue por primera vez a la escuela, no como uno más, sino como una criatura rara, venida de otra parte. Tuvo que hacer un considerable esfuerzo de adaptación. Conservaría muchos recuerdos de Cuba, el de la casita, el de su columpio, que por lo visto sigue en el mismo sitio, y el de una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, que visitaba con su madre. Se encariñó con sus tíos David y Darío. Le gustaba chupar los trozos de caña de azúcar que le regalaba su padre. Y aprendió a pedir ron como los adultos, en el quiosco familiar, lo que le valía por un refresco. Si daba la mano a algún haitiano por indicación de su madre, lo más probable era que se la frotase después contra el pantalón, temeroso de que la negritud fuese contagiosa... El desarrollo de Manuel Fraga como hablante no carece de interés.

Su primera lengua había sido el gallego, pero su lengua materna era el francés, la lengua que la madre utilizaba para comunicarse con sus hijos. En casa, los padres hablaban en castellano entre sí, con peculiares acentos. El castellano al modo cubano, muy pegadizo, le dejaría alguna traza. Manuel Fraga siempre se consideraría bilingüe, pero, como vemos, más bien cabría considerarlo trilingüe... porque en su caso tanto el gallego como el francés y el castellano tuvieron parecido rango en los orígenes de su experiencia verbal, es decir, en la fase en que la lengua deja una indeleble impronta en el desarrollo cerebral.

Los expertos afirman que siempre prevalece, en el fondo, una de las lenguas, pero en este caso no sabría decir cuál, sólo que el resultado fue excelente. Manuel Fraga tiene un habla sumamente expresiva, personalísima, con incontables registros, como se demuestra cuando expone sus ideas, cuando matiza, y también, desde luego, cuando se le caldea con el afecto o con un enfado. A veces, se «traga» el final de una frase, o no se le entiende, o se atropella, como si la cabeza fuera más rápido que la lengua, en lo que también podemos ver, creo, la huella de su compleja formación como hablante.

En Cuba, el hombre fuerte era Gerardo Machado, el Asno con Garras según la apreciación popular. Vinculado a los intereses norteamericanos en la isla, este presidente dictador se saltaba la Constitución cuando le venía en gana y aquello podía acabar mal. Se gestaba por aquel entonces el movimiento insurgente que treinta años después desembocaría en la Revolución castrista. El Asno con Garras no habría podido imaginar un desenlace así, pero lo cierto es que, como sanguinario represor, merece un lugar destacado en el cuadro de honor de los dictadores hispanoamericanos.

La Revolución rusa era un asunto remoto y distante, pero se hablaba de ella en los periódicos, e incluso desde los púlpitos. Se respiraban aires de ateísmo, de socialismo y también de anticlericalismo. De México, entonces bajo la presidencia de Plutarco Elías Calles, llegaban noticias inquietantes. Allí tenía lugar una auténtica persecución contra la Iglesia, privada de personalidad jurídica e inhabilitada para ejercer su ministerio en público. ¿Se trataba de un fenómeno contagioso que se podía extender a Cuba? No, pero los católicos se encontraban bajo una fuerte impresión.

La situación en México había degenerado en una guerra abierta entre las fuerzas gubernamentales y los cristeros, una milicia compuesta por unos veinte mil hombres, entre religiosos, presbíteros y laicos, que se batían al grito de «¡viva Cristo Rey!, ¡viva la Virgen de Guadalupe!». Las fotos de los cristeros ahorcados, colgando de los postes del telégrafo, darían la vuelta al mundo. En el espacio hispanoamericano las cosas nunca habían llegado tan lejos. Los horrores de México quedaron incorporados a la memoria de los católicos, a manera de aviso de lo que podía llegar a pasar. Recuérdese que, para muchos, las noticias del ancho mundo se recibían en la iglesia parroquial, que todavía podía competir ventajosamente los periódicos y, por supuesto, con la radio de galena.

De Estados Unidos tampoco llegaban noticias tranquilizadoras para María Iribarne. Se hablaba del «terror rojo». Eran los años de plomo del anarquismo y de la correspondiente paranoia, que llevaría a la silla eléctrica a Sacco y Vanzetti, dos inofensivos anarquistas italianos. Corrían los locos años veinte, los años del charlestón, y algo de todo ello dejaba sentir su influjo en Manatí. También eran los tiempos de la Ley Seca, y los gánsteres utilizaban Cuba como base de operaciones. Al Capone era ya famoso. Se referían tiroteos y escenas crapulosas; daba grima leer los periódicos. Y como siempre, de noche, se oía el batir de los tambores. María Iribarne pensó que, a todos los efectos, lo mejor sería establecerse en España. Era una mujer de hondo sentido cristiano y no se resignaba a la idea de que sus hijos se criasen en Cuba, en ese ambiente, expuestos a quién sabe qué vaivenes e influencias. Todo indica que no le costó demasiado convencer a su marido, que ya no se sentía en condiciones de seguir progresando en Cuba. La isla ya le había dado todo lo que podía darle.

Manuel Fraga Bello no se hallaba en disposición de explotar a sus semejantes, ni tampoco de hacer trampas. A diferencia del padre de Fidel Castro, no contaba con ningún padrino, ni era hombre de gatillo fácil. La idea de ponerse a traficar con alcohol, lo más rentable, le producía náuseas. El catolicismo impregnaba su existencia, y su mujer tenía toda la razón; estarían mejor en España.

La familia Fraga abandonó Cuba en 1928. El viaje, vía Nueva York, mostró a nuestro protagonista por segunda vez, ya con más claridad, la amplitud del mundo. El padre, con suficientes ahorros, pudo comprar una casa en Villalba.8 Su quiosco había quedado definitivamente atrás, así como todo lo relacionado con el pequeño comercio. Manuel Fraga Bello invirtió en propiedades inmobiliarias y terrenos. Nada arriesgado. Se había labrado una posición, pero no era rico, un dato de la mayor importancia. El dinero hacía falta, desde luego, pero no era lo principal, y el padre y la madre estaban completamente de acuerdo en este punto. El político se preocuparía por asegurar para sí mismo y para sus descendientes una existencia digna, sin dar muestras de poseer instintos rapaces. Le habían enseñado a estar por encima de tales instintos. Es probable que oyese decir que su padre, de haberlo querido, hubiese podido hacerse inmensamente rico con el tráfico de bebidas alcohólicas.

Enfrascado en sus libros de contabilidad, Manuel Fraga Bello dejaba las riendas del hogar en manos de su mujer. La tradición matriarcal, propia tanto de los gallegos como de los vascos, no se había visto afectada por la experiencia cubana. «La política doméstica la dirigía mi madre con grande e indiscutible autoridad -recordaría Manuel Fraga Iribarne-. Sus principios eran claros y eficaces: respeto profundo a la fe y costumbres cristianas, entendidas de modo más bien rigorista; rosario diario, antes y después de cenar; acostarse y levantarse temprano; trabajo organizado y exigido; recordatorio de que no teníamos más camino que el trabajo, la vida seria y la lucha por un triunfo que sólo sería válido dentro de las reglas morales respetadas. Lo menos posible de diversiones y demás pamplinas.»

Este párrafo merece ser leído dos veces. Contiene elementos de juicio de gran utilidad para comprender la evolución de nuestro protagonista. Fiel a las enseñanzas maternas, siempre se acostaría temprano, se levantaría a primera hora, sería un trabajador incansable, capaz de organizar su tiempo con rara habilidad. Y siempre, a lo largo de su dilatada carrera, se mantendría fiel a las enseñanzas morales y religiosas que le inculcó su madre.

Con su acento cubano, con las palabras en francés que se le escapaban, el pequeño Manuel no dejaba de llamar la atención de los otros niños. Se activaban mecanismos bien conocidos por los estudiosos del desarraigo. Los grupos se afirman en su identidad a costa del extranjero, y éste se afirma en sí mismo, por oposición. En el caso de la gente menuda, la extranjería no es una condición relativa, sino esencial, que puede ser dañina y dar lugar a personas solitarias, con un toque asocial. En los casos felices, la experiencia contribuye a forjar personalidades fuertes, con aptitudes para el liderazgo. En el caso de Manuel Fraga Iribarne estaban dadas las condiciones para un resultado feliz: su condición de extranjero era, por así decirlo, un añadido de circunstancias; además, en los años decisivos, en los que fragua la personalidad, en los que se completa la fase de socialización, permanecería en tierras gallegas, echando raíces. Pero no sería un chico del montón; con sus antecedentes, no podía serlo. Por otra parte, como suele suceder en el caso de los niños viajeros, su apego a la familia se robusteció. Y en su caso, aparte de que tenía parientes de todos los tamaños, diseminados por la región, hay una circunstancia afortunada que no deberíamos pasar por alto: había una exacta adecuación entre la familia Fraga y su medio. Las familias desarraigadas y viajeras suelen tener serias dificultades de adaptación, resultando sus vástagos proclives a llevar la inadecuación hasta extremos peligrosos. No fue el caso de la familia fundada por Manuel Fraga Bello. La experiencia cubana no había roto el encuadre cultural, cristiano y conservador de la familia, no la había llevado, como habría podido suceder, a sentir como extraña la moralidad de sus antepasados. La coherencia de la familia habría podido verse afectada por la diferente procedencia del padre y de la madre, pero no fue así; el encuadre católico nos ofrece la explicación más sencilla.

Se diría que de su nacimiento en un cruce de culturas y de su experiencia viajera Manuel Fraga sólo extrajo la parte positiva, empezando por la amplitud de miras y la capacidad para contemplar las cosas desde perspectivas diversas, con la disposición a enriquecer lo dado -lo que todos ven- con elementos y matices de su propia cosecha. Formado en una encrucijada de elementos gallegos, españoles, franceses, vascos y cubanos, no estaba llamado a ser un personaje de visión unilateral. Su apego a la familia, favorecido por las circunstancias, llevaba consigo el apego a una tradición, a una escala de valores, a una comunidad. No había ninguna contradicción entre lo que se vivía en su casa y lo que se vivía fuera de ella. He aquí, hasta donde alcanza la mirada, uno de los secretos de su sólida constitución psíquica y moral. «Era una sociedad muy sólida: en el nivel familiar y de la comunidad local.» Los diversos elementos culturales que estaba llamado a integrar no le causaron ningún problema.

Aquella comunidad gallega en la que echó raíces definitivamente Manuel Fraga cumplía todos los requisitos de excelencia: las personas de su entorno compartían una forma de vida, y se hallaban unidas no sólo por meros intereses coyunturales; había una relación directa, cara a cara, de unos con otros; nadie parecía actuar por libre, al margen de la comunidad, y la identidad personal se encontraba en estrecha relación con las obligaciones, roles y tradiciones vigentes. Porque aquélla era, en efecto, una verdadera comunidad, que encajaba a la perfección en el ya clásico modelo establecido por Jack Crittenden en Beyond Individualism: Reconstituting the Liberal Self. 12 Esto quiere decir que Manuel Fraga no se vio expuesto a las típicas anomias culturales que, según se dice, entorpecen o arruinan el desarrollo de las personas que se forman en ambientes donde reinan las contradicciones de orden cultural y moral, los dobles mensajes y las diferencias de criterio. De ahí que el Manuel Fraga que conocemos, la figura histórica, haya dado siempre la impresión de operar sobre cimientos profundos e inamovibles. Los valores cristianos -como el rosario en familia-, compartidos con las personas del entorno, formaron parte esencial de su formación, poniendo en su sitio otras influencias. Le veremos avanzar, claro es, pero siempre a partir de allí, sin rupturas. De hecho, como tendremos oportunidad de ver, no padeció en grado visible las crisis que asociamos a la adolescencia y a la primera juventud. Siempre daría la impresión de ser, aparte de incorruptible, un hombre hecho de una sola pieza.