Escena de 'Las nieves del Kilimanjaro', de Robert Guéguidian

Provocar emociones es, quizá, la mayor grandeza del cine. Dos películas presentadas en la Seminci han subido la temperatura de los sentimientos, provocando ríos de lágrimas, dejando corazones encogidos y la piel de gallina. Dos grandes autores que apuestan por el amor y la bondad en estos tiempos convulsos y que deslumbran con sus respectivas obras mejorando el nivel medio de un Festival que está deparando agradables sorpresas a cada rato. Robert Guéguidian, el autor de clásicos como Marius y Jeannette (1997) llevaba unos años en peor forma y regresa al cine con mayúsculas con la bellísima Las nieves del Kilimanjaro. Fiel a su universo de obreros marselleses, el galo ha arrancado entusiastas aplausos esta mañana con la proyección de una película en la que reflexiona sobre el valor de los viejos ideales izquierdistas y que aboga sin ambages por una defensa de la bondad y la solidaridad como única forma de supervivencia, como lo único, en realidad, que vale la pena en esta vida.



Hay muchos paralelismos entre esta película y la de los hermanos Dardenne, El niño de la bicicleta, también vista en Sección Oficial. Cuenta la historia de un obrero del puerto de Marsella que pierde su trabajo. Un viejo sindicalista que tras una vida de lucha se siente culpable por entregarse a una rutina que considera burguesa y lo aparta de la lucha que ha dado sentido a su existencia. Felizmente casado con una asistente social (la musa de siempre, Ariane Ascaride) ambos afrontan la jubilación con cierta ilusión y temor a estar mano sobre mano. Víctimas de un atraco y descubiertos los culpables, se debaten entre el dolor por el ultraje y el sentido de culpabilidad al enterarse de que el delincuente es un obrero en paro que les ha robado para tirar adelante con sus dos hermanos (muy pequeños) abandonados.



Las nieves del Kilimanjaro habla de cosas profundas con un tono aparentemente ligero: de las consecuencias éticas de nuestras decisiones, de los placeres pero también las servidumbres de la vida burguesa, del significado del compromiso en el mundo actual y, como los Dardenne, de la orfandad y la paternidad, de la solidaridad como forma suprema de belleza. Emociona, hace pensar e incluso hace llorar. Qué hermosa película.



Zhang Yimou lleva varios años jugando a ser el Spielberg chino con una serie de películas (Hero, La casa de las dagas voladoras, etc) tan espectaculares como al final tediosas, en las que daba rienda suelta a su grandioso talento audiovisual pero olvidaba su vieja facultad para contar emociones humanas y tocar la fibra. Con Bajo el espino blanco, el cineasta regresa a los tiempos de aquellas sensacionales La linterna roja o ¡Vivir!, muy notoriamente a El camino a casa. Durante la feroz represión de Mao conocida como "revolución cultural", la película narra, con poesía y lirismo, con emoción y sabiduría, la historia de amor (casta) entre un ingeniero y la hija de un represaliado por el régimen. Basada en una historia real, la película es un canto al amor verdadero, a la fuerza de los sentimientos y el valor del romanticismo en su estado más exacerbado. Sin estridencias, con unas imágenes bellísimas y unas interpretaciones sutiles y precisas, el filme conmueve al espectador y le devuelve la fe por la humanidad. No se puede decir más de un filme hermoso que devuelve al mejor camino a uno de los grandes cineastas contemporáneos.