El escritor Raymond Roussel (París, 1877 - Palermo, 1933) creó un universo narrativo y visual único a partir de una rigurosa y a la vez delirante metodología: su proceso de trabajo partía de la creación de dos frases fonéticamente casi idénticas pero con sentidos y significados muy diferentes, para luego tratar de escribir un relato que pudiese empezar con una de ellas y acabar con la otra. A partir de variaciones de este método escribió Locus Solus, del que ofrecemos un fragmento a continuación.



El Museo Reina Sofía inaugura mañana la exposición Locus Solus. Impresiones de Raymond Roussel, que muestra cómo el complejo y ambicioso proyecto estético-literario del francés ha sido una fuente de inspiración fundamental tanto para numerosos artistas visuales (Salvador Dalí, Francis Picabia, Allen Ruppersberg, Rodney Graham...) como para autores de otros ámbitos y disciplinas, desde la filosofía (Michel Foucault) a la literatura (John Ashbery, Michel Butor, Julio Cortázar...), pasando por la música y la investigación etnográfica. De este modo, la obra de Roussel se utiliza como punto de partida para realizar una lectura oblicua y transversal de la historia del arte del siglo XX.








Capítulo 1





Aquel jueves de comienzos de abril, mi sabio amigo el maestro Martial Canterel me había invitado a visitar, con otros de sus íntimos, el inmenso parque que rodeaba su hermosa villa de Montmorency.



Locus Solus -tal es el nombre de la propiedad- es un sereno retiro donde a Canterel le gusta proseguir con toda calma espiritual sus múltiples y fecundos trabajos. En ese lugar solitario se encuentra suficientemente al amparo de los ajetreos de París, y puede no obstante trasladarse a la capital en un cuarto de hora cuando sus investigaciones le exigen demorarse en cierta biblioteca especializada o llega el momento de comunicar al mundo científico, en una conferencia extraordinariamente concurrida, algún descubrimiento sensacional.



Canterel pasa casi todo el año en Locus Solus, rodeado de discípulos que, rebosantes de admiración apasionada por sus continuos descubrimientos, lo secundan fanáticamente en la realización de su obra. La villa posee varias salas lujosamente dispuestas como laboratorios modelo atendidos por numerosos ayudantes, y el maestro se consagra por entero a la ciencia, allanando sin esfuerzo, con una gran fortuna de soltero exento de cargas, cualquier dificultad material que en el curso de su encarnizada labor susciten las diversas metas que se pone.



Acababan de dar las tres. Hacía buen tiempo y el sol resplandecía en un cielo casi uniformemente despejado. Canterel nos había recibido no lejos de la villa, al aire libre, bajo unos viejos árboles cuya sombra envolvía una cómoda instalación provista de diversos asientos de mimbre.



En cuanto se hizo presente el último de los convocados, el maestro se puso en marcha a la cabeza del grupo, que lo acompañó dócilmente. Alto, moreno, de fisonomía franca y facciones regulares, Canterel, de fino bigotito y ojos destellantes de una inteligencia maravillosa, apenas acusaba sus cuarenta y cuatro años. La voz cálida y persuasiva daba un atractivo enorme a su elocución subyugante, cuya seducción y claridad hacían de él un campeón de la palabra.



Desde hacía un momento subíamos por una avenida muy empinada.



A mitad de la cuesta vimos al borde del camino, en una hornacina de piedra harto profunda, una estatua de extraña antigüedad que, hecha al parecer de tierra negruzca, seca y solidificada, representaba no sin encanto un niño desnudo y sonriente. Tenía los brazos tendidos al frente en ademán de ofrenda y las manos abiertas hacia el techo de la hornacina. De la palma de la diestra, donde había arraigado hacía largo tiempo, surgía un arbustito muerto de una extrema vetustez.



Canterel, que seguía andando distraído, tuvo que responder a las unánimes preguntas. -Es el Federal de semen-contra que Ibn Batuta vio en el corazón de Tombuctú -dijo señalando la estatua, y acto seguido nos develó su origen. El maestro había conocido íntimamente al célebre viajero Echenoz, que en el curso de una expedición a África llevada a cabo en su juventud había llegado hasta Tombuctú.



Habiéndose embebido antes de partir de la bibliografía completa de las regiones que lo atraían, Echenoz había leído varias veces cierto relato del teólogo árabe Ibn Batuta, considerado el más grande explorador del siglo XIV después de Marco Polo.



Hacia el fin de una vida fecunda en descubrimientos geográficos memorables, cuando habría podido gozar de la plenitud de su gloria en merecido descanso, Ibn Batuta había vuelto a emprender una exploración lejana y llegado entonces a la enigmática Tombuctú.



Durante la lectura del relato Echenoz se había fijado sobre todo en el episodio siguiente.



Cuando Ibn Batuta entró solo en Tombuctú pesaba sobre la ciudad una consternación silenciosa.



Ocupaba el trono entonces una mujer, la reinal Duhl -Serul, quien, de sólo veinte años de edad, aún no había elegido esposo.



De vez en cuando Duhl-Serul padecía terribles crisis de amenorrea; la congestión resultante, que afectaba el cerebro, le provocaba accesos de locura furiosa.



Estos trastornos redundaban en graves prejuicios contra los nativos, visto el poder absoluto que detentaba la reina, proclive en esos períodos a impartir órdenes insensatas y multiplicar sin motivo las condenas a muerte.



Habría podido estallar una revolución. No obstante, fuera de aquellos momentos de aberración Duhl-Serul gobernaba a su pueblo con una juiciosa bondad. C omo rara vez habían conocido un reinado más feliz, en vez de derrocar a la soberana, lanzándose a lo desconocido, los subditos toleraban con paciencia esos males pasajeros compensados por largos períodos florecientes.



Hasta entonces, ninguno de los médicos de la reina había logrado paliar el mal.



Fue el caso de que al llegar Ibn Batuta consumía a la reina una crisis más violenta que las anteriores. A una sola palabra suya había que ejecutar a numerosos inocentes y quemar cosechas enteras.



Agobiada de hambre y terror, la población esperaba día a día el fin de un acceso que, prolongándose más de lo razonable, volvía la situación insostenible.



En la plaza pública de Tombuctú se alzaba una especie de fetiche al que la creencia popular atribuía un gran poder.



Era una figura de niño hecha enteramente de tierra oscura y basada en curiosas circunstancias bajo el reinado del rey Forukko, antepasado de Duhl-Serul.



Dueño de las cualidades de juicio y dulzura que en tiempos normales mostraba la reina actual, Forukko, mediante el dictado de leyes y una completa entrega personal, había llevado a su país a un alto grado de prosperidad. Como agrónomo ilustrado vigilaba él mismo los cultivos, atento a introducir numerosos perfeccionamientos fructíferos en los caducos métodos de siembra y recolección.



Las tribus fronterizas, maravilladas por aquel estado de cosas, se habían aliado a Forukko para beneficiarse de sus decretos y su asesoramiento, pero protegiendo cada una su autonomía mediante el derecho a recobrar a voluntad la independencia completa. Se trataba de un pacto de amistad, no de sumisión, por el cual se comprometían además a coaligarse contra un enemigo común si era preciso.



En medio del loco entusiasmo desencadenado por la declaración solemne de la unidad conseguida, se había resuelto alzar, a modo de emblema que inmortalizara el resonante acontecimiento, una estatua hecha exclusivamente de tierra tomada de los suelos de las tribus reunidas.



Cada poblado había enviado su parte consistente en tierra vegetal, símbolo de la alegre abundancia que auguraba la protección de Forukko.



Un artista de renombre, ingenioso en la elección del tema, había mezclado y amasado todos los humus para erigir un gracioso niño sonriente que, verdadero retoño común de las numerosas tribus confundidas en una sola familia, parecía consolidar aún más los vínculos establecidos.



La obra, instalada en la plaza pública de Tombuctú, había recibido en razón de su origen un nombre que traducido a lenguaje moderno daría estas palabras: el Federal. Modelado con una destreza encantadora, el niño, desnudo, el dorso de las manos vuelto hacia el suelo, alargaba los brazos como haciendo una ofrenda invisible y, con ese gesto emblemático, evocaba los dones de riqueza y felicidad prometidos por la idea que representaba. La estatua no había tardado en secarse, endurecerse y adquirir una solidez duradera.



Respondiendo a la esperanza general se había abierto para los pueblos fusionados una edad de oro; ellos, que atribuían su suerte al Federal, habían dedicado al fetiche, pronto a responder a innumerables plegarias, un culto apasionado.



Bajo el reino de Duhl-Serul subsistía la asociación de clanes y el Federal seguía inspirando igual fanatismo.



Como la presente locura de la soberana era cada vez más intensa, se decidió ir en tropel a pedirle a la estatua de tierra que detuviera inmediatamente la plaga.



Encabezada por sacerdotes y dignatarios, una gran procesión que Ibn Batuta vio y dejó descrita se acercó hasta el Federal para dirigirle largas, fervientes oraciones acordes con ciertos ritos.



Aquella misma noche atravesó la comarca un furioso huracán, especie de tornado devastador que rápidamente pasó por Tombuctú sin dañar al Federal, abrigado como estaba por las construcciones circundantes. Durante los días siguientes la alteración de los elementos causó frecuentes chaparrones.



Pese a todo, la vesania de la reina continuaba acentuándose y hora tras hora ocasionaba nuevas calamidades.



Ya se empezaba a desconfiar del Federal cuando una mañana el fetiche manifestó una plantita a punto de abrir arraigada en la palma de la mano derecha.



Nadie d u dó en considerarla un remedio milagroso que el venerado niño ofrecía para curar el mal de Duhl-Serul.



Favorecido su rápido desarrollo por una alternancia de lluvia y sol ardiente, la planta engendró minúsculas flores de un amarillo claro que, recogidas con cuidado, en cuanto estuvieron secas fueron administradas a la soberana, cuyo extravío llegaba ya al paroxismo.



El postergado fenómeno se produjo al instante y Duhl-Serul, aliviada al fin, recuperó el juicio y la ecuánime bondad.



Ebrio de alegría, el pueblo agradeció al Federal en una ceremonia imponente y, deseoso de prevenir próximas crisis, resolvió cultivar con ayuda de un riego periódico, dejándola por respeto supersticioso en la mano de la estatua, sin atreverse a sembrar las semillas en otra parte, esa misteriosa planta, desconocida hasta entonces en la comarca, cuya presencia sólo autorizaba una hipótesis: el huracán había transportado desde regiones lejanas una semilla que, tras caer en la mano derecha del ídolo, había germinado en la tierra vegetal regenerada por la lluvia.



Según la creencia unánime, el propio y omnipot ente Federal había desencadenado el ciclón, conducido la semilla hasta su mano y provocado cada una de las etapas germinativas.



Éste era el fragmento de la narración de Ibn Batuta predilecto del explorador Echenoz, quien una vez en Tombuc tú preguntó por el Federal.



Una escisión sobrevenida entre las tribus solidarias había privado al fetiche de toda significación. Proscrito de la plaza pú- blica y relegado a mera curiosidad entre las reliquias de un templo, llevaba ya largo tiempo sumido en el olvido.



Echenoz quiso verlo. En la mano del niño, intacto y sonriente, se veía aún la famosa planta, ahora seca y canija, que por muchos años -llegó a saber el explorador- había conjurado una crisis tras otra de Duhl-Serul hasta obrar una curación total. Poseedor de las nociones de botánica que exigía su profesión, Echenoz reconoció en el antiguo residuo hortícola un ejemplar de artemisa marítima y recordó que, ingeridas en cantidades mínimas, en forma de medicamento amarillo denominado semencontra, las flores secas de esta radiada constituyen en efecto un emenagogo muy activo. Era precisamente en pequeñas dosis, tomadas de una fuente única y pobre, que el remedio había actuado sobre Duhl-Serul.



Pensando que podía comprar el Federal, visto su actual estado de abandono, Echenoz ofreció una fuerte suma que fue aceptada en el acto. Después transportó a Europa la singular estatua, cuya historia llamó la atención de Canterel.



Hacía ahora poco que Echenoz había muerto, legando el Federal a su amigo en recuerdo del interés que le despertara el antiguo fetiche africano.