Destino, 95 páginas

Tras el enorme éxito cosechado por ¡Indignaos!, en el que invitaba a los jóvenes a la insurrección pacífica, el francés Stéphane Hessel vuelve a la carga con ¡Comprometeos!. El escritor y activista Gilles Vanderpooten, de 27 años, conversa con el nonagenario miembro de la Resistencia y superviviente del campo de concentración de Buchenwald para conocer sus respuestas a los problemas sociales de hoy.




Gilles Vanderpooten: Uno de los mensajes que dirige a la juventud es el de resistir, como usted mismo hizo. Dice: «Basta que haya una minoría sólida, activa, de jóvenes que consideren que el compromiso significa algo, y en ese momento tendremos una Francia resistente». ¿Cómo se traslada el espíritu de la Resistencia a la actualidad? ¿En qué luchas concretas es necesario comprometerse?



Stéphane Hessel: La Resistencia fue un momento histórico muy especial, y no existe razón alguna para que se reproduzca de la misma forma: un país ocupado, gente que debe oponerse a una situación que le resulta insoportable.

Sin embargo, hoy nos encontramos ante otras situaciones insoportables contra las que deberíamos tener el mismo tipo de reacción. En la época de la Resistencia, estábamos indignados por la ocupación nazi, Auschwitz, el nazismo, el antisemitismo... Y confiábamos en dar vida a los valores del Programa del Consejo Nacional de la Resistencia en cuanto Francia fuera liberada.



G. V.: El Programa del Consejo Nacional de la Resistencia apelaba a medidas muy concretas, como «la devolución a la nación de los grandes medios de producción monopolizados, fruto del trabajo común; de las fuentes de energía; de las riquezas del subsuelo; de las compañías de seguros y de los grandes bancos». ¿Cree que esas medidas siguen estando de actualidad?



S. H.: Está claro que las cosas han cambiado en sesenta y cinco años. Los retos no son los mismos que conocimos en la época de la Resistencia. En consecuencia, el programa que por entonces proponíamos no puede aplicarse íntegramente en la actualidad, y no se trata de defender un seguidismo ciego. En cambio, los valores que afirmábamos son constantes, y es preciso ceñirse a ellos. Son los valores de la República y de la democracia. Creo que es posible juzgar a los gobiernos sucesivos por el rasero de dichos valores.

El Programa del Consejo Nacional de la Resistencia afirmaba una visión que sigue siendo válida en nuestros días. Rechazar la imposición del beneficio y del dinero, indignarse contra la coexistencia de una extrema pobreza y una riqueza prepotente, rechazar las feudalidades económicas, reafirmar la necesidad de una prensa realmente independiente, garantizar la seguridad social en todas sus formas... Buen número de esos valores y derechos adquiridos que ayer defendíamos se encuentran hoy en dificultades o incluso en peligro.

Muchas de las medidas recientemente adoptadas conmocionan a mis camaradas resistentes -y nos conmocionan- porque van en contra de tales valores fundamentales. Creo que es preciso indignarse, sobre todo los jóvenes. ¡Y resistir!

Resistir supone considerar que hay cosas escandalosas a nuestro alrededor que deben ser combatidas con vigor. Supone negarse a dejarse llevar a una situación que cabría aceptar como lamentablemente definitiva.



G. V.: ¿Cuáles son los principales escándalos en la actualidad?



S. H.: Creo que el escándalo mayor es de índole económica: las desigualdades sociales, la yuxtaposición de la extrema riqueza y la extrema pobreza en un planeta interconectado. No se trata únicamente de la existencia de los países ricos y los países pobres, sino del aumento de la distancia que existe entre ellos, en especial durante los últimos veinte años. La lucha por que se reduzca es del todo insuficiente.

Hay que hacer llegar este mensaje a las jóvenes generaciones. Sin embargo, resistirse a este tipo de injusticia resulta mucho más complejo que resistirse a la ocupación alemana. En aquella época, te unías a un grupo de resistentes, hacías descarrilar un tren... ¡Era relativamente sencillo! Hoy, sólo reflexionando, escribiendo, participando democráticamente en la elección de los gobernantes puedes confiar en lograr que las cosas evolucionen de forma inteligente... En resumen, mediante una acción a muy largo plazo.



G. V.: ¿Cómo ilustrar el «escándalo de la desigualdad», que puede parecer algo lejano a muchos de nosotros?



S. H.: No basta con indignarse ante «la injusticia del mundo», como si se tratara de un vasto panorama... Muy concretamente, la injusticia se presenta ante mi puerta, ahora, de manera inmediata.

Vivo en Francia, donde hay ricos y pobres. Aquí existen situaciones en las que esta pobreza es especialmente sensible, y se manifiesta en el hecho de que no se hace lo que se debería por las personas que se encuentran de pronto en el paro y pierden sus medios de subsistencia, mientras que sus jefes ganan sumas considerables.

¿Qué puedo hacer ante tal estado de cosas? Puedo ponerme en contacto con los afectados, prestarles un apoyo intelectual o militante, ayudar a las personas que viven en condiciones de escándalo. Esta diferencia entre los muy ricos y los muy pobres, que suscita mi indignación, es susceptible de llevarme a una acción concreta. Para este primer reto, la palabra «resistir» puede tener un sentido específico. Cuando conozco a estudiantes de secundaria que todavía no han decidido qué hacer con su vida, les digo: «Interrogaos sobre lo que os indigna y os escandaliza, y cuando lo hayáis descubierto, tratad de averiguar qué podéis hacer concretamente para luchar contra ello».



G. V.: La resistencia no es sólo intelectual; exige la puesta en práctica, el paso a la acción. Desde ese punto de vista, ¿no cree que la juventud actual es demasiado conformista?



S. H.: Resistir no supone simplemente reflexionar o describir. Es necesario emprender una acción. Ahora bien, a este respecto soy relativamente pesimista: las jóvenes generaciones manifiestan escasa resistencia en relación con lo que las escandaliza y contra lo cual deberían reaccionar.

Los jóvenes son tan capaces como yo de reconocer lo que hay de escandaloso en la injusticia económica y social, en la degradación del planeta, en la violencia no reprimida en Darfur, en Palestina, en algunas regiones de África y de Oriente Medio. Es normal que se reflexione sobre ello y que se hable al respecto... Pero ¿cómo conseguir que esta actitud desemboque en un compromiso práctico?

Con todo, a veces también se indignan: lo vimos con ocasión de las manifestaciones contra la reforma de la jubilación. Más allá de tal o cual reivindicación, hay una sensación generalizada de que a la juventud no se la escucha, y que no se siente satisfecha con la forma en que se la gobierna. Estoy preocupado por la distancia inconmensurable que existe entre las fuerzas políticas y la juventud francesa.



G. V.: A propósito del conflicto palestino-israelí, se expresó usted con firmeza en favor de los derechos de los palestinos y contra la política del gobierno de Israel. Se trata de un compromiso fuerte y decidido por su parte, pero no carente de riesgos: ¡incluso llegaron a perseguirlo por «incitación pública a la discriminación»!

De ahí la siguiente pregunta: tomar partido y comprometerse ¿supone necesariamente correr riesgos? ¿Debe uno en ocasiones renunciar a su libertad de expresión?



S. H.: ¡Jamás! La libertad de expresión es un derecho adquirido al que no se debe renunciar en ningún caso. Los riesgos que tal vez haya que correr constituyen la marca de un carácter firme.



G. V.: Cuando uno mira a su alrededor, constata que las razones para indignarse son numerosas y pueden concernir a gran parte de la población. Pensemos en las desigualdades salariales, en las deslocalizaciones industriales que reducen a los obreros a la nada, en la dificultad de los jóvenes para encontrar un primer empleo, incluso en el hecho de que los ejecutivos se sienten cada vez más desposeídos de su trabajo por el empobrecimiento del contenido del mismo, la cultura de la «presión», los métodos de gestión arriesgados y conflictivos, etcétera. De manera más general, ante la crisis actual, y ante las desigualdades que crecen por doquier en el mundo, ¿resulta posible, incluso deseable, una revolución?



S. H.: Mi generación contrajo una verdadera alergia a la idea de revolución mundial. Un poco porque nacimos con ella. En mí, que nací en 1917, año de la Revolución rusa, constituye una característica de mi personalidad. Adquirí la certeza, tal vez injusta, de que no es por medio de acciones violentas, revolucionarias, que derriben las instituciones existentes, como se puede hacer progresar la historia.

Estoy convencido de que son posibles los progresos mediante la cooperación entre las fuerzas implicadas. Soy un partidario incondicional de la ONU. Considero que los dos grandes logros de mi generación fueron, por una parte, crear la Carta de las Naciones Unidas y a continuación la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, por otra, pacificar Europa. Pero también la descolonización. Son conquistas a las que es preciso aferrarse. No hay que ponerlas en tela de juicio, aunque todavía no aporten la solución a problemas más graves.

Creo que las Naciones Unidas han realizado ciertos progresos. Es necesario reforzar esta organización, apoyarla, dotarla de mayor autoridad y mayores recursos, en vez de intentar desmantelarla para luego sustituirla. Con todo, un joven de veinticinco años puede plantearse esta pregunta: ¿Debemos continuar, construir más, o crear otra cosa por completo diferente?

En todas las sociedades existe una violencia latente que es capaz de expresarse sin reservas. La hemos conocido en las luchas de liberación colonial. Debemos tener conciencia de que las revueltas, obreras, por ejemplo, aún son posibles. Pero es poco probable que se produzcan habida cuenta de la forma en que la economía se ha desarrollado y globalizado. El modelo de Germinal está un tanto superado. En cambio, dado que los medios de la violencia se han acrecentado, hasta un pequeño grupo radicalizado puede hacer mucho daño. Por consiguiente, no hay que olvidar que la estabilidad de las democracias, pero también de las tiranías, es realmente frágil.

¿Qué impone esto como tarea a los miembros de las jóvenes generaciones? Tomarse en serio los valores en los que basan su confianza o desconfianza en quienes los gobiernan. Es el principio de la democracia, que permite influir sobre los que toman las decisiones.

Creo que la diferencia entre mi generación y la suya es que mi civismo era aún esencialmente nacional; me preocupaba del buen funcionamiento de Francia y de la supervivencia. En la actualidad, es probable que nos acerquemos a un civismo global, siquiera sea porque nos damos cuenta de que ningún Estado individual está en condiciones de hacer frente a los retos de que hablamos. Y que no basta con que cuente con el mejor gobierno posible; también se requiere que forme parte de un conjunto.



G. V.: Junto con eso, incluso en relación directa con la cuestión de las desigualdades: el medio ambiente...



S. H.: La degradación del planeta y del medio ambiente constituye el segundo gran reto, en todas partes y ahora mismo. Se trata probablemente del desafío que mueve más a las jóvenes generaciones. Lo que nos indigna actualmente es que la Tierra va mal y no hacemos lo que deberíamos, nos mostrarnos pasivos. También en este caso el término «resistir» puede tener un sentido concreto: protestar contra las actividades de las grandes compañías petroleras o contra las personas cuyo proceder es contrario a la necesidad de prever y de combatir tales degradaciones.



G. V.: ¿Considera el compromiso ecológico tan evidente y tan imperioso como lo era para ustedes la Resistencia?



S. H.: Creo, en efecto, que el compromiso con la ecología es tan fuerte como lo era para nosotros el compromiso con la Resistencia.

El interés del término «ecología» estriba en que se articula en problemas muy determinados, ciertamente con mayor facilidad que el compromiso en la lucha contra la injusticia. El compromiso de vuestra generación por limitar el consumo excesivo de energía y de recursos es uno de los objetivos concretos en los que cabe actuar por uno mismo y en colaboración con organizaciones constituidas para resistirse a las derivas automovilísticas, nucleares, etcétera. Uno puede comprometerse individual o colectivamente, y dar un sentido muy específico a aquello contra lo que lucha.