John Updike. Foto: Rick Friedman

Hace casi treinta años, John Updike publicó Las brujas de Eastwick (1984), seleccionada por la revista "Time" como una de las mejores novelas del siglo XX y considerada por Harold Bloom como la cima del talento de su célebre autor. En su momento, en cambio, las feministas atacaron ferozmente el libro por retratar a tres mujeres enloquecidas por el sexo y enfrentadas hasta el crimen por un demonio encarnado en el cine por Jack Nicholson. Del éxito polémico y descomunal de la novela dieron cuenta una película, tres series de televisión y dos musicales. ¿Pero era tan antifeminista? ¿Y su autor? Poco antes de morir, Updike publicó la secuela de la novela para descubrir qué había pasado con las brujas y desnudar su visión del mundo femenino. Y fue demoledor... con él mismo. El Cultural adelanta varios fragmentos de Las viudas de Eastwick (Tusquets), que aparece hoy en librerías.

Las viudas de Eastwick

Por John Updike



A los que ya conocíamos su sórdida y escandalosa historia no nos sorprendieron los rumores, procedentes de las distintas localidades donde las brujas se establecieron tras huir de nuestro agradable pueblo de Eastwick, en Rhode Island, de que los maridos que las tres mujeres impías se habían agenciado mediante sus oscuras artes no se habían revelado del todo duraderos. Cuando se utilizan métodos malvados, se obtienen productos de mala calidad. Satán remeda la Creación, sí, pero sus resultados son inferiores.



Alexandra, la de mayor edad y cuerpo más ancho, y la que por su carácter más se acercaba a la humanidad normal y corriente, aquella que posee un espíritu generoso, fue la primera en quedarse viuda. Instintivamente, como les ocurre a muchas esposas entregadas de repente a la soledad, comenzó a viajar. Era como si el mundo entero, mediante las frágiles tarjetas de embarque, los tediosos retrasos en los aeropuertos y los mínimos aunque innegables riesgos que entraña volar en unos tiempos de combustibles cada vez más caros, líneas aéreas en quiebra, terroristas suicidas y fatiga acumulada del metal, estuviese obligado a suplir la fructífera molestia de tener un compañero.



A su marido, Jim Farlander, al que había hecho aparecer por arte de magia a partir de una calabaza hueca, un sombrero de cowboy y una pizca de tierra del Oeste -rascada del guardabarros trasero de una camioneta con la parte de atrás descubierta y matrícula de Colorado que, extrañamente fuera de lugar, vio aparcada en la calle Oak a principios de los años setenta-, era cada vez más difícil, a medida que el matrimonio se iba asentando y anquilosando, sacarlo de su taller y de su poco frecuentada tienda de cerámica, ubicada en una calle secundaria de Taos, Nuevo México.



La idea que Jim tenía de un viaje era el trayecto de una hora en coche en dirección al sur, hasta Santa Fe, mientras que su idea de unas vacaciones consistía en pasar el día en una reserva india (navajo, zuni, apache, acoma, isleta pueblo) para ver qué ofrecían los ceramistas nativos americanos en las tiendas de recuerdos, con la esperanza de encontrar a bajo precio, en algún polvoriento economato de la Oficina de Asuntos Indios, una auténtica vasija de los indios pueblo con motivos geométricos en blanco y negro [...]



La impronta de Satán se encuentra en nuestros placeres; si no fuera así, no nos veríamos obligados a repetirlos, aunque estemos saciados, hasta que nos devoran. China tendría que haber dejado a las viudas listas para anudar los cabos sueltos de sus antiguas vidas de casadas y haberlas preparado para el arrepentimiento ante la tumba y el juicio posterior, pero, emocionadas por el redescubrimiento de sus poderes que había propiciado su viaje al extranjero, y poco dispuestas a volver a distanciarse de sus maduras cómplices en la práctica del mal, las tres mantuvieron el contacto, por correo electrónico y por carta, pero sobre todo por el pintoresco medio que usaban cuando vivían en el mismo pueblo: el teléfono. Treinta años después, aquellos macizos instrumentos setenteros, hechos de baquelita y cables soldados de distintos colores, se habían encogido para convertirse en teléfonos móviles plateados, con un timbre que se podía programar para que emitiera nuestra melodía favorita o vibrara sin hacer ruido en el bolsillo del delantal. Las elevadas tarifas de larga distancia, que no mucho tiempo atrás obligaban a los clientes de AT&T a controlar con sumo cuidado los minutos de parloteo, habían disminuido hasta las insignificantes tarifas de Verizon o Sprint, o incluso menos, a medida que los minutos gratis se convertían en una oferta habitual para todos los usuarios de móvil. [...]



A veces recordaban cómo erigían el cono de poder después de tomar algunas copas, pero el rito requería una serie de preparativos formales y pertenecía a unos tiempos que ya se habían esfumado, cuando eran más jóvenes y estaban más implicadas en las vidas que giraban a su alrededor, eran más apasionadas y celosas, y estaban más convencidas de que podían cambiar el mundo material mediante la magia simpatética. El apartamento tenía dos baños (Sukie y Alexandra compartían el más grande) y varios armarios insuficientes y cómodas empotradas, y una cocina pequeña pero bastante capaz, con alacenas y estantes, y un microondas y un colgador giratorio para ollas y sartenes, y un lavavajillas bajo el fregadero tan pequeño que apenas cabían tres cubiertos. Sus ventanas daban al aparcamiento, y, más allá de éste, a la derecha, se encontraba la pista de tenis de Darryl, que tan poco usó, sin la burbuja de plástico que mantenía hinchada con aire caliente.



-Ha cogido mi coche y se ha ido a la playa -respondió Jane, refiriéndose a Alexandra-, aunque le he advertido que estaría llena de gente y que tendría que dejar el coche en el aparcamiento público. Una de nosotras tiene que ir al Ayuntamiento y demostrar que estamos de alquiler, para que nos den una pegatina temporal. Pensaba que a estas alturas ya lo habrías hecho tú, que eres tan aficionada a los lugareños.



-Acuérdate de que ya no puedo tomar el sol. Me sale un sarpullido tremendo. Nunca fui tan aficionada a la playa como tú ni como Lexa.



-No te culpo -dijo Jane, como si no hubiese oído bien lo que la otra acababa de decirle-. Todo se ha vuelto mucho más difícil y burocrático que cuando vivíamos aquí. Los chicos de la puerta te conocían y te dejaban pasar. Eastwick ha perdido aquel desorden que resultaba tan encantador.



-¿No ha ocurrido lo mismo en todo el mundo? -preguntó



Sukie despreocupadamente, mientras iba colocando la leche, el zumo de naranja, los yogures, el café molido, el zumo de arándanos y el pan de centeno judío en el frigorífico-. Cada vez hay más gente a la que regular. Hoy he tenido que aparcar en Oak, cuando antes siempre había espacio en Dock. La gente se acostumbra, eso es lo más terrible de todo. Se olvidan, generación tras generación, de lo que era ser libre.



-Libre -musitó Jane-. ¿Qué significa eso? Tienes que nacer, tienes que morir. Uno nunca tiene el control.



-Hablando de control, otra cosa: creo que las tres deberíamos organizarnos y hacer una compra grande en el Stop & Shop de vez en cuando. En la Superette no tienen carne ni verduras frescas, y nos estamos quedando sin sitios adonde ir a comer. Y sale muy caro -añadió, casi regañándola. Como era la más joven de las tres, se sentía en la obligación de organizar a sus dos compañeras de piso. Tanto Alexandra como Jane eran más despistadas de lo que recordaba: estaban sumidas en la indiferencia que nos devora y nos prepara para la muerte.



-Pensaba que Lexa había ido al Stop & Shop -dijo Jane.



-Sí, pero no ha comprado casi nada. Se ha tropezado con Gina Marino y ha vuelto como en trance.



-Sólo de pensar en comer... -dijo Jane-. No sé qué me pasa. Antes me gustaba la comida, especialmente la que tiene mucha grasa y sal. Cuanto peor me sentaba, más me gustaba. Aunque también estaba ese tira y afloja que todas mantenemos con nuestra propia figura, imaginando que los hombres nos están tomando las medidas todo el tiempo. Chocolate, patatas fritas... Ahora, sólo de mentar esas cosas ya me pongo enferma. Sukie, ayúdame. Se me ha olvidado por qué hemos venido aquí. Dímelo.



-Para estar juntas -le recordó Sukie, bastante seria-. Para revisitar los escenarios de nuestros mejores años. [...]



-Los escenarios de nuestros mejores daños -dijo Jane, con un destello de su viejo yo, tan aficionado a los juegos de palabras.



Antes de hacerse vieja, Sukie imaginaba que las rarezas, las manías, desaparecían en cuanto se dejaba de tener la necesidad de causar una impresión sexual; sin la distracción del sexo, por fuerza se revelaría un yo mucho más real y honrado. Pero resulta que es el sexo lo que nos relaciona socialmente, nos mantiene alerta y nos persuade de que retraigamos nuestras aristas más ásperas para poder mezclarnos con los demás. Sin la necesidad sexual de negociar, existen pocas cosas que pongan freno a las excentricidades neuróticas. Jane estaba sucumbiendo a las suyas.



-Recuerdo que Eastwick era un sitio divertido y pueblerino -se quejaba Jane-, pero ahora se ha homogeneizado, todo se ha vuelto más plano. [...]



Brujas y viudas

Han vuelto. Menudas tres: Alexandra, Jane (la roncadora, que no llegará al final del libro) y Sukie. Las conocimos en una novela anterior, de lectura conveniente para entender esta segunda. Allí tenían treinta años menos y eran poco adictas a las convenciones morales de Eastwick, su ciudad provinciana, donde ejercían de brujas traviesas, consoladoras de maridos ajenos e insatisfechos. Luego las vimos subidas a las pantallas de los cines, con rostros prestados por famosas actrices y con Jack Nicholson sacado a escena para beneficiárselas a todas. Son figuras de un divertimiento narrativo en absoluto superficial, bien asentado sobre una escritura cuidada (de no sencilla traducción, según me han dicho). El desenfado, las ocurrencias maliciosas, la facilidad venérea de las tres amigas, ahora ancianas, componen un cuadro de incuestionable amenidad que rebasa la mera sátira de la emancipación femenina. Updike las volvió a convocar en su última novela. FERNANDO ARAMBURU