Adolfo Suárez

La historia nunca está escrita de antemano. Así lo creía Adolfo Suárez, ex presidente del Gobierno español, y así se explica en esta biografía del político. Esta obra busca ahondar en la figura y trayectoria del principal protagonista, junto al Rey, de un periodo crucial para España, huyendo de prejuicios y tópicos y revelando los testimonios de las personas que trabajaron con él, codo con codo. Adolfo Suárez (Planeta) de Juan Francisco Fuentes, es un nuevo título de la colección España Escrita, dirigida por Rafael Borràs. Publicamos aquí el comienzo de un volumen se presenta hoy en el Hotel Intercontinental.



Capítulo 1

Un joven delgado con una maleta marrón



En el principio fue la República



"Lucía el sol como un gallardete festivo en la misma vecindad del mediodía. Bajo la arcada y su sombra, vi cruzar el patio a un joven delgado con una maleta marrón en la mano derecha."1 La escena tiene lugar en la Ciudad Universitaria de Madrid, a comienzos del curso 1958-1959, en el recién inaugurado Colegio Mayor Francisco Franco, y figura en las memorias escritas medio siglo después por José Miguel Ortí Bordás. Estudiante falangista, natural de Tous (Valencia), futuro diputado en las Cortes elegidas en 1977, senador en varias legislaturas y vicepresidente del Senado en una de ellas, Ortí Bordás narra el momento en el que vio por primera vez a Adolfo Suárez González, joven licenciado en Derecho, natural de Cebreros (Ávila) y futuro presidente del Gobierno. El rector del colegio mayor era Eduardo Navarro Álvarez, apenas treinta años de edad, huérfano de la guerra civil, miembro de la Centuria XX de Falange, buen jurista y brillante intelectual. Más joseantoniano que franquista, su fama de heterodoxo y conflictivo truncó su carrera política en el régimen, sobre todo después de que Franco se enterara de que Navarro entretenía a sus amigos inventando escenas, a lo Guerra de los mundos de Welles, en que las masas asaltaban la Secretaría General del Movimiento y provocaban la huida despavorida de sus ocupantes. Era muy celebrado el momento en el que imitaba la inigualable voz del Caudillo intentando convencer por teléfono a los dirigentes del partido para que convirtieran el edificio de Alcalá, 44, en un nuevo Alcázar de Toledo. Navarro desempeñó cargos relevantes en la transición, aunque no llegó a ministro. En la noche del 15 al 16 de junio de 1977, como subsecretario del Ministerio de Gobernación, fue el encargado de aparecer en televisión para anunciar a los españoles la marcha del escrutinio de las primeras elecciones democráticas. Eduardo Navarro acabó siendo amigo íntimo, hombre de confianza y fiel subordinado de aquel joven delgado con una maleta marrón, tres años más joven que él, que en noviembre de 1958 apareció en el colegio mayor del que era rector. Escribió muchos de los textos, discursos y conferencias de los años setenta, ochenta y noventa que llevan la firma de quien fuera presidente del Gobierno durante la transición. "Yo escribo -le gustaba decir- con un pseudónimo que se llama Adolfo Suárez."



A la pregunta sobre el recién llegado que Ortí Bordás le hizo aquel día de 1958, el rector le contestó que se trataba de un recomendado de Fernando Herrero Tejedor, delegado nacional de Provincias en la Secretaría General del Movimiento, tras haber sido durante algo más de un año gobernador civil de Ávila, donde conoció al tal Adolfo Suárez. Habían perdido el contacto en su breve etapa de gobernador civil de Logroño, pero al poco de ser destinado a Madrid Fernando Herrero lo incorporó a su equipo de colaboradores como secretario personal, un cargo modesto, hecho a medida de aquel joven sin oficio ni beneficio, al que nada retenía en Ávila tras la marcha de su protector. En la Secretaría General del Movimiento, en Alcalá, 44, Adolfo prestaba pequeños servicios a su valedor. Recibía a las visitas, las llevaba a la sala de espera y, si la demora se alargaba en exceso, les daba conversación, con esa simpatía y ese don de gentes que le caracterizaba. Atendía las llamadas de teléfono y se ocupaba de la correspondencia. Él y su jefe sabían que aquello era una forma de ir tirando, mientras resolvía su futuro. Y su futuro pasaba por aprobar unas oposiciones. De momento, había que encontrarle alojamiento, porque Adolfo había llegado a Madrid con lo puesto y la esperanza, pronto desvanecida, de hacer carrera con su padre, procurador en los tribunales. Pero de su padre era mejor no acordarse, porque aquello terminó muy mal y estuvo a punto de termina peor. Tras tomarle bajo su protección, recordando los buenos servicios que le había prestado en Ávila, Fernando Herrero le buscó acomodo en el Colegio Mayor Francisco Franco, donde su hermano José Luis, recién llegado de Santo Domingo, tenía una habitación amplia y confortable en la tercera planta. Fernando habló con José Luis y éste a su vez con el rector. Le puso en antecedentes y le preguntó si habría inconveniente en colocar otra cama en su habitación para que pudiera dormir allí el protegido de su hermano. "Es un chico estupendo y el hombre no tiene dónde meterse."3 Navarro accedió a ello, como no podía ser de otra forma, viniendo de un alto cargo del partido, y porque el favor en realidad lo hacía José Luis Herrero al prestarse a compartir su habitación. Es verdad que aquel chico que acababa de cumplir veintiséis años ya había terminado los estudios, pero no era tan extraño que jóvenes licenciados recalaran en el Colegio Francisco Franco para preparar oposiciones, especialmente si tenían cargos en el SEU o venían recomendados.



Adolfo pertenecía a la segunda categoría. "Desde luego -recuerda muchos años después el rector del colegio- no estaba "ideologizado" al modo falangista."4 Era -añade- un joven con buena planta, de una simpatía desbordante, seguro de sí mismo. Al menos en apariencia, porque su natural sociable y cordial se compadecía mal a veces con su aire reservado y su expresión melancólica, en la que podía adivinarse una vida más difícil de lo que transmitía a simple vista aquel muchacho simpático, con ganas de agradar a todo el mundo. Así ocurría también con el aspecto atildado, de "niño bien", que le atribuyen quienes le conocieron entonces y que ocultaba una situación económica muy precaria. No sólo compartía habitación con José Luis Herrero Tejedor, sino que de vez en cuando se veía en la necesidad de tomar prestada su ropa. Esto le valió una humillante escena, parece que delante de otros colegiales, cuando su compañero de habitación le pidió en cierta ocasión que le devolviera en el acto unos calcetines suyos que llevaba puestos. Aquél debió de ser un duro trance para un chico orgulloso procedente de una clase media de provincias venida a menos. Estaba aprendiendo, dirá Ortí Bordás, "la difícil asignatura de Madrid", que fue para él materia troncal de la lucha por la vida. Adolfo la tuvo que estudiar por libre, como hiciera ya con la carrera de Derecho que cursó en Salamanca sin moverse de Ávila, donde tenía a su familia y a sus amigos. Puede que de aquel duro aprendizaje le viniera su aversión a eso que, estando ya en la cima del poder, llamaba "la cloaca madrileña".



Había nacido el 25 de septiembre de 1932 en Cebreros, villa abulense y cabeza de partido judicial situada en la Sierra de Gredos, a poco menos de cincuenta kilómetros de Ávila y a casi cien de Madrid. Según el Diccionario enciclopédico abreviado Espasa-Calpe publicado en 1933, contaba entonces 4.268 habitantes, no sabemos si incluyendo ya al futuro prócer. Al poco de casarse, sus padres, Hipólito Suárez Guerra y Herminia González Prados, se habían trasladado a la capital de la provincia, pero doña Herminia prefirió dar a luz en el pueblo en el que tenía sus raíces familiares. En una casa de dos pisos, propiedad de los González, que servía de vivienda y almacén, vino al mundo el primogénito de los Suárez, bautizado pocos días después con el nombre de Adolfo.