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Letras

El Miguel Hernández mítico: Leyendas, ¿imposturas?

29 octubre, 2010 02:00

Lo peor de los mitos no siempre es lo que manifiestan, sino lo que ocultan, usurpan o sobreentienden. Porque a menudo se basan en realidades constatables, pero no dicen toda la verdad, ni sólo ella, ni la enuncian necesariamente bien. En el caso de Miguel Hernández, convierten en fotos fijas o clichés una trayectoria en continua mutación.

Igual de indeseables pueden resultar las desmitificaciones a contrapelo, como las que afectan al pastor-poeta, malentendido al que él mismo no fue ajeno. Cierto que habría preferido el marchamo de poeta-pastor, donde el sustantivo marca el verdadero oficio -su dedicación a las palabras-, reservando el adjetivo para el transitorio cuidado de las cabras.

Sin embargo será el primero el que le estampillarán durante las navidades de 1931 cuando lo entrevisten en su primera escapada a Madrid. Y, para más INRI, fotografiándolo con traje y corbata. Como si la impostura de ir vestido de señorito denunciara la de pastor y, de paso, la de poeta.

De regreso a Orihuela, intentó desmentir esos equívocos con su primer libro, Perito en lunas. Formalmente, uno de los poemarios más herméticos e hipercultos de nuestra literatura, aunque sus contenidos fuesen tan cotidianos. Esto provocó malentendidos aún peores. Ni siquiera Gerardo Diego se sintió con fuerzas para digerir aquella extraña amalgama de ultraísmo, gongorismo, poesía purista y adivinanzas. Y eso que el santanderino había cometido alguna pieza no menos impenetrable, como su Fábula de Equis y Zeda.

Si eso sucedió en 1933 con su debut, es fácil suponer el juicio que merecerían tales devaneos más tarde, al hacer su autor el trasbordo hasta las tendencias de avanzada. Y en particular cuando pasó del vagón de cola al de cabeza, convirtiéndose en un referente, como se dice ahora. Entonces se cernieron sobre él los paradigmas no menos implacables que lo encasillarían como Viento del pueblo. Diagnóstico: Perito en lunas no cuadraba con la dicción llana y directa a la que estaba abocado Miguel, quien se mentía a sí mismo al componer sus octavas. Otra impostura, pues, hiciera lo que hiciese, con abarcas o coturnos.

La realidad es bastante diferente: sin ese tour de force nunca habría sido un poeta contemporáneo. ¿Pudo ensayar otras alternativas? Seguramente. Pero no fue una elección arbitraria: no quería que lo consideraran un rústico, sino alguien con los deberes hechos tanto de cara a la tradición culta como respecto las vanguardias. Y los riesgos así asumidos no cuadran con la imagen de un oportunista, apegado a su disfraz de cabrero.

Entendámonos, no seamos simplistas. Sin duda cayó más de una vez en la tentación de exhibir sus humildes orígenes para ganarse la simpatía de los intelectuales. Pero sería reduccionista degradar ese comportamiento a una pose. En primer lugar, por basarse en hechos reales, y no andar muy sobrado de títulos ni credenciales. En segundo, porque esa vivencia fue muy honda, no mero abalorio ni guardarropía de quita y pon: basta leer sus versos y prosas o la obra de teatro Pastor de la muerte, uno de sus autorretratos más cabales.

Ciertas proyecciones de su imagen, coyunturales y perecederas, se han desleído con el tiempo, como la del adalid y gran promesa del nuevo catolicismo español. Durante un par de años, 1933 y 1934, fue la apuesta de corrientes clericales que se hallaban a la defensiva en la Segunda República. Lo que resultó confuso fue su extemporánea prolongación hasta la posguerra. Esa esquizofrenia padecida respecto a su persona, cuando se le sabía autor de Viento del pueblo, pero el único libro asequible en España -la benemérita edición en Austral de El rayo que no cesa- le mostraba en muy otras coordenadas, urdiendo sonetos a la Virgen.

Otros clichés le vinieron de su propio bando, como el retoricismo y verbo torrencial reprochados por sus correligionarios durante la guerra. Con bastante razón, por cierto, aunque fuera achaque tan común. Siempre resulta más fotogénica una imagen recitando en las trincheras que otra escribiendo lisa y llanamente, a folio tendido. Hoy sabemos que ese Hernández circunstancial y ripioso, o el cantor de algunas glorias estalinistas, no sería el predominante ni el definitivo. Ni siquiera él consideraba afortunados tales versos, destinados a hojas volanderas o al Altavoz del Frente. Los que de verdad le gustaban eran otros: la "Canción del esposo soldado" o "Hijo de la luz y de la sombra", al que llegó tras seis trabajadísimos y concienzudos borradores.

Y, por supuesto, su última palabra fue el Cancionero y romancero de ausencias, donde todo está quintaesenciado. Ahí ya se interna en zonas inexploradas, aunque de modo que resulten familiares y reconocibles. Lo hace recurriendo a una voz personalísima, pero que pertenece a todos, al acervo común, de tanto como ahonda en lo primordial y en los tuétanos del idioma.