J. M. G. Le Clezio

J. M. G. Le Clezio

Letras

La música del hambre

La mixtura entre realidad y ficción le da toda su fuerza a 'La música del hambre', última novela publicada por el autor antes de ganar el Nobel

29 mayo, 2009 02:00

J. M. G. Le Clézio

Traducción de Javier Albiñana. Tusquets. Barcelona, 2009. 210 páginas. 17 €

Esta novela, la última que Le Clézio publicó antes del Nobel, recuerda a El pez dorado, de 1997, que es también un bildungsroman con protagonista femenina. Nada hay, por cierto, que objetar a la traducción de Albiñana salvo una decisión que acaso no haya sido suya. Porque el texto de La música del hambre comienza con una cita de las Fêtes de la faim de Rimbaud y termina con una página sobre el Bolero de Ravel que con su “frase musical repetida, machacada, impuesta por el ritmo y el crescendo […] cuenta la historia de una ira, de un hambre”, motivo más que suficiente, creo yo, para respetar el título original: Ritornelo del hambre.

Lo que en aquella otra novela era el relato del aprendizaje y maduración de una muchacha magrebí que escapa a Francia y luego arraiga en los Estados Unidos, donde la gente “cree que soy mexicana, o haitiana, o quizá guayanesa”, se traduce aquí en una historia protagonizada por la hija parisina de una familia procedente de las colonias del índico, íntima amiga en su adolescencia de una rusa blanca y novia después de un judío inglés con el que se casará al final de la segunda gran guerra para emigrar juntos a Canadá.

Irónicamente, en una de las páginas de El pez dorado se incluía una opinión literaria que algunos volcamos sobre la propia obra: “Las novelas son basura. No tienen nada dentro, ninguna verdad ni ninguna mentira, sólo aire”. Nos parecía, efectivamente, que en aquel pastiche la superficialidad frustraba las potencialidades de los personajes, temas y situaciones. A este respecto, sobre un planteamiento coincidente La música del hambre ofrece un logro muy superior.

La clave está en la autenticidad que le otorga su base autobiográfica. En primera persona, la voz del autor nos proporciona al final la clave: “He escrito esta historia en memoria de una muchacha que fue a su pesar una heroína a los veinte años”. Se trata ni más ni menos que de su madre, representada aquí en la figura de Ethel, cuyo padre y tío abuelo habían abandonado Isla Mauricio por la misma razón con la que Naipaul justifica en su epistolario su propósito de no regresar a Trinidad: “país pequeño, gente mezquina”.

Son personajes de una pieza, como el resto de los que rodean la infancia y primera juventud de Ethel, jalonadas en lo familiar por la ruina de los Brun embarcados en negocios quiméricos, y en lo personal por un tímido enamoramiento de su compañera Xenia Antonina Chavirov que me ha hecho recordar a Irène Némirovsky, la precoz escritora rusa en el exilio parisino que traicionó a su estirpe judía escribiendo en Gringoire, el semanario nazi que Le Clézio cita aquí varias veces.

Porque después del idilio de los primeros años de la protagonista, tan solo empañados por la bancarrota familiar, sobreviene la tragedia de la ocupación alemana, la forzada marcha de los Brun a Niza, y el reencuentro de los padres de Le Clézio, quien se incluye en el relato como la promesa del hijo que tendrán antes de abandonar Francia en pos de otros horizontes menos aciagos. Esa mixtura entre realidad y ficción es la que, en definitiva, le da toda su fuerza a La música del hambre, con ese epílogo en primera persona en el que, desde el hoy de la escritura, el autor identifica a Ethel con su madre y rinde homenaje a los judíos de su familia paterna que en 1942 fueron confinados en el Vélodrome d'’Hiver como antesala de los campos de exterminio.