Letras

El gran duque de Alba

por William S. Maltby. Prólogo de Jacobo Siruela

27 septiembre, 2007 02:00

Ediciones Atalanta

A finales de los años ochenta, el maestro Menotti me invitó al festival de Espoleto para asistir a la representación de una ópera poco conocida de Donizetti titulada Il Duca d'Alba. Donizetti había compuesto su libreto en 1839, inflamado por los aires románticos que soplaban en el ambiente artístico parisino de aquellos años, y el papel de viejo sátrapa que asigna en esta obra al duque es muy parecido al de Felipe II en Don Carlo de Verdi. Recuerdo que, en el entreacto, un imprevisible periodista que cubría el evento me hizo la previsible pregunta de cuál era mi opinión acerca del truculento perfil que mostraba mi antepasado en esta ópera. Contesté evasivamente, sin dejar de mostrar mi asombro ante la peregrina posibilidad de que se pudieran tomar en serio unos estereotipos románticos tan anticuados. Fue entonces cuando noté que la gente a mi alrededor me miraba con cierta curiosidad morbosa, y debo confesar que por unos momentos me sentí como un lejano y pintoresco vástago de algo así como el conde Drácula o el marqués de Sade…

Poco importa que la obra de Donizetti estuviera saturada de ese aire sobreactuado y algo cómico que tienen bajo su piel más artística todas las óperas; lo cierto es que un mito popular siempre pervive en el público; incluso en los envoltorios más melodramáticos y artificiales. Así ha ocurrido con la leyenda negra española, que, urdida por los enemigos del Imperio justo cuando España ocupaba el lugar más destacado en el mapa político del siglo XVI, encontró su perfecto caldo de cultivo para extenderse por toda Europa.

Felipe II fue un rey inmensamente polémico. La mayoría de sus contemporáneos no le vieron con buenos ojos y los historiadores que se ocuparon de él posteriormente tampoco tuvieron un juicio benévolo respecto a su forma de gobierno. La leyenda negra concentra en él toda la visión negativa que ha recaído sobre España, y no se puede olvidar que el tercer duque de Alba fue el estratega más poderoso de su complicada y minuciosa política. En 1581, Guillermo de Orange, condenado al exilio y privado de sus rentas debido a la confiscación de sus bienes, publica su célebre Apología. Esta obra acusa al rey de incesto por su matrimonio con su sobrina Ana de Austria, de la muerte de su tercera esposa, Isabel de Valois, y del asesinato de su hijo, el príncipe Carlos, además de hacerle responsable de los cientos de miles de muertes perpetradas en las Indias. En este tortuoso contexto fabricado con fines exclusivamente propagandísticos, el duque es acusado de ser su "perro de presa", que ejecuta y expolia sin descanso. A este libro hay que añadir la publicación de Relaciones, obra sufragada en 1594 por Isabel I, escrita por el intrigante y maligno secretario Antonio Pérez. Ambos volúmenes encienden en Europa un sentimiento colectivo de rechazo hacia España, que, obediente a los intereses Inglaterra y Francia, se extenderá por todo el mundo protestante. La publicación de nuevos libelos irá afianzando un fuerte antihispanismo en todo el norte de Europa.

La iconografía de la época es una muestra inapelable de este efectivo maniqueísmo canónico. Ahí tenemos, por ejemplo, el famoso cuadro La matanza de los inocentes de Belén, de Pieter Bruegel II, en donde una siniestra figura enlutada de larga barba blanca, muy parecida al duque en el momento de su mandato en Flandes, contempla la ejecución de unos niños traspasados por las lanzas de unos soldados. La escena ilustra el famoso motivo bíblico del Nuevo Testamento, pero transfigurado con un nuevo sentido político -algo que estaba muy extendido en la emblemática del siglo XVI-. Así, en otra estampa simbólica se ve al duque sentado en un trono, y a sus pies, los cadáveres decapitados de Egmont y Hornes. Un sátiro con alas y pezuñas le introduce en la cabeza el mal. El duque se encuentra a punto de devorar a un niño, lo cual simboliza un derramamiento de sangre inocente. A su derecha se lamenta un campesino, mientras que a su izquierda un funcionario español se frota las manos bajo una bolsa de oro que Alba sostiene con ostentación. En otro grabado, el Diablo en persona es quien corona al duque; frente a él, hay una apretada masa de encadenados súbditos que le miran de rodillas, y al fondo, una dantesca perspectiva saturada de escenas con torturas y ejecuciones. El recuerdo que ha dejado Alba en los Países Bajos es de temor, y este miedo secular será transmitido a los niños. (De hecho, hasta hace poco se les asustaba con llamar al duque de Alba si no se tomaban la sopa.)

No es de extrañar, por tanto, que tantas pruebas enfatizadas de odio, miedo y escarnio tornasen el recuerdo de su mandato en Flandes en algo legendariamente sombrío. Así, bajo el peso de esta imagen teñida de sangre y tiranía, el duque de Alba se convertirá en el chivo expiatorio de toda una época de guerras, revueltas y represión y se le culpará de todos los males ocurridos durante aquellos años. Más tarde, en las últimas décadas del siglo XVII, arrancará una nueva corriente crítica hacia Felipe II con la reactivación del lobby de historiadores protestantes, que cristalizará en el siglo siguiente con la visión ilustrada que identifica a Felipe II con la Inquisición y el absolutismo más oscuro; terreno perfectamente abonado para que, años después, el frenesí romántico rescate este viejo estereotipo político de la leyenda negra y entone un nuevo y pletórico canto a la libertad. De este modo, en 1778 se publica la Historia de la insurrección de los Países Bajos, de Friedrich Schiller, en donde los flamencos encarnan los ideales de la lucha por la libertad política y religiosa. Posteriormente, en su obra de teatro sobre el príncipe Don Carlos, Schiller sugiere la fantástica hipótesis de que el príncipe fue asesinado por orden de Felipe II a causa del amor que sentía hacia su madrastra, Isabel de Valois. Aunque desde el punto de vista histórico sea una pura fantasía dramática, esta obra dejará una honda huella en su tiempo. Así, unos años después, Beethoven compondrá una obertura dedicada al conde de Egmont, muerto en el patíbulo. Luego vendrá la ópera de Donizetti, el gran do de pecho de 1839, y, en seguida, la que será la gran apoteosis literaria del estereotipo romántico: The Rise of the Dutch Republic (1855), del norteamericano John Lothrop Motley; un libro que, a pesar de ser una fuente casi desconocida para el lector español, ha ejercido una pasmosa influencia de más de un siglo en el mundo anglosajón. Y, en efecto, se trata de una vibrante descripción literaria, de tintes épicos, casi de novela gótica, de la heroica lucha del pueblo de los Países Bajos, que para Motley encarna la más perfecta representación de la tolerancia, la democracia y la racionalidad modernas, en oposición al absolutismo católico español, encabezado por un duque y un rey que son el perfecto retrato de la iniquidad humana. Según Motley, raras veces la historia ha presentado un cuadro tan acabado sobre la tiranía: "¿Cómo ha permitido el Todopoderoso que tales crímenes se perpetrasen en su santo nombre? […] ¿Era necesario que un Alba asolase con la espada y el fuego a una nación tan pacífica, y que esa desolación se extendiese por una tierra tan feliz, para que el carácter puro y heroico de un Guillermo de Orange resaltase más vigorosamente, como una antigua estatua de inmaculado mármol contra un cielo tormentoso?". Es obvio que, para Motley, el conflicto político de Flandes se aparta de un carácter histórico medianamente ponderado. Su finalidad es poder desarrollar, con exaltada retórica, un drama ideológico puramente decimonónico: la confrontación entre el ideal moderno de libertad y democracia, de un lado, y los antiguos valores que encarnan la religión y la monarquía absoluta, del otro.

Unos años antes, tanto los ilustrados como los liberales españoles que propulsaron las Cortes de Cádiz ya habían recogido con júbilo esta imagen del duque de hierro, heredera de la leyenda negra y la literatura romántica alemana -que tardíamente, a principios del siglo XX, tuvo en el positivista catalán Pompeu Gener a uno de sus más encendidos defensores-. Pero España, además de esta visión negativa del Imperio, ha guardado también, como es natural, la memoria positiva de Alba como héroe nacional, e incluso, durante el franquismo, como buque insignia de los más sublimados valores patrios. Sin duda, el mejor testimonio de esta corriente hagiográfica es la biografía, escrita en latín durante el siglo XVII, del jesuita Antonio Ossorio, titulada Vida y hazañas de Don Fernando álvarez de Toledo, Duque de Alba; es éste el primer trabajo de envergadura (con más de quinientas páginas) que se escribe en España sobre el III duque. La obra fue encargada a Ossorio por el V duque de Alba, que deseaba dejar constancia histórica de la gloria militar de las campañas de su abuelo y restituir su fama, tan vapuleada por los autores extranjeros. Sin embargo, lo curioso de esta biografía es que, a pesar de su claro carácter apologético, sembrado de frases y diálogos lapidarios muy de la época, se trata de una narración coherente que, como señala Maltby, no está exenta de interés para el historiador moderno, ya que Ossorio dispuso de todos los documentos guardados tanto en la Casa de Alba como en la de Astorga, gran parte de los cuales se ha perdido.

Habrá que esperar unos cuantos siglos hasta que, en 1944, el historiador Mariano Domínguez Berrueta, continúe esta labor reivindicativa con su obra El Gran Duque de Alba. A pesar de la poca sobriedad en su enfoque y su inconfundible aire rancio, es un buen y documentado estudio que, además, según Maltby, posee algunos "elementos nuevos". Aparte de este libro, resulta chocante comprobar hasta qué punto los historiadores españoles no han querido escribir nada sobre el tercer duque de Alba (con la excepción de la biografía de Manuel Fernández álvarez, que, en el momento de redactar este prólogo, aún no ha sido publicada), como si fuera un tema exclusivo de los hispanistas extranjeros. Con todo, cabe decir que éstos tampoco parecen haberle dedicado demasiado tiempo en los últimos años, si tomamos como ejemplo la única biografía de Henry Kamen (aparecida en España en 2004) que es, en definitiva, una inteligente síntesis de la bibliografía ya existente.

En cualquier caso, es evidente que la tradición iconográfica, biográfica y literaria del tercer duque de Alba ha obedecido a una persistente tendencia a dejarse llevar por ciertos modelos demasiado explícitos y partidistas: una particular simbiosis entre la fuerza legendaria del personaje y la permanente deformación ideológica ha mantenido durante siglos los ojos apartados del verdadero protagonista de la guerra de Flandes. Por suerte, el sentido histórico siempre prevalece y evoluciona -¿o es el tiempo lo que acaba por poner todo en su sitio?- , y, a mediados del siglo XX, varios historiadores flamencos empezaron a contemplar la dominación española en Flandes de una manera distinta. A medida que los historiadores vieron las cosas con más distancia y pudieron acceder a más documentos, el modelo nacionalista tradicional comenzó a resquebrajarse, y ese periodo histórico pasó a ser estudiado con más objetividad. Los tumultos religiosos y políticos de los Países Bajos ya no se contemplaron como un levantamiento popular contra la opresión religiosa y política española, sino, más bien, como una guerra civil encubierta, como sostiene el historiador neerlandés Gustaaf Janssens. Así, en lugar de una contienda dualista entre dominadores extranjeros y nativos oprimidos, encontramos no dos, sino tres grupos enfrentados: un tercio se compone de rebeldes, decididamente opuestos a España; otro tercio, de medio leales a la Corona; y el último, de población que apoyaba sin reservas el gobierno español en los Países Bajos. Por otra parte, hoy se sabe que el levantamiento no se produjo por motivos religiosos, como se ha venido sosteniendo durante siglos, sino por razones puramente tributarias y económicas. Los comerciantes flamencos podían encajar que se ajusticiase a unos rebeldes -incluso formaba parte de las convenciones de la época-, pero intentar recabar un diez por ciento sobre cualquier transacción, en un lugar tan diligente en el comercio, no sólo era, desde su punto de vista, una medida que inculpaba a todos por igual, sino que además, quebrantaba los usos tradicionales del país que el rey de España había jurado respetar.

Sólo la historia contemporánea ha podido tomar el verdadero pulso de los hechos que ocurrieron en Flandes. A partir del momento en que los historiadores tuvieron acceso a más documentación, pudieron acercarse al verdadero perfil del tercer duque. Las casi tres mil cartas que se conservan de su puño y letra contribuyeron en gran medida a ello. Y, en este sentido, hay que decir que fue mi abuelo materno, Jacobo Fitz James Stuart, uno de los más destacados impulsores de la reconstitución de la verdadera imagen histórica del Gran Duque(como siempre se le llama en España en todas sus biografías y, por supuesto, en familia). Por tanto, el XVII duque de Alba, además de realizar varios trabajos académicos -hay que aclarar que fue director de la Academia de la Historia-, editó a sus expensas una serie de publicaciones que aportarían una valiosa documentación a los investigadores. Durante años, mi abuelo había ido preparando este copioso material para publicarlo, cuando el trágico incendio del palacio de Liria, en 1936, malogró todos sus planes. Providencialmente, las cartas originales no se quemaron -como tampoco la mesa de campaña del duque, en la cual bien pudo haber escrito algunas de ellas-, pero pasto de las llamas perecieron la mayor parte de los libros dedicados a su figura que se encontraban atesorados en la biblioteca del palacio de Liria durante casi dos siglos. Entre ellos, mi abuelo quiso rescatar la biografía de Antonio Ossorio, y en 1945 encargó traducir del latín su obra escrita en 1669. Pero, sin duda, su publicación principal son los tres gruesos volúmenes del Epistolario del III duque de Alba (1952), con nada menos que dos mil setecientas catorce cartas, escritas entre 1536 y 1581. Esta magna obra reúne toda la documentación epistolar que se guarda en el archivo familiar, a la cual mi abuelo añadió todas las cartas inéditas del Archivo General de Simancas, junto a otras más -todas ellas de gran interés- que obtuvo de la Biblioteca Británica de Londres, la Biblioteca Nacional de París y el Archivo Vaticano de Roma. Así, la edición de este epistolario ofrecía una importantísima base bibliográfica para la futura investigación sobre el duque de Alba. Por primera vez se podía acceder directamente a su pensamiento, a sus tribulaciones, a sus quejas y pesares, a sus burlas e iras... A pesar de que no contiene cartas íntimas, sino exclusivamente políticas o logísticas, aporta una valiosísima información de primera mano sobre su modo de pensar, sin olvidar los rasgos humanos que se deslizan a través de toda aquella interminable masa de renglones oficiales.

Para William S. Maltby, este libro ha de ser el punto de partida para cualquier estudio sobre Alba. Maltby se interesó por él mientras escribía The Black Legend in England (1971). Como muchos otros norteamericanos, durante años se había impregnado del antihispanismo que aún prevalecía en películas y novelas de género, hasta que, con gran sorpresa, pudo contrastar este extendido prejuicio con el punto de vista de algunos historiadores serios, que atribuían esta tergiversación histórica a los enemigos de España. Maltby dedujo que había mucho por descubrir sobre el estereotipo que presentaban sus enemigos, y esta idea le fascinó. Pero, además, había otra cosa: como partícipe directo de prácticamente todos los acontecimientos políticos importantes de su tiempo, resultaba obvio que Alba era una importante figura olvidada que urgía rescatar del poderoso influjo de su aura legendaria. Así que dedicó doce años a la investigación y redacción de este libro. Nadie como él ha destinado tanto tiempo de estudio a este tema específico. Durante el transcurso de su investigación tuvo que combinar sus ocupaciones diarias en la Universidad de St. Louis, Missouri, con sus largas temporadas de nomadismo por diferentes archivos de España, Bélgica, Inglaterra y los Países Bajos. No en vano su libro sigue siendo, sin lugar a dudas, el más completo y profundo estudio histórico que existe hasta el momento sobre el tercer duque de Alba. No sólo ha sido el primero en reunir toda la documentación existente y analizarla en detalle, sino que su trabajo se basa tanto en fuentes secundarias como de primera mano. En consecuencia, se trata del primer historiador y biógrafo que ha conseguido pintar un retrato veraz del tercer duque, con sus luces y sus sombras, sin eludir la penetración psicológica, al tiempo que destruye la imagen arquetípica fabricada por el imaginario nacionalista. Además, Maltby sitúa perfectamente a su personaje dentro del complejo laberinto político de su época, del que forma parte intrínseca. Asistimos, pues, a un claro y pormenorizado análisis del panorama político del siglo XVI, sin cuyo conocimiento sería imposible comprender los actos y la forma de pensar del duque. En efecto, si para todo hombre de poder la vida política significa el impulso central de casi todos sus movimientos vitales, para alguien como Alba, que siempre antepuso su férreo sentido del deber a cualquier consideración propia, podríamos decir que no hay nada personal en su drama, y que es la historia misma el único personaje que se manifiesta a través de sus actos.

Existen en el palacio de Liria tres retratos del duque de Alba muy significativos que me gustaría comentar porque forman una especie de secuencia que resume toda su vida política. El primero de ellos, aunque pintado por el próspero taller de Rubens, es una copia de un cuadro, hoy perdido, de Tiziano. El duque tenía entonces cuarenta y tres años. Vestido de negro y con el Toisón de Oro en el pecho, esta pintura sabe transmitir todo el carácter de su modelo: altivo, de mirada penetrante, carácter sombrío y enormemente enérgico, y una determinación sin concesiones. En el momento de ser retratado, Alba ya había luchado y dirigido sus ejércitos en las batallas más importantes del siglo. Bajo el mando de Carlos V ha combatido contra los franceses en la batalla de Pavía, contra los turcos en Túnez, y contra los protestantes alemanes en Möhlberg. Estas operaciones militares le han reportado un gran prestigio militar en toda Europa; incluso Motley no se atreve a discutirlo. Sin embargo, su genio militar es consecuencia de una inteligencia eminentemente práctica y poco proclive a los grandes gestos: más que tomar parte en batallas espectaculares, volcó todo su talento en la organización de sus ejércitos y en el escrupuloso cuidado de que estuvieran bien pagados, aprovisionados y, sobre todo, bajo una férrea disciplina. Si algún soldado robaba a un campesino, no vacilaba en ahorcarlo, pues de sobra sabía que con ello estaba evitando la posibilidad de futuros saqueos indiscriminados de las ciudades enemigas, que en ese tiempo eran frecuentemente perpetrados por las tropas indisciplinadas y faltas de sueldo. Para Alba, las campañas debían de ser rápidas y efectivas, y tener el menor número de bajas posible. Por eso sus hombres -con los que mantenía una cercana relación y a los que llamaba "nobles señores" cuando se dirigía a ellos- le querían tanto y confiaban plenamente en su mando. Nunca perdió en toda su vida una sola batalla, y jamás condujo a sus soldados a ningún sacrificio inútil o mal calculado. Su táctica siempre tuvo como aliadas la sorpresa y la astucia; prefería la estrategia del ataque y retirada veloz, del hostigamiento bien medido al enemigo, a un único y arriesgado enfrentamiento entre dos ejércitos. Aparte de eso, su concepción de la guerra se centraba en el estudio del terreno, para situar a sus tropas en la posición más ventajosa. Y lo que más le preocupaba era la duración de una contienda, ya que sabía por experiencia que una guerra larga era costosa de mantener, y cuando faltaba el dinero las tropas se amotinaban, comenzaban a desertar o incluso llegaban a abandonar en bloque su cometido, como le ocurrió a Guillermo de Orange.

Pero Alba era también un hombre culto. Dominaba el francés, el italiano y, en menor grado, el alemán, lo que le permitía hablar tranquilamente con cualquier dirigente extranjero. Tuvo una estrecha relación en Flandes con Arias Montano y con el aristotélico Juan Vives, gran amigo de Erasmo. Leía a Tácito en latín. Gracias a su abuelo, que reclutó a artistas, músicos y humanistas en torno a su casa, recibió una educación renacentista. Su tutor en letras fue el poeta catalán Juan Boscán, traductor de El cortesano de Castiglione, y su gran amigo de juventud, con el que cruzaría a caballo toda Europa, fue nada menos que Garcilaso. Como éste, compartió la educación de las letras y de las armas. Aunque su abuelo Fadrique, primo carnal de Fernando el Católico, más que el amor a las letras, que no abandonará en toda su vida, sabrá inculcarle, sobre todo, los antiguos ideales de su sangre, inseparables de la guerra y la fidelidad a la Corona. Este culto caballeresco medieval a la noblesse oblige dejará una profunda impresión en el alma infantil de Fernando, y será su abuelo Fadrique quien le transmita ese terrible sentido de inquebrantable firmeza de todas las actuaciones de su vida.

En el segundo retrato, esta vez ejecutado directamente por Tiziano, el duque tiene ya cincuenta y seis años. Además de haber sido virrey de Nápoles y gobernador de Milán, es miembro permanente del Consejo de Estado de un imperio en expansión. Según Berrueta, "el retrato es algo adulador, pues las facciones de la cara del duque no eran tan perfectas", sinomás duras y acentuadas. El modelo tuvo un largo y amistoso trato con el artista. En cualquier caso, la pintura muestra el rostro de un hombre introspectivo, señorial y poderoso, en cuya expresión se insinúa una cierta causticidad, que a veces aflora en su correspondencia. El duque se hace retratar con su armadura de gala, su toisón y su bastón de mando. El lienzo fue pintado tres años antes de su marcha a Flandes. Por tanto, era éste, más o menos, su rostro durante los años más amargos de su vida. Alba había aceptado, de mala gana, el cargo de gobernador de los Países Bajos. Sabía que la situación a la que debía enfrentarse no era fácil, y que el viaje afectaría tanto a su salud como a su hacienda -durante su mandato en Milán y en Nápoles, la falta de fondos le obligó a vender todas las joyas de su mujer para costear sus gastos-. A pesar de todo, el duque acepta, como siempre, el reto que le impone su rey. Las órdenes que recibe, además de minuciosas, como era costumbre de Felipe II, son tajantes: se le otorga el mando militar sobre un país en rebelión, y se le requiere, para poner orden en las ciudades sublevadas, investigar las causas y los autores de esos desórdenes y castigar a los responsables de las revueltas. Además, se le entrega la jurisdicción civil, con lo cual la regente Margarita de Parma quedaba destituida de su cargo.