Image: La gran controversia. Las iglesias católica y ortodoxa de los orígenes a nuestros días

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Letras

La gran controversia. Las iglesias católica y ortodoxa de los orígenes a nuestros días

Jean Meyer

28 septiembre, 2006 02:00

Varios obispos ortodoxos saludan a Juan Pablo II a su llegada a Tiflis (1999)

Tusquets. Barcelona, 2006. 488 páginas, 25 euros

Jean Meyer es un historiador con leyenda, al menos entre los propios historiadores. Si se une la leyenda a lo que dice él mismo en las primeras páginas de este libro, iba para estudioso de la historia de los Estados Unidos cuando descubrió la realidad mexicana y decidió quedarse en ella. Su tesis doctoral versó, por eso, sobre la Cristiada, la guerra religiosa de 1926-1929 cuya simbología plástica y léxica coincide demasiado con la del requeté español de 1936 como para pensar que no hubo influencia de aquélla en éste. Los "cristeros" que descubrió en los documentos le impresionaron hondamente y eso debió contribuir a que terminaran de reorientarse sus intereses. Sólo que, por vericuetos que no hacen al caso, acabó interesado por la iglesia ortodoxa tanto como por la católica. Este libro trata de eso: de la historia del desencuentro entre cristianos obedientes a Roma y cristianos obedientes a los patriarcados de Oriente.

Cualquiera que conozca un poco del asunto sabe que las razones últimas de la separación fueron y siguen siendo dos sobre todo: la autoridad del Papa y la expresión teológica Filioque. Meyer se ocupa de las dos y de mucho más; pero aclara sobre todo el primer problema. Y lo aclara bien, por más que haya matices o datos que se pueden entender de manera distinta a como él lo hace. Deja muy claro que es impropio hablar de un "cisma" desencadenado en el siglo IX y jalonado por una serie de patriarcas y obispos de rito griego que fueron negando obediencia al papa. Aunque ha habido no pocas excepciones, la mayoría de esos patriarcas y obispos y de sus sucesores nunca ha negado la primacía de Pedro y de sus sucesores, los obispos de Roma. Tampoco la niegan hoy. Lo sucedido es que la manera concreta de ejercer la primacía fue definiéndose durante siglos -desde los mismos días que siguieron al de Pentecostés- y, en diversos momentos de ese proceso de definición, hubo patriarcas y obispos orientales que no aceptaron ese modo concreto de definirse. Primero rechazaron determinadas decisiones que implicaban un ámbito concreto de autoridad y, al cabo, rechazaron también en la teoría con que se explicó esa manera de ejercerla. Concebían y conciben a Pedro -y ahora al Papa- como un primus inter pares; no como un monarca con potestad sobre los demás obispos. El problema es tan claro y sencillo como difícil de resolver. El texto evangélico en que se basa el primado de Pedro no deja lugar a dudas. Pero no dice en qué consiste esa primacía, salvo que es la "roca" sobre la que se funda la Iglesia. Y tampoco se dice cómo se compagina esto último con la potestad dada a todos los demás apóstoles, en el propio evangelio, de atar y desatar. La forma concreta en que se ha llevado a cabo lo uno y lo otro a lo largo de la historia ha ido respondiendo a las circunstancias y, por tanto, es mudable (y Juan Pablo II lo advirtió expresamente).

El gran protagonista del libro son, sin embargo, esas "circunstancias" conforme a las cuales se ha concretado, de hecho, la primacía de Pedro y ha sido rechazada por la mayoría de los obispos de rito oriental. Y es que la definición de la primacía no ha ido respondiendo sólo a las necesidades y conveniencias de los cristianos, sino a las de tal o cual cristiano o conjunto de cristianos concretos, laicos o eclesiásticos, occidentales u orientales. Conveniencias a veces legítimas y, no pocas veces, inaceptables. Así, la historia de esta gran controversia se le presenta al lector como algo frecuentemente sórdido, no precisamente ejemplar ni alentador, ni en absoluto religioso. En ese sentido, es un libro de contenido duro. El autor advierte expresamente que, como está escrito para que los occidentales comprendan a los orientales, puede dar la impresión de que se inclina a favor de éstos. Pero la verdad es que lo que se dice de ellos no es poco. Que los disidentes fueran precisamente obispos y patriarcas de Oriente obedeció a razones numerosas pero sencillas: la primera de todas, que la Iglesia nació en Oriente y no en Occidente. La primacía de Roma implicó, por lo tanto, un desplazamiento del centro originario de la Iglesia. Los orientales lo aceptaron (y lo aceptan). Pero el desplazamiento se complicó con la división del Imperio romano entre el oriental y el occidental y con las consiguientes diferencias en la manera de concebir la autoridad de los emperadores -el de Oriente y el de Occidente, o sea el de Constantinopla y Roma- y en la manera de regular sus relaciones con las autoridades eclesiásticas.

El otro gran problema de esta gran controversia -el del Filioque- es por lo menos tan importante como el del primado de Pedro. Jean Meyer lo advierte con frecuencia pero no entra a fondo en él, quizá porque es un problema teológico complejo, tal vez porque le parece que el lector del Occidente de hoy no se interesará por un asunto que ni siquiera conoce la mayoría de los creyentes, al menos los católicos. Hubiera sido una buena ocasión para preguntarse, precisamente, por qué ocurre así. Porque la respuesta es enormemente importante, a mi juicio: en la propia teología católica, desde el siglo XVI sobre todo, la dinámica trinitaria de Dios ha quedado en segundo plano y, dicho gráficamente, el Espíritu Santo no hace ninguna falta para ser no sólo creyente sino además practicante. Y eso tiene que ver con un hecho fundamental: la reducción de la teología a metafísica (simplificando desde luego las cosas). El problema está en vías de solución entre los teólogos. Pero no está ni mucho menos resuelto ni en el seno de la Iglesia católica, ni en el de la ortodoxa. El Filioque expresa la idea -católica- de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, frente a la idea ortodoxa de que el Espíritu sólo procede del Padre.

En días de fundamentalismo como los que corren en una parte importante del mundo, ésta es la historia de un montón de fundamentalismos que han relegado el "fundamento" y lo fundamental, como hacen todos los fundamentalismos. Pero el libro de Meyer tiene la virtud de que descubre que en los fundamentalismos también puede haber intereses sórdidos -políticos y económicos- y no un mero empecinamiento religioso. Al final, uno se pregunta si lo religioso ha sido lo que ha dado pábulo a esos intereses sórdidos, o si éstos hubieran labrado una historia aún peor sin la mediación de no pocos ortodoxos y de no pocos católicos que han intentado durante siglos poner de acuerdo a unos y a otros. Lo cierto es que no se ha conseguido y que en este libro se ve que será difícil lograrlo.

Hans Kung

"La inmensa mayoría de los musulmanes quiere la paz"

Hace unas semanas, en vísperas de visitar España para presentar su libro sobre El Islam (Trotta), el teólogo alemán Hans Köng conversó con El Cultural sobre el diálogo entre religiones, eje de su trabajo desde hace décadas. Su conocimiento del mundo islámico completa el análisis sobre los fundamentalismos religiosos de estas páginas.

Köng, que ya en 1982 afirmaba que "no habrá paz en el mundo sin paz entre las religiones", reconoce que "no puede haber diálogo con fanáticos ciegos. Pero la inmensa mayoría de los musulmanes querría la paz. Y es posible y necesario entablar un diálogo con esta mayoría moderada para aislar a los extremistas. Hay que apoyar a los intelectuales y políticos abiertos a las reformas.

P.- ¿Se pueden borrar el odio y el miedo que enturbian la relación entre Islam y Occidente?

R.-El "doble rasero" practicado desde hace décadas por Occidente en relación con la política de ocupación de Israel ha precipitado al mundo islámico en una rabia, una amargura y un endurecimiento inmensos. La guerra emprendida contra dos países islámicos ha agudizado esto aún más. Nos encontramos sin lugar a dudas en una fase delicada y crucial para la nueva configuración de las relaciones internacionales, de la relación entre Occidente y el islam, y también de las relaciones entre judaísmo, cristianismo e islam.

P.-¿No cree que a parte de la Iglesia de Benedicto XVI le resulta imposible aceptar, como hace usted, que el Corán sea un texto revelado?

R.-Desde una perspectiva externa, todas las religiones tienen su propia autoridad y sus sagradas escrituras, que hay que respetar tal como son entendidas en cada religión. Pero luego está la perspectiva interna: para mí como cristiano sólo el camino del cristianismo es la verdadera religión. Pero este camino cristiano enseña, si se conoce bien el Nuevo Testamento, que debemos ir al encuentro de los no-judíos y los no-cristianos con gran respeto. El Dios de la Biblia es el Dios de todos los hombres, el cual ha hablado también a los árabes. El hecho de que los musulmanes reconozcan en el Corán la voz de Dios es algo que puedo aceptar enteramente, aunque no por ello me identifique con cualquier frase del Corán y haga de él la medida de mi fe cristiana.