Image: Los papeles secretos de JRJ

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Letras

Los papeles secretos de JRJ

3 julio, 2002 02:00

Juan Ramón Jiménez

Durante 43 años, los archivos de la Sala Zenobia y Juan Ramón de la Universidad de Puerto Rico acogen unos sobres marrones con centenares de cuartillas escritas por el poeta. Nunca se han publicado. Los estudiosos de Juan Ramón los llaman "los papeles secretos de Puerto Rico" y saben que contienen prosa excelsa y dinamita pura. Son, en realidad, los juicios y opiniones de Juan Ramón sobre los más importantes poetas del siglo que Ricardo Gullón se encargó de custodiar y esconder casi obsesivamente hasta su muerte. Hoy El Cultural da a conocer parte de este valiosísimo legado literario, gracias al tesón y la generosidad de sus herederos. No es la primera vez que El Cultural publica inéditos importantes de Juan Ramón, ni será la última: esta entrega de hoy tendrá continuación dentro de unos meses. Antonio Machado y Pedro Salinas, Eugenio d’Ors y José Bergamín, Neruda, Guillén, la Real Academia... todos bajo la afilada mirada del más grande poeta español del siglo XX.

El caso Salinas (1931)
En tres años, Pedro Salinas ha caído del limbo ficticio al antro dudoso. Ni lo uno ni lo otro. Fluctuador, nube blanquinegra, rodadora. Ya no es el Salinas de mi Visita de 1923. No cumplió su promesa, exaltada por mí con correspondiente honradez de Presagios.

Todavía, variedad de Antonio Machado, se limpia los dientes con el pañuelo, ofrece con largas cuadradas uñas amarillas una medicinita de bolsillo como una fineza, habla del agua como un mito, le salpica a uno saliva de boqueras en la cara, arrolla y entierra la alfombra con sus pezuñas de buey. Pero ya se pone sobre todo aquél diario y usual un cuello bastante limpio de pajarita. Quiero decir que arregla relativamente su espontaneidad.

Inflado en 1930 por ciertos artículos de ocasión y mano oculta puesta en varios, su modestia se ha estirado desmedidamente. Se le ha salido el aneurisma de la vanidad. Ahora no le basta con el "me gusta" ajeno, necesita el "me gusta mucho". Y para ello se satisface con la anécdota y el picadillo.

Su modernización consiste en haber catalogado con ilustraciones los adelantos relativos, radiador, lamparilla eléctrica, inalámbrico, auto, etc. de la época. No anda por su terreno. Su terreno es el de la discreción y la torpeza. Pero ahora tiene que cumplir con su papel de superador cargado. Un alfiler podría hacerlo estallar. Mientras no se le clava el alfiler, se le ve cabeceando en todo banquete, firma todo homenaje y es meritorio de Academias.

¿Volverá Salinas a su reino menor de discreción y penumbra? ¡Cómo cae, qué poco dura el héroe español variado!


Sones
El joven escritor José Bergamín, hoy director de "Cruz y Raya", ha publicado una nota muy graciosa y muy injeniosa contra mí en el primer número de su revista.

Con este motivo he recibido algunas cartas firmadas de adhesión a mi vida y mi obra y otras anónimas de burla de mí. Uno me dice que no debió publicarla en esa revista "del espíritu", sino en otra...

Hace x años, cuando Bergamín era mi amigo (él sabrá por qué) publicó que yo era "el primer poeta de España, el único de un modo absoluto" y que "la prosa"...

Hoy cuando (él sabrá por qué también) dice que es enemigo mío, escribe lo que ha escrito. Puede ser que entonces no tuviera razón y puede que no la tenga ahora. De todos modos yo no sé por qué debe nadie estrañarse en un sentido o en otro de este cambio de Bergamín. Todos cambiamos de opinión. Yo también tengo hoy de Bergamín una muy distinta de la que tenía entonces como escritor y como persona. Sus promesas literarias y amistosas no se han cumplido. Pero esto ocurre con tanta frecuencia... Ya veremos cómo después de este cambio de J. B. vienen otros cambios equivalentes.

Yo soy un escritor público y debo esperar que se escriba sobre mí en un son o en otro, como todo el que al público se confió.
De todos modos gracias a Bergamín por ocuparse de mí en el primer número de su revista en la que yo no he querido colaborar. ¿No es así, León Sánchez Cuesta? ¡Qué prisa tenía!

(1933-1934?)


Examen de conciencia
Desde hace algún tiempo vengo leyendo, aquí y allá, que yo he sido "orgulloso, vanidoso y espectacular". Así lo han dicho Moreno Villa, Bergamín. ¡Y yo que me he considerado siempre tan natural, tan sencillo y tan apartado!

Es claro que yo he hablado y escrito siempre en pro de lo que me gusta y en contra de lo que no. Y es evidente que a veces, el caso de Neruda, de Bergamín, lo he hecho con dureza. ¡Pero si yo he hecho lo mismo conmigo! ¡Si yo he destruido mucho de lo mío, he correjido lo demás y vacilo y dudo de cuanto escribo y hago! ¿No es esta buena prueba de naturalidad y franqueza?
Modesto no soy, ni quiero serlo. ¿Para qué? Sólo soy descontento.

Yo creo que he escrito algunos poemas tan buenos en su estilo como cualquiera de cualquier tiempo o país y creo que sé gustar y criticar la poe-sía como el que mejor.

Y cuando hablo con otros observo que si yo digo tal o cual cosa de tales o cuales poetas o escritores, convienen conmigo, pero luego si escribo lo mismo, otros saltan ofendiéndome.

Pues bien, quiero decir a quien le interese: Que yo tengo un concepto muy alto de la belleza (la poesía) y que me satisfacen pocas cosas del todo y desde luego, que bien poco mío me satisface. Que cuanto escribo lo escribo con sinceridad absoluta no por orgullosa vanidad ni espectáculo. Y que me parece que los vanidosos, los orgullosos y los espectaculares son los que me salen al paso cuando digo verdades que conceptúo corrientes.

Y la verdad es que ningún crítico de los que yo estimo de veras, entre las mil y una críticas que se han escrito de mí, me ha hecho ese cargo. Yo creo que (b) la (b) al revés: Yo ataco a los vanidosos y espectaculares con sus armas y en su terreno, como no sean tan viles o tan sucios como las de Neruda y Bergamín (los dos únicos escritores a quienes he atacado sin reserva).


El místico y los pícaros
Yo no iba a casas de putas, no decía carajo, coño, como dicen los "hombres", no andaba "necesariamente", con toreros ni cupletistas.

En vista de esto yo estorbaba a los pícaros, yo era, decían, un místico, y decidieron que ellos eran los "hombres" y yo una señorita, una niña, Miss Poesía, etc. Y para ponerse ellos en su sitio, lo intentaron todo, caricatura soez, copla baja, para echarme abajo del mío.

Les dí ejemplo de dignidad y se reían. Por eso Salinas, Guillén, Lorca, Alberti, y ¡ay! Bergamín se volvieron y volvieron a los otros contra mí.

Los más hipócritas de ellos decidieron que yo era un puritano, peor todavía que un místico. La cuestión era, como en el nazismo, justificar su conveniencia; y decidieron que la picaresca era más española. Y todos juntos ya, se pasaron, lugar de su vocación y su destino, a la picaresca.

Ellos querían vivotear. En realidad estaban haciendo conmigo una farsa de solución. Yo representaba "el espíritu", decían, y claro, conmigo no se podía contar para "ciertas cosas" con que ellos necesitaban contar y recontar.

Seamos críticos honrados. Jorge Guillén y Pedro Salinas son dos escelsos literatos poéticos, no dos grandes poetas. La poesía tiene un éstasis, un deleite, un encanto, una calidad, una tersura, un aroma, una frescura, una gracia, una gloria que no existe en Salinas ni en Guillén, a quienes, en lo suyo, el número poético, admiro tanto como el que más, y a conciencia, por encima de las miserias. Y Razón de amor es un hermosísimo libro de conversación amorosa y poética.

Pedro Salinas le da al amor una escesiva importancia de escritura, de charla. No es necesario esplicar tanto, para amar para ser amado ni para decir lo uno y otro. La calidad de la poesía no consiste en la mayor abundancia o medida del concepto. Por eso un solo poema de San Juan de la Cruz nos da una permanencia, una luz, una sombra de almas inmensamente mayores que los dos libros de amor de Salinas.

Después de leer La voz a ti debida me hizo una amiga mía esta gran crítica: "Se queda una como antes". Y es la verdad. No se levanta de aquello la presencia invasora del amor.

Podría seguir los ejemplos. Pero yo no tengo tiempo para estas pequeñeces. El que lo tenga y desee la verdad lea despacio todos los libros de Pedro Salinas y Cántico y etc. y los libros del autor de Segunda antolojía, Belleza, etc. Y si a veces digo, contra mi voluntad, algo de esto es porque me canso, a veces, de soportar mentira, indignidad y vileza.


La (Real) Academia Española
Un académico amigo mío, ilustre 75 veces, vino hace poco tiempo a ofrecerme, en nombre del Presidente de la Academia española, un sillón vacante de la "docta corporación" que se dedica, a "limpiar, fijar y dar esplendor". No sé si ella a los académicos o los académicos a ella o todos juntos a los demás. Me dijo que la Academia quería renovarse, que era muy rica, que se podía intentar emprender muchas empresas culturales, etc. Y que la Academia estaba elijiendo entonces, en riguroso turno a sus académicos de las izquierdas y de las derechas. Acababa de ser nombrado uno de derechas y ahora yo tenía que ser el de izquierda.

Yo le dí las gracias para todos los que me hacían tal honor, que eran tres proponentes y para el resto de los académicos de los que me aseguraba la unanimidad. Y le dije que consideraba la Academia bajo tres aspectos:

1º. Como "premio al mérito", donadora del laurel, de la palma, etc. que, para mí, no tenía eso sentido ni valor alguno; y que, en todo caso, y si lo tuviera, debiera premiarse a poetas académicos de verdadero mérito, como Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, por ejemplo.

2º. Como "medio de vida", dietas, sueldos, etc. Que las dietas no compensaban para mí el tiempo perdido de mi trabajo normal; y que yo no aspiraba tampoco a ocupar puesto fijo ni a constituir hogar con musa alguna en el modesto panteón de la Academia, que no me tentaba esa clase de defunción; y que para mi enfermedad poética me era más cómodo el sillón de mi casa que el de la Academia.

Y 3º. Como "instituto de trabajo", único aspecto interesante y discutible, para mí, de la Academia. Pero que ni yo tenía competencia ni carácter para esa clase de trabajo, ni, aún teniéndolas, sería capaz de asistir a la Academia a fecha y hora fijas, que debía darse el sillón a un filólogo, un historiador, un crítico profesional, etc. como Enrique Díez-Canedo, por ejemplo en aquel instante, y Dámaso Alonso en cualquier otro.

Y, en suma, le dije, que la Academia debe ser para quien la desee, no para quien no la desee o sienta indiferencia por ella, como yo. Yo creía que le había contestado a mi amigo de una manera honrada, justa y sensata. Pues él dijo, según testigos, que yo le había contestado "como un loco". Quizás porque yo le dije también que comprendía perfectamente que él, doctor en medicina, fuese acádemico de la de la lengua porque siendo médico podía verle a los académicos si tenían la lengua sucia y purgarlos.


Comentario crítico
Leí en este "índice de Artes y Letras", mejor revista cada día, los artículos críticos de Eugenio Frutos, J.R. Aguirre y José Angel Valente en defensa mía o menos relativa de Jorge Guillén y a propósito de mi supuesto ataque al poeta de Cántico. (Ya mi carta penúltima a "índice" explicó que yo no había provocado este escándalo de Guillén, la nota que dio "índice", lo repito para quien no la haya leído, fue escrita en 1936 y publicada pocos años después). Me gusta decir que este tipo de crítica equilibrada de los tres escritores citados me parece excelente y que estoy muy agradecido a los tres articulistas, que supongo jóvenes. El artículo de A. Gaos a que se refiere Aguirre no he tenido ocasión de leerlo porque no recibo "índice" regularmente.

Quiero decir también algo sobre mi propia crítica. Cuando yo critico, estoy haciendo lo mismo que cuando como una fruta, por ejemplo. Si la fruta me gusta comento mi comérmela con deleite y si no me gusta, con repulsión por mucho que yo pueda estimar una fruta que no me gusta. Nunca me gustó la poesía de Guillén del todo ni la de Pedro Salinas exceptuando su primer libro y no por lo conseguido que fuera sino por lo que allí se prometía, desvirtuado luego por el eiffelismo y aunque en los primeros años escribí exaltándole era por generosidad, y esto le dijo Jean Cassou de mi prólogo a Presagios, en el "Mercure de France". Yo había publicado ya mi aforismo que dice: "Exaltar a los jóvenes, castigar a los maduros, tolerar a los viejos". Tanto a Salinas como a Guillén, en los años en que me visitaban frecuentemente en Madrid y me hacían el honor de pedirme consejos, yo les decía en particular lo mismo que ahora, después de ponerse tontos, les vengo diciendo en público, a Salinas le dije mucho, que su escritura me parecía a veces de una pedagoga sufrajista. Aquello de "tu amor que está en los gerundios, no te llamas amor te llamas miércoles, horizontal, si te quiero lo dejaría todo, los mapas, los teléfonos, etc." eran trucos y timos de un feminismo de secretarias de Liga, muy propios para los timadores de los barrios bajos madrileños también, y no en balde Salinas había nacido en ellos y los llevaba en el alma y en el cuerpo. P.S. hablaba, como su poesía, con voz de corneta nasal y esa es la voz de su verso. él mismo me lo repitió muchas veces, constantemente, hasta que se decidió a escribir La voz a ti debida que es la misma de siempre y que se inició en un poema mío que publiqué el año 1927 en "La gaceta literaria". él ya me lo dijo: "Aquí tengo un libro y ahora voy a tener voz que no sea de usted o de Antonio Machado".

En cuanto a Guillén le hablaba mil veces, entre bromas y veras, de sus ripios espantosos, sus incrustaciones terribles, sus enquistamientos forzados, sus décimas barrigonas, pero, sobre todo, de sus ripios. Yo le decía que para que su libro me interesara tenía que leerlo constantemente porque cuando cerraba el libro no me quedaba nada dentro, ni podía recordar un solo verso, que no era lectura más que para los ojos, sin emoción viva ni permanencia en el recuerdo. Cántico es para mí como una caja de mazapán toledano. Me gusta mirarlo, pero me da angustia comerlo.

Yo creo que Dámaso Alonso no tiene el virtuosismo insoportable, por suerte para él, de Guillén (ni la injeniosa habililidad de Salinas) pero tiene una veta profunda que lo diferencia de los dos. Y en cuanto a Gerardo Diego, sí es muy cierto que ha pirueteado mucho y sigue pirueteando, en el "ciprés de Silos" y en "Los ángeles de Compostela" por ejemplo (aquel precioso poema que publicó "La Nación" de Buenos Aires, tiene una belleza sencilla y tierna, una cara sintáxica de un gran encanto misterioso. Creo que la poesía posterior a ellos y a Rafael Alberti y a Federico García Lorca (a los que considero más formales todavía), con Manuel Altolaguirre, hay una ola de espíritu que viene de Unamuno, de Antonio Machado y ustedes perdonen, de mí, y lo digo porque toda la crítica de la época lo señaló. Yo sé muy bien lo bueno y lo malo que yo soy poéticamente pero sé que la poesía española y americohispana está desde hace años más impregnada de mí que de ningún poeta español. Bowra dice en su libro que Antonio Machado es un gran poeta del siglo XIX, en lo que dice mucha verdad, y que Unamuno y yo somos del XX, lo que es verdad también, y en eso está también la explicación de esta influencia. En realidad Antonio Machado, de quien se habla mucho más hoy que nunca, influye muy poco en España y nada en Americahispania y si no es así que me digan en quienes está la influencia. Yo llevo 40 años de sucesión y creo que tengo motivos para estar contento. Lorca y Alberti que influyeron mucho en un instante con sus marineritos y sus gitanos, ya no influyen. En cambio a lo mío sucesivo vienen los jóvenes un año tras otro.


Allí donde ella...
Le oí contar a Antonio Machado que, en cierta ocasión inadecuada, y en cierta ciudad ocasional de Cataluña, un señor canoso, inflado y suavón, entró en una peluquería de moda y preguntó si le teñirían el pelo como de blanco. El peluquero contestó: "De blanco, precisamente, no señor, pero tengo un tinte muy elegante que le pone violeta". "Pues hombre eso es lo que yo quería", esclamó el tal al peluquero. Y Antonio Machado añadía tosiente como del tabaco: "creo que no es necesario aclarar que el que quería tener violeta el pelo era Eugenio d’Ors, E. d’Ors, El Göaita, Xenius, etc, y todo con g y con x, las letras que yo detesto tanto.

Pelo violeta platino, como Stokowski, el cursi internacional primero o segundo de la espectacularidad, que pide a los foquistas del teatro que le persigan las manos con el foco mientras dirije, para que se las vean las señoras, esas señoras nacionales o estranjeras que no entienden bien los idiomas (música, pintura o literatura) y que son las que promueven cierto tipo de éxito tan grato a Stokowski y a El Göaita, segundo o primer cursi internacional. Yo no conozco a nadie más parecido a Stokowski ni a nadie mas parecido a d’Ors que d’Ors o Stokowski. Sólo le falta a Stokowski escribir mal, como d’Ors, hablar ya habla como d’Ors con todo el acento posible en su supuesta propia lengua (Unamuno solía decir que d’Ors tenía acento hasta en catalán) como sólo le falta a Xenius dirijir una orquesta a lo Stokowski, cosa que hubiera colmado su ilusión, aunque cuando da una conferencia parece que está dirijiendo un concierto susurrado de moscas.

Yo no sé exactamente qué es cursi y que no. Creo que todo el mundo puede ser cursi en algo. Para mí cursi significa afectado, redicho, falso, por ejemplo. Todo esto que Eugenio d’Ors es desde que nació. Y si cursi es lo que yo creo, yo no soy afectado, ni redicho, ni espectacular.

Procuro pasar inadvertido, no cultivo el público, ni me interesa adular a las señoras más o menos internacionales. Desde luego me gusta el color malva, como me gustan todos los colores. Si lo cito mucho es porque Andalucía, en cuya blancura de cal el sol bate tanto las luces, el malva transparente es uno de los matices más bellos. Y en cuanto a la j, aparte de que el apellido Jiménez pocas veces lo escribe nadie con g, me gusta llamarme J.R.J. y haber nacido en el año 1881, una coincidencia que le hubiese gustado mucho a Eugenio d’Ors, de mi misma edad, 63 años.

Pero basta, vamos al hecho concreto: ¿por qué escribo yo j en vez de g y s en vez de x en los casos en que no es necesaria la g ni la x? Desde que yo era niño me acostumbré a usar un magnífico Diccionario de autoridades de la lengua española, que era de mi familia. Una enciclopedia abreviada en dos grandes tomos, en donde más que en la más numerosa enciclopedia, encontraba yo todo lo que quería. Esta enciclopedia creo que está en mi piso de Madrid y no puedo ahora recordar su fecha pero sé que ya mis abuelos la tenían. Pues bien, en él la j se usa en todos los casos en que yo la uso y lo mismo la s. Yo me acostumbré a la j y s escritas de ese modo y, aunque de más joven no me decidí a escribirlas, siempre estuve tentado de hacerlo. Cuando yo volví a Moguer después de muchos años de ausencia y viajes, encontré de nuevo el diccionario, me lo llevé a Madrid y entonces decidí el cambio. Pero aparte de esto yo tengo, si no me lo han robado como tantos otros libros, obras en donde también la j y la s se usan como yo las uso, por ejemplo una preciosa edición impresa en París de las obras completas de "Fígaro". Cuando yo hablo además pronuncio poco la g y la x. Y si la escritura es posterior a la palabra y su copia ¿por qué no escribir como se habla? En los clásicos encontramos la esclamación O sin h como yo hoy la escribo, ombre sin h etc. No se olvide tampoco que en Andalucía, sobre todo en el norte hacia Jaén la j se pronuncia muy rajante. De modo que esto en mí no es afectación. Puede que sea como dice Gerardo Diego, chifladura. ¿Y quién no tiene chifladuras? ¿No fue una chifladura en Gerardo Diego su libro sin puntuación y sin mayúsculas, una chifladura vulgar? ¿Y cuántas no tiene Eugenio d’Ors? Tantas como cursilerías. Recuerdo ahora mientras voy escribiendo muchas anécdotas sobre la cursilería de Xenius. Entre ellas recuerdo haber oído a una señora batalladora y catalanista muy amiga de El Göaita en la época en que él lo era (ya sabemos que d’Ors ha "chaqueteado" mucho ¿no se dice así ahora en España?) que d’Ors le aconsejaba que añadiera siempre en las pájinas a cualquier folleto o portada una orla gris, amarilla o violeta. Yo en cambio he sido siempre partidario de la simplificación, de la desnudez. He suprimido hasta las rayas en los libros. Picasso pintó alguna vez picadores, toreros y caballos sin ropa ni atavíos ni útiles y así el toreo pasó a la eternidad. D’Ors durará lo que dure la guardarropía.

Acabo por donde debí empezar. En la glosa del "Novísimo glosario" titulada "Las Violetas" que me ha movido a escribir esta nota, escribe Eugenio d’Ors: ... "¿Por qué tan bello (el violeta), siendo así que en cualquier cosa que no sea la violeta, el color violeta es tan desagradable? O por lo menos cursi, con esa especial cursilería gratuita y epicena que tiene igualmente la letra j desde los tiempos de un poeta que se empeñaba en escribirla y hasta en exijirla allí donde ella no debe estar". "Allí donde ella" sobra, d’Ors, debió usted decir y "hasta en exijirla donde no debe estar". Pues así escribe siempre El Göaita. Si yo pongo una j allí donde ella no debe estar, no hay una línea donde d’Ors no ponga tonterías, "allí donde ellas no deben estar".

¿Qué valor se necesita para escribir crítica literaria cuando se escribe como Eugenio d’Ors? Cuando yo hacía la revista "índice", el grupo más joven, que me acompañaba, ideó un espectáculo que consistía en una representación teatral caricaturesca.

Y un poeta debutante entonces que vive hoy en la Argentina me dejó aquel número que se llamaría "Xenía, la esperanza, o la Rumba Volapuk", desde entonces, van 25 años, Eugenio d’Ors no ha aprendido todavía a escribir en español, entre otras razones, sin duda, por conservar acento estranjero. La escala de la cursilería de la España literaria contemporánea, tiene muchos grados, pero ni Gómez de la Serna ni yo siquiera, hemos conseguido nunca llegar al sitio adonde está por derecho propio Xenius, Sevigné de Retortillo.


La guerra grande y el canario chico
José Ortega y Gasset, para cimentar (débilmente) una necesaria alusión a esta guerra, ha censurado acerbamente a un poeta ¿francés o español? que en estos instantes ha escrito una elejía a la muerte de su canario.

¿Es que mi querido amigo, en estos días de guerra, no ama, no aspira, no sueña, no huele una flor, no besa a su hijo? ¿Qué tiene el pobre canario para irse, por morir en día de guerra, sin la mirada compasiva de su amo?

Si todos los países cantaran a sus canarios vivos y muertos, es posible que no hubiera nunca estallado esta guerra. Es una pena que Ortega no emplee su gran talento oratorio, retórico, en la esposición de la cátedra, en la tribuna pacífica de la filosofía y del arte. Y que infle, (a las estrellas al fin y siempre) pues que no es hombre de acción, vanos y errantes globos de patriotismo accidental y hueco, apareciendo y desapareciendo, con levita y tristeza del momento, por los escenarios oscuros y las tribunas rojas.

Sobre toda la palabrería forzada y lejana, revuela amarillo y bello un canario mudo y transfigurado con una ramita de oliva en el pico, el canario que Ortega tanto desprecia, de la paz.

(1915)


En su propio fundamento
-¿Usted habrá conocido en Madrid al gran Neruda? ¿Y qué piensa usted de él?
-Tengo que hacer un raro esfuerzo para arrancarme de mi visión radiosa y colocar en su sitio ¿en qué sitio indiferente? la pregunta...

No, no conozco personalmente al dudoso Pablo Neruda. Y lo que pienso de él, dudoso para mí, es que no puede escribir en español. (Ni en chileno, porque yo conozco bastantes chilenos y sé cómo escriben o hablan). Su escritura es un montón informe de estranjerismos, traducción confusa, márjenes flojas. Y como lo que pretende espresar es además lo sobrante jeneral, el resultado es monstruoso. De todos modos, cuando Neruda sepa, pueda espresar en su lengua lo que pretende, podrá tomársele en completa consideración, podrá juzgársele enteramente. En un muchacho, chileno o de donde fuese, esta especie de poesía podría interesar como promesa informe; pero, como medida de un mayor de edad, no es posible aceptarla.

-¿Y no será que Neruda es la espresión balbuciente de un mundo nuevo, que su lengua es una lengua nueva?
-No lo creo porque cada vez balbucea más y una lengua, por salvaje que sea, es completa en sí. Hasta en los animales es completa. Pero puede que tenga usted, y los que piensan como usted, razón. Esa estrella del ocaso está dividiendo ahora para mí el mundo en dos partes. El "nuevo mundo", más blando que el viejo, ya "menos nuevo", no puede satisfacer, en esa posición ambigua, el ansia mental de un europeo. Lo uno o lo otro. Eso es otra cosa...

Y que no se hable más, por el dios universal, de Whitman ni de Claudel, plenos posesores de idioma y de alma, al hablar de Neruda. Ni de la Biblia como no sea de la versión para focas, ni del mar que es idioma vida, como no sea del Mar muerto. Es claro que para los escritores estranjeros o españoles que no saben tampoco escribir español puede ser "así" un gran poeta, hasta un maestro. Y por desgracia para algunos deficientes lo es o lo ha sido... De ellos y para uso de ellos.


Antonio Machado. Ente de trasmuros
En la Florida lunes de sol y viento de febrero, bajo bochorno, escalofrío, entre las acrobáticas palmeras involuntarias (y cuando escribía una nota iniciando una suscripción, por los refugiados españoles en la frontera de Francia) leo la noticia de su muerte.

Estamos en una ex-España bien y mal hallada un día, mal y bien dejada otro, por España, cerca de la primera ciudad española de esta América del Norte, en una casa de obreros holandeses, hoy norteamericanos, escondida en una paz que me recuerda a Andalucía. La brújula que tengo siempre conmigo, desde que salí de Madrid, el 36, para saber siempre, en esta desorientación de tierras y seres confundidos y superpuestos, en este revés de España que es América, donde está España, tan inquieta siempre, parece que ha quedado muerta en su seguro y súbito señalar al nordeste. Una sombra de todo el tamaño de un gran poeta grande llega por este nordeste del mar desde el Pirineo hasta mí. Mi corazón, que tuvo una disminución fría, escalofrío, al leer la noticia sigue volcado con una baja palpitación de velado golpe fúnebre.

Vi a Antonio Machado por vez primera en Madrid, 1901. Me lo trajo Francisco Villaespesa al Sanatorio del Retraído, un domingo, y siguió viniendo casi todos los domingos con su hermano Manuel, Valle Inclán, etc. ¡Cómo me complazco en recordar y repetir esta época triste y feliz de todos nosotros! Era corpulento, corpachón, sanguíneo y terroso, con algo de grueso troncón acabado de arrancar, y vestía su tamaño con unos ropones negros y pardos, que no se correspondían, chaqué nuevo, pantalón perdido y abrigo viejo, deshechos, equivocados, y se cubría con un chapeo de alas deshechas y caídas, de la época de su nombre. En vez de pasadores, llevaba en los puños del camisón unas cuerdecitas, y a la cintura, por correa, una cuerda como un ermitaño de otra clase. Yo no sabía si todo esto era mejor o peor, bueno o malo; en realidad, no me fijé mucho hasta que otros, otras, me llamaron la atención. Sé que así era o parecía Antonio Machado (cuando lo conocí) y que así siguió siendo, poco más o menos, siempre; sé que así era él, que era así de él y con él, que a él no le importaba nada de ese él y nada más.

Nunca he podido esplicar por qué Antonio Machado, que era o parecía sencillo en otras cosas (sobre todo en sus utensilios) hablaba engolado y como fingido, estraño actor de autor, como si siempre estuviera imitando o más bien parodiando a un ente de trastienda. ¿Hubo en su familia alguien que él copiara? ¿Su palabra sentenciosa y pedantesca era en realidad la de Mairena? ¿Mairena y él eran dos? De todos modos parecía que no usaba su voz verdadera o que su voz verdadera fuera así. Recitando parecía un cómico de latiguillo y echaba la voz al fondo de la garganta pronunciando de modo diferente a la realidad. Siempre me extrañó la admiración que sentía por el empachoso y empolvador Ricardo Calvo, hasta el estremo de traérmelo para que me leyera bien mis propios poemas.

Estas recitaciones las acompañaba con jestos lentos e hinchados. En su ir y venir era tórpido y tropezón, y cuando llegaba o se iba, solía echarse atrás con un levantar de pie pesado, como saludando hacia arriba, típico de los institucionistas de la libre de enseñanza.

Una noche de invierno, calle de Serrano arriba, íbamos Machado y yo hablando de Rubén Darío. De pronto, nos encontramos recitando los dos, al mismo tiempo, "Cyrano en España". Yo creía que no debía dársele al poema otro énfasis que el suyo y que debía decirse con voz entera y sencilla. Antonio Machado lo recitaba a lo retórico y no me olvido qué impresión más rara me hacía así el poema.

Cuando hacíamos la revista "Helios", Antonio Machado me trajo un domingo un "trabajo en prosa" incoherente y absurdo, inconcebible para mí en tal poeta, en el que quería demostrar, ampulosa y conceptualmente, que la mejor manera de encontrar a Dios era por medio del toreo. Unamuno había, sin duda, provocado una parte del trabajo, la parte del concepto estravagante, pero lo del toreo ¿de donde venía? Yo pensaba no publicarle el artículo y él me sacó de apuros porque a la mañana siguiente, sereno y ayuno, vino por él.

A mi juicio su prosa no era superior a su verso, pero se le notaba más la inferioridad.

Su prosa está tratada a la pata la llana y tiene el aburrimiento que corresponde a un empacho ancho sobre lecturas. Me recuerda en otro tono a la prosa de Claudel, dogmática y notarial. Un humorismo profesoril y provinciano domina su sentenciar continuo, que no puede a veces librarse de maravillosos oasis de estraña visibilidad y clarividencia.

Sus poesías, pocas y raras, nos parecían a todos lo mejor. Todos decíamos que era poeta estraño, huraño, filosófico, profundo. Y lo decíamos como una cosa decidida y aparte. Antonio Machado el raro y yo el esquisito. Villaespesa era, él lo decía a cada paso, el gran poeta del grupo. Manuel Machado, era general, considerado por la crítica superior a Antonio. En aquellos días, componía Antonio Machado "Del camino", poemas entre Galerías, espejos, soledades, que yo ya sabía entonces que habrían de ser inolvidables para mí, entre todos los suyos y los nuestros, y que lo han sido, que eran y que son como la esencia remota, original, central de su alma, agua secreta de un pozo olvidado, con su solitario espejeo de luz y sombra, inéditos, con su bastarse a sí mismo, como decía el niño de Guillén, en un trasmuro de la ciudad asilo, Madrid grandote y desviado.

El verso de Antonio Machado era, es, como se ha dicho siempre con rara unanimidad, tradicionalmente español aún en los momentos de mayor influencia del simbolismo francés o de Rubén Darío. Antonio Machado gusta más del asonante que del consonante y su metro mejor es la silba asonantada. El romance octosílabo lo usó poco y mal. En cambio, mucho el octosílabo aconsonantado. El alejandrino pareado lo considero lo más desdichado de su obra. Sus tesoros mejores siempre le salen en endecasílabos sencillos. Su poesía recorre toda una línea de poesía española llana y sensitiva, con altibajos de un paseante de campo sin cultivo, (Manrique, Lope, Sem Tob, Cervantes y también Campoamor y Bartrina; como estos poetas también, no estima la perfección, otra condición de la poesía general española). La influencia de sus contemporáneos pasa por él, con la excepción de Unamuno, sin él quererlo, Darío, J.R. Como Unamuno parece en muchos momentos un poeta portugués: Teixeira de Pascoaes. Es como la flor contemporánea crecida o rastrera, oculta o alta, mejor o peor de un campo de poesía abonado por los cuerpos de los poetas humanos y creado por las alas de los ánjeles divinos. No parece que mire mucho al cielo. Su dios, como el de Santa Teresa en los pucheros, anda, como el de Unamuno, entre las tazas de café y los vasos de cerveza, que Unamuno no bebía, de los modestos cafés madrileños o provincianos y parece que lo ve de soslayo. No creo que Antonio Machado entrase mucho en las catedrales o iglesias de los pueblos, Segovia, Soria, Baeza, donde vivió. Sus ideales eran de carretera y, con su paso sudoso y polvoriento parecía que encontraba el ritmo de su corazón. Acaso un espejismo del poniente, una cima nevada lejana, la tormenta. Tampoco un frecuentador de puestas de sol. Y un mar entre místico y dramático, como alumbrado de relámpago, estrañamente metafísico sin escesiva complicación ni comprensión.

No creo que Antonio Machado ni ningún otro poeta, y hablo de los buenos, haya tenido nunca una filosofía, un sistema filosófico, ni se haya propuesto ninguna sistematización. Era metafísico y sentimental, por milagro, por iluminación, un haz de raíces con florecillas al viento imprevisto de la tierra. Llevaba su misterio como el suyo de verdad. En cuanto al ala, no creo que pensara más que en las de las águilas estáticas, por más que su lugar preferido era el alcor, un dominio de horizontes corrientes con todo lo que los horizontes corrientes dicen a los hombres raros. El juego de la luz y la sombra le daba un claroscuro difícil y a veces angustioso y su poesía tiene mucha angustia de angosturas, de pesadilla con lejanas salidas imposibles a planos de luz abierta.

Cuando yo vivía en casa del Doctor Simarro, no le gustaba a Antonio Machado venir a verme allí y solía citarme para leer-me sus nuevos poemas en el Café de Gijón, Paseo de Recoletos.

Una tarde me dijo, con gran secreto, que iba a leerme un poema, que iniciaba una nueva visión suya de las cosas. Sacó cuidadoso un papel doblado de su bolsillo y al abrirlo en vez de poema, había un agujero. Se quedó atónito, más que yo. Se lo había comido. Yo sabía, por los libros que le prestaba, que él roía el papel, pero en los libros lo que roía eran las márjenes hasta dejarlos como países de abanico. Pero en su poema se había comido el poema.

Cuando me mandó a Moguer (1912) Campos de Castilla, tuve una estraña sensación de malestar. El libro, por fuera, era ya seco y pardo y al hojearlo me parecía como si Antonio Machado se hubiese pasado de una España interior, de ritmo invisible a una demasiado visible, demasiado palpable, casticista, es decir, convenida y de mayoría.

Una raíz, una reciedumbre, una raigambre, una mancera, que iban bien con la voz engolada aquella que no servía para su otra poesía. Esta poesía y esta voz le trajeron una celebridad mayor y triste para mí. Y lo que yo quería de Antonio Machado era el río interior de su juventud, aquella fuente profunda y misteriosa que era, sin duda, lo que correspondía a la voz sencilla y natural que no le oía nunca.