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Le Corbusier lo llamaba "máquina de conmover", mientras que Bruno Zevi lo creía más escultura que edificio por lo irrelevante de su espacio interior. Y es que quizá el Partenón sea, como decía nuestro Fernando Chueca Goitia, la arquitectura más venerable de la historia y sobre la que más se ha escrito: 2.500 años de mitos, copias, robos, guerras y hasta un 4,8 en Google, con quejas por los andamios o la caminata que hay que darse para subir a la Acrópolis.

El Partenón

Mary Beard

Traducción de Silvia Furió

Crítica, 2025

232 páginas. 21,90 €

No se lo cuenten a Mary Beard. Donde todos vemos un cliché, la historiadora británica, con una vida a cuestas en pos del mundo clásico, olfatea una ocasión ideal para hablarnos de las raíces de la democracia o de las tribulaciones culturales de Europa. El Partenón resulta, qué duda cabe, una apuesta maravillosa pero también fallida, en tanto que aborda un asunto inabarcable, cosa que sí sabíamos, y que Beard no termina de ser fiel a sí misma, cosa que no.

Con la agilidad didáctica tan propia de su autora, el libro desgrana las suertes del templo en siete capítulos, desde su construcción en el siglo V a.C., para alojar la colosal estatua de Atenea esculpida por Fidias, hasta su destrucción en 1687, cuando un proyectil de la armada veneciana hizo blanco en el polvorín turco escondido en el edificio, por entonces ya mezquita.

La historia de Beard deja claro que el Partenón vale más como ruina, y hasta a pedazos. Su saqueo por Lord Elgin a inicios del siglo XIX, que dio con los mármoles en Londres, fue preludio de su consagración como símbolo cultural y sinécdoque de Grecia: a la limpieza iniciada en 1834 por el arquitecto del monarca "heleno" Otón de Baviera, Leo von Klenze, le sucedió en 1920 la reconstrucción de Nikolaos Balanos, una "ficción verosímil" tan plagada de vicios ocultos que amenazó la integridad del monumento.

Beard publicó El Partenón por vez primera en 2002, y lo ha ido actualizando hasta 2010 para incorporar novedades como el museo de la Acrópolis, obra algo torpe del suizo Bernard Tschumi con la que el gobierno de Atenas le guarda la ausencia a los relieves sustraídos. Lo que permanece igual, y lo que te rondaré, es la pugna por esas piezas, tema en el que Beard se muestra ecuánime: aunque el desmembramiento del Partenón ha contribuido a su fama, el British Museum se ha arrogado un papel de custodio de la cultura universal que no le corresponde.

El libro de Beard es una apuesta maravillosa pero también fallida: aborda un asunto inabarcable, pero la autora no termina de ser fiel a sí misma

Tampoco se deja deslumbrar por su objeto de estudio; reconoce que algunos de los relieves son mediocres, y hasta ironiza sobre las esotéricas teorías que se han vertido acerca del templo: "Sus inconsistencias son siempre susceptibles de ser glorificadas".

Tanta objetividad solo hace más llamativo el desorden, casi desgana, con que aborda la arquitectura. Por muy conocido que sea el Partenón, resulta extraño que la autora no lo describa hasta pasado medio libro, en la página 124. Tampoco ayuda su énfasis en sutilezas ópticas como que las columnas del peristilo no son verticales, sino convergentes –¡a cinco mil metros de altura!– y más gruesas en las esquinas, y que omita que es precisamente en esos bordes donde los intercolumnios se estrechan, algo que puede apreciarse a simple vista.

Esa ruptura del ritmo, por cierto, fastidiaba tanto a Vitruvio que llegó a tildar el orden dórico –el de nuestro edificio– de "francamente defectuoso".

Con todo, es en la especialidad de Beard, la historia y sus mitos, donde sorprenden más los olvidos. A veces, se desperdician buenas anécdotas: menciona la desgracia de Elgin, cornudo y en bancarrota, pero no que perdió la nariz por culpa de la sífilis, igual que las estatuas que se había agenciado.

Otras objeciones son más serias. Beard dedica su quinto capítulo al imperfecto ideal de la democracia ateniense, en la que mujeres, niños y esclavos "carecían por completo de derechos políticos". Unas páginas después, apunta que la predecesora de la estatua de Fidias, de marfil y oro, era "poco más que un tablón de madera de olivo". Bien podría haber tratado aquí la relación entre las urnas y el leño, que la hay. Contaba el romano Varrón que Cécrope, primer rey de Atenas, sometió a plebiscito si su pueblo debía rendir culto a Atenea o a Poseidón.

El dios del mar les había ofrecido un manantial y Atenea, un olivo: alimento y energía. Las mujeres inclinaron la consulta a favor de la diosa y Poseidón, despechado, inundó el Ática. Para apaciguarlo, les privaron del voto y los hijos comenzaron a llevar únicamente el nombre del padre. El olivo, por cierto, sigue creciendo a unos metros del Partenón, junto al Erecteion. Todo esto es prescindible para la autora de Mujeres y poder.