En el campo de exterminio de Auschwitz, una extraña rutina se repetía a diario. Un coche de lujo con la insignia de la Cruz Roja Internacional aparcaba junto a varias chimeneas cortas de hormigón que brotaban del césped. Del vehículo salían un oficial de la SS y un suboficial del Destacamento Médico que sostenía cuatro cajas verdes de hojalata.
Tras ponerse unas máscaras antigás, arrojaban por las chimeneas el contenido de las cajas: una sustancia púrpura granulada. Era Zyklon B, un pesticida que se volatilizaba cuando entraba en contacto con el aire y se utilizaba en las infames cámaras de gas. Al cabo de unos instantes, la sustancia llenaba la sala donde, más abajo, se hacinaban los deportados recién llegados. Pasados unos minutos, médico y oficial se encendían un cigarrillo y se marchaban en el coche con el emblema de la Cruz Roja en el que habían venido. Acababan de asesinar a alrededor de tres mil inocentes.
En Los médicos de Auschwitz (Espasa, 2025),el médico y profesor en la Universidad de París-Sorbona Bruno Halioua ofrece una panorámica del oficio de la medicina, baluarte de la vida, en el lugar donde más a sus anchas campó la muerte.
El juramento hipocrático clásico —sería actualizado en la convención de Ginebra de 1948— declara, entre otros apartados, lo siguiente: "Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo". Y también: "En cualquier casa que entre, lo haré para bien de los enfermos, apartándome de toda injusticia voluntaria".
Encomiables palabras. Aun así, fueron muchos los sanitarios —médicos y otras profesiones aledañas— que desobedecieron sin miramientos estos preceptos deontológicos en los tiempos del Tercer Reich, hasta tal punto que llegaron a ser la mano ejecutora de la Solución Final en los campos de exterminio.
Portada de 'Los médicos de Auschwitz' (Espasa, 2025), de Bruno Halioua.
Según cuenta el historiador francés Claude Quétel en el prólogo de Los médicos de Auschwitz, "la medicina fue la profesión más nazificada". Pero ¿cómo aquellos que son formados para ser "paladines de la vida" llegan a ser "escuderos de la muerte"?
Halioua da la respuesta a esa pregunta en su libro. Durante los años en los que se gestó el ideario nazi, de forma simultánea había cobrado fuerza la Liga Nacional Socialista de Médicos Alemanes, que defendía el establecimiento de una nueva política de salud pública centrada en la promoción de la higiene racial, es decir, de la eugenesia.
El pensamiento de Hitler, volcado en el Mein Kampf, y este importante e influyente grupo de médicos coincidían en que solamente había un enfermo a tratar: Alemania. El sanitario tenía el deber, según la tesis eugenésica, de erradicar los agentes patógenos del sistema de su paciente.
No es coincidencia que Hitler, en sus discursos y en el Mein Kampf, se refiriera a la "amenaza judía" y a los discapacitados mentales con analogías médicas. Eran, para él, "bacilos" que enfermaban al país. Para los médicos que compartían la opinión del dictador, no había conflicto deontológico alguno. Las vidas humanas de las que se deshacían no eran tal cosa, sino una suerte de microorganismos que ponían en riesgo la suerte de su único y más importante paciente.
Para preservar la salud de su país se convirtieron en auténticos "soldados biológicos", tal y como fueron descritos durante el Tercer Reich. Se consideraba que la labor de los médicos era participar activa y enérgicamente en el exterminio de todos aquellos que el régimen consideraba "degenerados". Este término abarcaba, por un lado, a todos los individuos con afecciones o malformaciones hereditarias, y por el otro, a aquellos que no pertenecían a la raza aria.
Los médicos del Reich comenzaron su labor de "saneamiento" en la conocida como Aktion T4, un programa secreto de exterminio de enfermos mentales y discapacitados. La eugenesia había derivado rápidamente en una eutanasia masiva en la que los sanitarios seleccionaban, analizaban y asesinaban a estos individuos. Las formas de hacerlo eran diversas. A veces, se recurría al monóxido de carbono en cámaras de gas móviles. Otras, a inyecciones intracardíacas de fenol.
Sin embargo, el programa acabó siendo primero un secreto a voces para más tarde volverse un escándalo. Los métodos de erradicación, además, estaban en pañales todavía. Para la terrible labor titánica que tenían en mente necesitaban "mecanizar" todavía más el proceso. El exterminio pronto iba a alcanzar cuotas nunca vistas, hasta llegar a ser comparado con una cinta transportadora. Solo hacía falta establecer lugares diseñados a tal efecto.
El campo de exterminio de Auschwitz sería el paradigma de este plan, que sería bautizado como Aktion 14f13 (también llamado Sonderbehandlung o "tratamiento especial"). En él, se programaba la ejecución sistemática en esta clase de recintos de todos aquellos que fueran considerados incapaces de trabajar.
Allí, los médicos tendrían también un papel protagonista, comenzando por el instante en el que los deportados se apeaban de los vagones del tren que los llevaba a Auschwitz en la conocida como judenrampe. En ese momento, el doctor de las SS revisaba de forma sumarísima, con un simple vistazo, a cada uno de los recién llegados. En una fracción de segundo decidía y señalaba en una u otra dirección. Si su dedo apuntaba hacia la derecha, el preso era considerado apto para el trabajo e iría a los barracones. Si lo hacía hacia la izquierda, el destino del desdichado sería, aunque no lo supiera en ese momento, las cámaras de gas.
Algunos sanitarios prisioneros que eran obligados a trabajar como asistentes fueron a menudo testigos de aquellas escenas macabras. Recordaban los gestos de los médicos de las SS semejantes a los de un director musical en pleno éxtasis durante un concierto. El terapeuta judío Aron Bejlin recordaba, por ejemplo, que el doctor Werner Rohde solía silbar un aria del Rigoletto de Verdi durante las selecciones en la rampa.
Selección de judíos húngaros en la 'judenrampe' de Auschwitz-II (Birkenau) en junio de 1944. Foto: Bernhard Walter / Wikimedia Commons
Pero de entre todos aquellos doctores que en Auschwitz se ganaron a pulso un lugar especial en el infierno, destaca especialmente Josef Mengele, conocido por su afición a estas selecciones (que, aparte de en la judenrampe, también se realizaban en las enfermerías, donde se decidía la ejecución de aquellos enfermos que se consideraba que no se podrían recuperar).
Despiadado como ningún otro, Mengele asistía voluntariamente a la Judenrampe incluso en las ocasiones en las que no era su turno. También era famoso su gusto por la experimentación con cobayas humanas sin ningún tipo de compasión ni código deontológico. Conocida es asimismo su fijación por los gemelos, a los que sometía a todo tipo de procedimientos innecesarios, desde inocularles enfermedades hasta someterlos a operaciones que no requerían, para más tarde mandarlos a la cámara de gas.
Lo más sorprendente del caso de Mengele es que, una vez caído el Tercer Reich, no recibió ningún tipo de condena durante los juicios de Núremberg porque, sencillamente, desapareció del mapa. Después de varios meses escapando de la justicia, huyó finalmente a Argentina, donde cambió su identidad y vivió durante décadas. En la década de los 60, el Mosad recuperó la pista del médico genocida, pero consiguió evadir a los agentes israelíes instalándose en Brasil.
Mengele nunca se enfrentó a la justicia por sus actos. Falleció en 1979 en Brasil, cuando sufrió un infarto cerebral mientras nadaba en el mar. A todo cerdo le llega su San Martín, o eso dicen. Lo cierto es que a este puerco le tardó demasiado en llegar. A día de hoy, sus restos permanecen almacenados en el Instituto Médico Legal de São Paulo, donde sus huesos son empleados por estudiantes de Medicina Forense.
