Los grillos y las chicharras cantan entre la hierba de verano que rodea la casa. Dentro de la mosquitera color verde claro, el bebé de mi hermana duerme plácidamente, de una manera adorable. Los hematomas en las mejillas y las piernas del bebé se han transformado en moratones de un color púrpura claro y, aunque todavía son visibles, han sanado más rápidamente que los de un adulto. A su lado, mi hermana pequeña, de veinticinco años, está recostada, mirándolo mientras ronca suavemente.
Las costras de sangre cubren las cicatrices de su rostro. Las heridas de mi hermana huelen mal. No es solo por la sangre y el pus de las lesiones normales, sino porque huelo el olor a toxinas. Hace poco estuve internada en el departamento de cirugía del hospital, donde el cáncer era una presencia cotidiana, así que entre la multitud de moribundos podía oler ese hedor maligno que me calaba los huesos.
Mamá duerme al lado de mi hermana. Afortunadamente, mamá no ha sufrido ningún corte ni ha sangrado por ninguna herida. No hay lápices, ni papel, ni tinta.
Frente a la pequeña mesa prestada, escucho el sonido de los insectos trasnochadores. Me duele el corte que recorre de arriba abajo mi oreja izquierda. Al abrir los ojos, en este pueblo donde ya no se imponen más apagones para evitar ataques aéreos, se ven luces tenues por todas partes. En las casas seguramente están ahora acostados los heridos que sufrieron ese infernal ataque aéreo.
Desde el momento en que la ciudad de Hiroshima desapareció en un instante, consumiéndose entre llamas y extinguiéndose en la nada, me he vuelto beligerante. Aunque esta guerra no me gustaba, desde ese mismo día 6 me convencí de que la guerra debía continuar. Pensé que no debíamos abandonar la lucha. Me enteré del cambio de dirección de la contienda mientras me curaban las heridas en la casa de un doctor amigo de mi padre.
Me agaché en el suelo, sosteniéndome el vientre con ambas manos, y las lágrimas comenzaron a caer. Fue una sorpresa tan intensa que ni siquiera puedo compararla con la violenta sacudida que causó en mí esa bomba atómica.
Pasadas las 8 horas de la mañana del día 6, quienes amanecieron en la ciudad de Hiroshima no olvidarán nunca jamás el espeluznante color del inesperado destello de luz en aquella mañana de verano. Yo estaba alojada en la casa de mi madre y mi hermana, en Hakushima Kukencho. En enero de este año decidí regresar con lo puesto desde Tokio con la intención de evacuar posteriormente a zonas más rurales, pero nos retrasamos por mi ingreso en el hospital. Fue a los once días después de que me dieran el alta. La noche anterior, la ciudad de Ube en la prefectura de Yamaguchi había sido bombardeada sin tregua. Al final, cuando por la mañana temprano se levantó la alarma de advertencia, me metí en la cama.
Tras haber pasado la noche en vela estaba agotada y me parecía estar durmiendo plácidamente. Me sentía como en un sueño inusual y extraño y, en un instante, un destello de luz verde azulada, como el fondo del mar, fluyó sobre mis párpados, sin poder distinguir si era sueño o realidad. En el momento en que pensé: "Qué sueño tan raro", retumbó un estallido de intensidad indescriptible, y sentí una sacudida como si mi cuerpo se hiciera añicos y se dispersara por completo. No era el sonido de una bomba cayendo al suelo con un BUM ni el silbido de las bombas incendiarias que suenan como la lluvia. Era un sonido metálico, un tintineo, de una resonancia irresistible.
Nunca antes la palabra instante me había parecido tan apropiada como aquella mañana. Creí que veinte o treinta bombas incendiarias habían caído sobre mi cama y miré a mi alrededor buscando ansiosamente. Las buscaba mirando aquí y allá.
Sin embargo, no veía el fuego. Me sentía como la hoja de un árbol arrastrada por el viento, pero me encontraba de pie, vistiendo un kimono kasuri, en la sala de diez tatamis donde había pasado la noche anterior. Podía distinguir claramente el color granate del tejido del kimono, pero no podía ver nada más: ni la cama, ni la mosquitera, ni la ropa de protección contra bombardeos, ni el obi, ni la toalla que estaban junto a mi almohada.
La espesa nube de polvo de hormigón cubría mis orejas, ojos y nariz, y no dejaba de toser. El techo, las paredes y las ventanas de la casa se habían volatilizado, y solo resistía el esqueleto retorcido, apenas manteniéndose en pie. Sentía como si estuviera sola en campo abierto. Podía ver con claridad a los vecinos, cosa que normalmente no debería poder ver.
Esa bomba es una vergüenza para quienes la usaron con el propósito de terminar la guerra rápidamente
Podía ver solo la puerta de la casa de enfrente, cosa que normalmente no debería ver. Escuché a una joven frente a una casa aplastada que, al verme, exclamó "¡Ah!". Nuestra casa, que a duras penas se había librado del derrumbe, podría colapsar en cualquier momento.
Tenía que bajar rápidamente del piso de arriba. Las escaleras, tanto en la parte trasera como en la delantera, seguían en pie, pero estaban bloqueadas por maderas, tierra, vidrios y tablas, apilados hasta una altura mayor que mi propia estatura, lo que me hacía imposible descender.
Le pedí a la joven de la casa cuya puerta había quedado en pie que llamara a alguien de mi familia, y entonces mi hermana subió. Estaba completamente cubierta de sangre, desde la cara hasta los pies, y gotas de sangre caían sobre su ropa blanca.
—¿Mamá está con vida?
—Sí. ¿No la has oído? Te está llamando desde hace un rato. Tus heridas son más leves que las mías. Intenta bajar de alguna manera.
La sangre caliente que fluía desde mi oreja izquierda hacia la mejilla me caía sobre el cuello. Al salir de la sala de tatami arrastrándome por el agujero que finalmente logré abrir para escapar, me despedí de allí con una última mirada.
Nos encontramos cara a cara y vivos en el terreno detrás del patio trasero. Las casas, hasta donde alcanzaba la vista, se habían derrumbado de golpe. El destello azul, el sonido y la fuerte ráfaga de viento de la explosión cubrieron la ciudad entera y en un instante casi todo se vino abajo. Los vecinos, algunos con sangre goteando de sus rostros y extremidades, comenzaron a reunirse en el cementerio de lo que había sido un hermoso bosque. Las dos jóvenes de la casa aplastada y destrozada a la derecha, gritaban sin cesar:
—¡Mamá, mamá, vámonos, rápido! Es un incendio. Si sigues buscando cosas con avidez, morirás quemada. ¡Rápido, rápido!
En el curso inferior del río Ota, el paisaje era especialmente hermoso por la mañana y al atardecer. Allí, en la orilla, pasamos los días 6, 7 y 8, tras descender la cuesta del barrio donde vivíamos huyendo del incendio. La realidad que contemplamos durante esos días era una escena de otro mundo. No quiero pensar en aquello como algo espantoso.
Entre el peligro y la paciencia, y con la plena emoción del puro sentimiento nacional, durante esos tres cortos días que pasamos como mendigos en la orilla del río, respiramos alentados por un espíritu más elevado que el de cualquier noble. Vi los límites de la tolerancia cuando ya no temí dormir junto a cadáveres. Nadie lloraba entre aquella inmensa multitud de personas. Nadie expresaba sus sentimientos. Durante los tres días en la orilla del río, donde muchos agonizaban, vi claramente que los japoneses no son perspicaces, sino extremadamente modestos y serios.
Portada de 'Ciudad de cadáveres', de Yōko Ōta (Satori, 2025)
Con la marea baja, la orilla del río revelaba su arena blanca y ardiente surcada por pequeños arroyos de límpida agua. Sobre esa arena nívea, la gente se sentaba, se tumbaba o permanecía de pie, dispersa aquí y allá. Durante todo el día 6, resonaron ecos de explosiones, y grandes trozos de trapos encendidos y ascuas ardientes que el fuerte viento levantaba cayeron sobre nuestras cabezas. El cielo estaba oscuro incluso al mediodía, y en el interior de aquella maraña de nubes negras, una bola de fuego, el sol rojo como la sangre, descendía rápidamente.
En la orilla del río no podíamos permanecer demasiado tiempo en un mismo lugar. Sin embargo, no había indicios de gritos de desesperación por ninguna parte. Las personas morían en silencio y tranquilamente. Se decía que las terribles quemaduras causadas por el destello paralizaban los nervios, por lo que los moribundos no sentían el dolor intenso y ardiente. Aun así, el silencio absoluto de los heridos resultaba todavía más conmovedor.
Un joven estudiante de unos quince o dieciséis años, después de beber agua y comer su último puñado de arroz del racionamiento, pronunció claramente su nombre antes de morir. También vi una niña de unos cinco años que yacía muerta bajo el sol a la orilla del río.
El día 7 recibimos atención del equipo de socorro que llegó a la orilla. Ese mismo día nos enteramos de que el extraño bombardeo aéreo del día anterior había sido consecuencia del primer uso de una nueva arma. Desde la noche del día 7 hasta la mañana y el mediodía del día 8, la gente moría, uno tras otro, uno tras otro. Durante la noche del día 7 hasta la mañana siguiente, escuché la voz de una joven que gritaba desesperadamente en un perfecto dialecto de Tokio:
—Padre, madre, está bien, está bien. Bienvenidos a casa.
Nosotras llorábamos sin cesar:
—Ha perdido la razón.
No se puede negar la crueldad de esta nueva arma. Sin embargo, pienso que no hay arma capaz de arrasar el espíritu. Esa bomba es una vergüenza para quienes la usaron con el propósito de terminar la guerra rápidamente. Alemania fue derrotada. De la misma manera en que no pude despreciar a Alemania, tampoco puedo respetar esa nueva bomba.
Los daños infligidos a la ciudad de Hiroshima han sido profundos y extensos, pero esa escena horrenda es debida a la crueldad del oponente. La ciudad de Hiroshima nunca fue horrenda. Más bien, me gustaría pensar que fue la belleza de las víctimas lo que marcó el final de la guerra.
Desde la noche del día 9 nos alojamos temporalmente en una casa en el campo bajo las frondosas montañas de la región de Chugoku. El pueblo está tranquilo pero también agitado. Con el mismo rostro pálido, observo la pesadez de mi corazón hoy y ayer, más intensa y punzante que en la noche que pasé acostada en la orilla del río sobre la hierba, soportando el dolor de mis heridas.
Yōko Ōta (Hiroshima, 1903 - Inawashiro, 1963) ya era una escritora de reconocido prestigio antes de la II Guerra Mundial, con trabajos que novelaban acontecimientos de su vida personal. Durante el conflicto publicó textos de corte patriótico e idealista alineados con el régimen militarista japonés, que le valieron importantes galardones. El 30 de agosto publicó en el medio Asahi Shimbun "Una luz como en el fondo del mar", el primer testimonio literario de lo sucedido en Hiroshima, aprovechando la ausencia de censura durante el período de vacío de poder. Sería el germen de Ciudad de cadáveres (1948), su obra más laureada, que la editorial Satori publica este año por primera vez en nuestro país junto a "Una luz como en el fondo del mar" en un solo volumen.
