Tuve el privilegio de formar parte de un inolvidable proceso de creación protagonizado por Concha Velasco en Reina Juana, un monólogo que dirigió con brillante maestría Gerardo Vera, con quien siempre estaré en deuda no sólo por llevar a escena mi obra, sino, por la ocasión de acercarme a una actriz excepcional cuyo arte interpretativo consiguió transformar ideas preconcebidas sobre Juana. Gracias a Concha, dejó de ser la hija loca de los Reyes Católicos y se convirtió por siempre en Reina Juana.

Descubrir a Concha fue adentrarse en la técnica refinada de una actriz que aplicaba un método particular, el método Concha, fundamentado en un principio inexorable de respeto. Un respeto para con el texto, con el director y, por supuesto, con el público. En definitiva, el respeto a un oficio que se desempeña con la humilde tenacidad del artesano, un enfoque aparentemente sencillo pero que, al cabo, puede terminar generando una conmoción artística perdurable, y Concha ejemplifica esta circunstancia; tal que se dice de la belleza más genuina, nunca quiso creerse del todo su excepcional grandeza artística y, claro, esta inconsciencia la engrandeció aún más. 

Y es que Concha no se conformó con los réditos que pudiera proporcionarle su extraordinario talento innato. Desde el primer momento supo que la excelencia a la que aspiraba sólo se lograría añadiendo a ese don el trabajo tenaz, extenuante, espartano del actor sobre su papel. Y también, todo hay que decirlo, su trabajo en el arte sutil de las relaciones humanas dentro del espacio colectivo del teatro. Concha también fue maestra en predisponer el acto de la creación en los ensayos, un vendaval luminoso y alegre de impulso creativo.

Recuerdo su menuda figura, sentada en un discreto rincón de la cafetería de los hoteles de la gira, sola, ya con la salud muy deteriorada, estudiando obsesivamente su papel; una imagen que se superpone a la de la actriz que por las tardes deslumbraba en el teatro.

Sobre las tablas, Concha irradiaba una modernidad pasmosa. Nunca caía en la retórica efectista que afecta a muchos cómicos experimentados. Encarnaba ese valor tan preciado en la actuación, la dinámica que impide que se estanque la acción y la experiencia teatral se diluya. Concha nunca concibió la escena para un espurio lucimiento personal, por el contrario, siempre estuvo al servicio del equipo y de la propuesta con un compromiso total. Un compromiso fundamentalmente hacia el público que siempre la tuvo como suya.

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Recuerdo una anécdota reveladora de su entrega y generosidad. En Sevilla, ante la demanda de entradas, la encontré muy preocupada porque había gente que se le acercaba lamentando haber llegado tarde a la taquilla del Teatro Lope de Vega. Estaba todo vendido. “Hay que hacer algo”, comentó. Y entonces, Concha, que todos los días, durante hora y media, se dejaba la piel encarnando a la anciana reina, decidió hacer una doble función para que todos pudieran disfrutar de la obra. Hoy en día, es difícil que cualquier actriz acceda a un esfuerzo semejante. Este gesto ejemplifica su compromiso fundamental con el público, que la recompensaba con su entrega y afecto, más allá del reconocimiento al que cualquier actriz puede aspirar.

Otro aspecto crucial de la modernidad en su actuación radicaba en el riesgo asumido al exponer su vulnerabilidad, un despojamiento que, en su caso, asombrosamente cristalizaba en armónica elegancia gestual.

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Respeto, compromiso, laboriosidad, dinámica, precisión, generosidad… Cualidades que devienen en valores perdurables y que se erigen en lecciones esenciales para los jóvenes que se inician en un oficio que reclama, antes que nada, profesionales en el sentido más puro del término, esto es, aquellos que son capaces de profesar un arte para el que algunas han sido escogidas por los dioses, tal que Concha Velasco, nuestra reina.