“Me gustaría contaros una historia: la historia de un hombre que no sentía nada más que dolor. Y se avergonzaba de él porque, en el fondo, era el dolor de alguien que lo tenía todo”. Pippo Delbono (Génova, 1959) vuelve a abrir su alma ante el público en La gioia (La alegría), espectáculo que presenta en los Teatros del Canal este sábado y el domingo, tras dos cancelaciones en los meses previos por el gigantesco desaguisado originado por la Covid, que nos dejó sin compañías internacionales. Hay mucha expectación, por tanto, ya que, virus al margen, Delbono no hacía escala en Madrid desde 2017 y porque sigue siendo un outsider ajeno a cualquier molde: lo suyo es la rabia poética, la confesión visceral, el grito acusador y la ternura inabarcable. “Escribí La gioia en un momento muy oscuro. Llevaba demasiado tiempo sin ganas de reír, y me preguntaba la razón de está incapacidad. De ahí nace la obra”, explica a El Cultural por teléfono desde su casa, en Génova, una ciudad a la que se aferra, aparte de por ser el lugar donde nació, por la cercanía al mar. “Ha sido un gran compañero en esta época dura”.



Durante el periodo de hundimiento anímico, Delbono topó con Tolstoi, concretamente con La muerte de Iván Ilich. La novela narra el itinerario de un burócrata arribista que, aun consiguiendo sus objetivos de escalar en la pirámide social, se da cuenta de que tanto en su interior como en la realidad que le circunda se extiende una mancha de hastío y decepción. Es algo que comprende tarde, cuando su muerte, debida a un golpe accidental en la cabeza, se aproxima. “Esa lucidez es la que reivindico. A mí la palabra ‘alegría’ me pone en guardia, incluso me da miedo, porque se usa de manera muy frecuente para describir situaciones superficiales. Se abusa de ella”. De hecho, su intención original era titular este trabajo La morte gioiosa, porque Iván Ilich, apunta Delbono, acaba reconciliándose con su existencia, incluso con los episodios tristes y grises. Pero un amigo le quitó de la cabeza esa idea. Le alertó de que la palabra muerte en la cartelera sería disuasoria. Y la acabó dejando fuera.

La risa de la miseria

La alegría que muestra Delbono en escena brota pues de regiones oscuras de la conciencia. Cita dos escenas que le inspiraron particularmente. Una la presenció en Manila. En la orilla de un río sobre el que se vertían residuos de manera incontrolada, y las ratas y los insectos campaban a sus anchas, varias mujeres lavaban la ropa, se maquillaban y reían mientras se gastaban bromas. La otra la vio (vivió) en Benarés: ciudad sagrada donde los indios creman a sus difuntos y arrojan al Ganges sus cenizas. “Varios niños se me acercaron. Parecían enloquecidos y tenían los pies hinchados y deformes, pero sus caras y sus ojos transmitían verdad, vitalidad y alegría. Imposible de olvidar”. Son impresiones paradójicas que están en la base de una puesta en escena que mezcla los códigos del circo, de los cuentos de hadas, de la danza, de la narración oral de los cuentacuentos… Una coctelera, en fin, en la que Delbono ejerce de maestro de ceremonias micrófono en mano, profiriendo monólogos poéticos en los que alterna iracundia e inocencia, y en los que revela incomodidad que le produce su propio sufrimiento. “¿Cómo puedo estar tan amargado mientras las mujeres filipinas y los muchachos indios no paran de sonreír?”.



Alrededor de él, se posiciona su peculiar troupe, reclutada en los infiernos de este mundo, a los que Delbono acostumbra a descender desde hace décadas: manicomios, centros de desintoxicación, campos de refugiados, los callejones donde se apiñan los vagabundos para darse calor en las noches gélidas… No es un artista de los que ven los toros desde la barrera. Él mismo vivió su propio calvario cuando contrajo el SIDA. La autenticidad de su teatro mana de ahí. De la intemperie. Lo que inevitablemente nos conduce a Pasolini, que ponía su cámara frente a los ragazzi di vita de los arrabales (borgate) de Roma que tan bien conocía. El polémico cineasta siempre ha sido una referencia para el dramaturgo, pero desde hace años se esfuerza en superarlo, en matar al padre, porque, a su juicio, hoy Pasolini es para muchos un pin con el hacerse pasar por contraculturales los fines de semana. Otro iconoclasta asimilado por la industria pop. Delbono se mantiene se mantiene alerta para que no le domestiquen, ni a él ni a sus cómplices.

“Reivindico la lucidez de Tolstoi. A mí la palabra ‘alegría’ me pone en guardia. Incluso me da miedo, porque se usa frecuentemente para cosas superficiales”





El más carismático de todos, por desgracia, faltará en Madrid. Hablamos del legendario Bobó, epicentro de esta escuadra de seres marginados. Falleció en 2019, con 82 años. Analfabeto y sordomudo, Delbono lo sacó de una institución psiquiátrica de Aversa (Campania) a mediados de los 90. Y desde entonces lo situaba siempre en el corazón de sus montajes. Fue protagonista de Barboni, Guerra, Urlo, Dopo la battaglia, Orchidee, Vangelo… “Es muy duro ir a ensayar y no verle”, confiesa el regista italiano, que ha terminado convirtiendo La gioia también en un homenaje a este hijo de un dios menor. A Delbono se le ensombrece el tono al evocarlo.



Su ausencia es una herida abierta. Pero se ha conjurado para, a pesar de tantas asechanzas, conquistar su porción de alegría en esta vida. Una alegría que no tiene nada que ver con la que generalmente asoma, impostada, en las redes sociales y otros ámbitos digitales. “Todo eso es falso y, además, está muerto”, sentencia. La gioia tiene su raíz en el desgarro, sin el cual es imposible la catarsis. Una ambivalencia simbolizada por el aluvión de flores que orlan el montaje. Se trata de un efecto visual diseñado por Thierry Boutemy, artífice asimismo de los vistosos ‘juegos florales’ de la colorista película Maria Antonieta, de Sofia Coppola. “Las flores representan la vida, pero también la muerte. Son bellas pero se marchitan rápido”. Una lección de la naturaleza (otra más) de la que conviene tomar buena nota.

@alberojeda77