Entre sus libros de cabecera, Rafael Álvarez, El Brujo (Lucena, 1950), tiene El héroe de las mil máscaras, una detallada comparativa de las mitologías de diversas culturas a lo largo de la historia de la humanidad escrita por el investigador Joseph Campbell. “Pasa de los indios cherokees a Egipto, de Roma a Grecia, de Egipto a Mesopotamia…”, enumera a El Cultural el carismático juglar. El estudio además aporta reflexiones sustanciales que merecen ser tenidas en cuenta en esta época incierta. Va un buen ejemplo: “La mitología es la llave de una antigua sabiduría que se perdió con el conocimiento, y de un conocimiento que se perdió con la información”. El Brujo se esfuerza por desandar el camino, volviendo de la información para abrazar, de nuevo, la sabiduría.

Se vale para ese regreso a Ítaca del yoga y la meditación, que lleva décadas practicando, con disciplina similar a la que gastan colegas suyos como José Luis Gómez (este más apegado al taichí en realidad). Pero también, claro, echa mano de los clásicos grecolatinos. “Sus ficciones son las que nos ayudan a encontrar la respuesta a la pregunta esencial: ¿cuál es el sentido de nuestras vidas?”, apunta, al teléfono, con tono grave, aunque sereno y amable, hablando sin envolverse en el manto de armiño de los vendedores de humo espiritualoide. Este verano se sumergirá en otra pieza de ese legado intemporal: Anfitrión, de Plauto. Lo hará, el próximo miércoles, 30, en el Teatro Romano de Mérida, al que tan bien le tiene cogida la medida. Para ser más precisos, se trata de una versión absolutamente libérrima (sólo faltaba, tratándose de El Brujo) que ha titulado Los dioses y el dios.

Recordemos, de manera sintética, el argumento de la comedia de Plauto antes de continuar: el dios Júpiter, para gozar de los encantos de Alcmena, la mujer de Anfitrión, adopta el aspecto de este. Aprovecha que el pobre marido está al frente de las tropas tebanas en su campaña contra los teléboas. Esa mutación de Júpiter, privilegio de las dotes divinas, desencadena una jocosa secuencia de confusiones. La obra se suma a la amplia lista de narraciones en las que los dioses se obsesionan por poseer carnalmente a mujeres, demostrando que, en el fondo, no son tan diferentes de nosotros: los instintos más primarios también acaban dominando su conducta. “Lo que pone de manifiesto algo muy sencillo: que esos dioses no son más que invenciones de los hombres y que, por tanto, son reflejo de nuestras grandezas y debilidades. Ocurre en todas las culturas, como advierte Campbell: las figuras totémicas están hechas a nuestra imagen y semejanza”, explica Álvarez.

La lógica es sencilla: los mortales –“que en potencia son dioses”, apostilla– las crean para tener un referente superior, una especie de utopía modélica de lo que pueden llegar a ser si ponen empeño en conseguirlo. De ahí la importancia de la mitología como motor de perfeccionamiento para el género humano. Y de ahí también la imposibilidad de trazar una frontera nítida entre la tierra y el olimpo. El Brujo encuentra en Plauto un autor idóneo para articular este razonamiento en escena. Por la trama que ya resumimos pero también por su manera de trenzar dramaturgias: “Para mí fue muy inspirador saber que él partió de una historia más antigua y la adaptó a su presente, con su lenguaje, sus chistes, teniendo muy en cuenta el modo de sentir y las verdaderas preocupaciones de sus contemporáneos”.

Improvisación y rezo 

Es exactamente lo que hace él cada vez que aborda un clásico: lo deconstruye, lo mezcla (con textos del mismo autor o de otros que vienen ‘a cuento’, nunca mejor dicho), lo salpimenta con guiños a la actualidad que conectan de inmediato con el patio de butacas y lo hilvana todo en una salmodia que tiene mucho de improvisación jazzística y algo también de rezo pagano. Su vis cómica siempre concurre, así como su camaleónica capacidad para habitar identidades diversas. Estas semanas veraniegas ofrecen una buena ocasión para comprobarlo, pues aparte de Los dioses y el dios, El Brujo, cual cómico de la legua, representará en varios festivales otras piezas de su repertorio como La luz oscura, basada en la vida y la obra de San Juan de la Cruz, y El lazarillo de Tormes, hito picaresco que le sienta como un guante (ya encarnó a un Lázaro mayor, defendiéndose en los tribunales de las acusaciones contra sus hurtos, en la película dirigida en 2000 por Fernán Gómez, que, por enfermedad, tuvo que delegar en José Luis García Sánchez para llevar a término el rodaje).

Otro dramaturgo, actor y director que tiene en sus oraciones es Dario Fo, al que coloca en un altar. “Era un sabio. Conocía a fondo el teatro antiguo, su raíz popular, que es la que siempre busco”, apunta. Fo también le dio muchas vueltas a las cuestiones teológicas, dejando a su muerte trabajos imperdibles como Misterio bufo, en el que espigaba los evangelios explotando su sustrato cómico. El autor italiano, en cualquier caso, se declaraba ateo. No pétreo, eso sí. Siempre dejó una rendija abierta a la duda. “Era en realidad un agnóstico fascinado por los misterios religiosos”, matiza El Brujo, que, en cambio, sí se confiesa creyente practicante, con los Vedas indios como textos sacros de referencia.

Antes de poner término a la conversación, apremiado por otras entrevistas que afronta algo escamado (“Es que a veces preguntáis cosas que te hacen pensar pero, madre mía, de dónde han sacado a este”) deja apuntadas dos claves para entender los mimbres de Los dioses y el dios. Primero, se remite a los lazzi. O sea, “los juegos de arlequín y de máscaras que, de pronto, se desvían la narración troncal con locuras repentinas. Son un recurso de la comedia del arte, que a su vez los tomó de los cómicos romanos”, aclara con erudición escénica. Segundo, la comedia atellana, surgida en la región de Campania en el siglo IV a. de C., que ya por entonces cultivaba el repentismo y el collage textual. Son los cimientos históricos de su cantar juglaresco que, no por mostrarse en ese código cachondo e improvisado, deja de enfrentarse a las grandes preguntas filosóficas desde el teatro, que concibe como vía de iluminación.

“Los límites de la ciencia resultaron evidentes durante la pandemia. Todos estábamos ansiosos por saber cuánto iba a durar y cómo debíamos protegernos. Pero no conseguíamos respuestas, lo que nos llevaba a la ansiedad y la angustia”, recuerda. “En ese contexto, no se pueden despreciar las invenciones de la mitología y del arte. Sus respuestas antiguas son fuente de calma necesaria el cerebro. Es la clave para poder pensar bien. Para darle tiempo a la ciencia, si me apuras”. Mito y logos complementándose en feliz estrategia. Consejo, sabio, de Brujo.

@alberojeda77