Una de las citas más importantes de la temporada del Teatro Real, en este caso en colaboración con el Canal, es la presentación de la antepenúltima ópera del británico Georges Benjamin, Into the Little Hill, estrenada en 2006 en La Bastille de París, de unos 40 minutos de duración. Se trata, y así se define, de un cuento lírico en dos partes para soprano, contralto o mezzo y conjunto de 15 instrumentistas, resultado lógico de una ya larga carrera, en la que sabemos tuvo mucho que ver al principio Messiaen, aunque el británico se apartó hace ya mucho de los férreos códigos de su mentor adquiriendo un estilo marcadamente personal e intransferible, que  nace de un sutilísimo tratamiento de la materia sonora, colorista, refinada, delicada, sometida a un verdadero proceso artesanal de altos vuelos y tocada de un perfume exquisito que reconocemos como heredero de Britten.

La carrera compositiva de Benjamin empezó muy pronto. Ya en 1980 había sido reconocido como una brillante promesa tras el estreno, en los Proms, de Ringed by the Flat Horizon, evocadora de las tormentas de arena de los desiertos mexicanos. Un auténtico aldabonazo dada su juventud y que supuso el punto de partida de una trayectoria imparable. Hoy, cuando Benjamin es ya un maestro indiscutible, acaparador de premios y distinciones y solicitado por los principales centros de enseñanza, a quien la Orquesta Nacional dedicó en 2005 de una de sus antiguas Cartas Blancas, podemos apreciar la solidez de su labor y aplaudir también esa obra maestra que es Written on Skin, de la que hablábamos aquí en su momento y que pudimos contemplar en el Real allá por la primavera de 2016.

La obra, que ilustraba un texto de Martin Crimp, el mismo libretista de Into the Little Hill, recibió en su momento las mejores críticas. El talento del compositor quedaba nuevamente ratificado con esa creación. George Benjamin revela un gusto refinado, tanto en lo referente a marcar un latido o palpitación subterráneos, cuanto en reforzar con vigor las distintas turbulencias que animan a las voces de sus tramas. Las dos que protagonizan Into the Little Hill se entrelazan, corren en paralelo, se persiguen, se contrapuntean con una desbocada fantasía, cantan, recitan, abordan notas agudas en fulgurantes ataques, gritan, emiten sonidos fijos y se funden en la repujada marea instrumental, con la que dialogan y por la que pululan células, breves apuntes temáticos y de la que emergen en ocasiones ondulaciones, melismas, soliloquios, callados lamentos y espinosos sobreagudos (hasta el re 5).

La historia sonará a familiar, pues deben ser pocos los hogares en los que no haya entrado, en uno u otro momento, la historia del El flautista de Hamelin. Pero estamos ante algo bastante más profundo que una fábula inocente, pues lo que escuchamos es una partitura brillante y estremecedora, una metáfora sobre la fragilidad de las estructuras políticas y sociales en las que estamos inmersos. Las dos voces femeninas son las encargadas de narrar e interpretar a todos los personajes de una historia de acuciante relevancia. 

Sobreprotección infantil

El asesor artístico y damatúrgico, Roberto Fratini, nos pone en situación: “¿Es nuestro rostro el que aparece en el espejo o ser encarnizados consumidores de imágenes nos ha vuelto irreparablemente ciegos? Ya no nos reconocemos debajo de tanto filtro. Producimos, distribuimos y proyectamos imágenes en masa diariamente actualizadas. Su consumo nos consume. Vivimos aterrados por el fantasma de no ser quienes creemos que en realidad somos. Eliminamos, apartamos o escondemos lo que molesta. Nos hemos acostumbrado a llamar al flautista para que se lleve, junto a las ratas, todo lo ajeno, lo mestizo o lo extranjero. Nos agarramos a esa realidad para sentirnos mejor y aplicamos su norma a algo que por definición se le resistía: los niños”.

La pregunta que surge de inmediato es: ¿dónde están los niños? En la breve ópera esos niños se van o desaparecen, da lo mismo, pues han aprendido a dar la espalda a la imagen de familia feliz y de mundo perfecto creado para ellos. “Los sobreprotegemos —continúa Fratini— contra cualquier negatividad saludable, cualquier miedo, cualquier mestizaje. Proyectamos en ellos nuestro terror de no saber ser adultos. Somos el reflejo aterrado y aterrador de una copia de nosotros embellecida y sonriente. Y ellos, curados de realidad, evadidos de un mundo concreto, seguramente se vuelvan un día más espantosos y ubicuos que cualquier rata. Pues su mayor ventaja es ya hoy, como la de las ratas (y como la de cualquier 

realidad virtual), estar y no estar al mismo tiempo. Ser presentes e invisibles. O visibles y ausentes”.

La técnica narrativa, que sale de la actuación de las dos cantantes, emparenta de alguna manera con la empleada por Britten en La vuelta de tuerca, en la que un prólogo abre el curso dramático y nos pone en antecedentes. En esta producción, la idea básica nace de las meninges de Marcos Morau, director de La Veronal, que cuenta con un gran equipo, en el que figura por ejemplo, como director técnico, David Pascual y en donde hay que mencionar asimismo la importante coreografía, firmada por Morau y sus ayudantes, y a las bailarinas Ángela Boix, Nuria Navarra, Lorena Nogal y Marina Rodríguez. Se anuncia también una colaboración especial de The Animals Observatory. Las dos cantantes son Camille Merck, mezzosoprano, y Jenny Daviet, soprano. Y el competente maestro director es un viejo conocido en estas lides: Tim Murray.

La valquiria o la milagrosa concisión de Wagner

La ascética puesta en escena de Robert Carsen. Foto: Klaus Lefebvre

Llega este miércoles al Teatro Real La valquiria, segunda ópera de El anillo wagnerino, el ciclo operístico más famoso de la historia, probablemente la partitura más lograda de las cuatro desde los puntos de vista literario y musical, la que resume de la mejor manera las tesis del autor sobre la obra de arte total. Estamos ante un prodigio de concisión —lo que no significa brevedad—, equilibrio, compacta construcción, admirable dosificación y manejo de tensiones y climas, con un modélico uso del leitmotiv o motivo conductor y su hábil regulación dramática. El concepto tiempo empieza a entenderse desde aquí de otra manera. Están previstas nueve funciones que se sirven de la ya añeja producción de la Ópera de Colonia firmada por Robert Carsen. Todo sucede en un ambiente ascético, donde sobreviven malamente los dioses, aunque no del todo privados de ciertos lujos. Se muestra un mundo desolado y actual minado por al afán de lucro de unos pocos.

Pablo Heras-Casado, tras su meritoria labor en El oro del Rin, bajará de nuevo al foso para tratar de profundizar y dar aliento a una partitura mucho más extensa y algo más compleja. Tendrá a su servicio un reparto en el que hay un poco de todo. Interesante la presencia del bajo René Pape como Hunding (aunque ya no en su mejor forma), la penetración tímbrica de la soprano lírica Adrianne Pieczonka como Sieglinde y la bruñida juventud de la nórdica Ingela Brimberg, aún tierna pero con notables posibilidades de futuro, en la parte de Brünnhilde. Buena noticia es que entre las ocho valquirias aparezcan dos mezzos líricas españolas, Sandra Ferrández (Waltraute) y Marifé Nogales (Grimgerde).