Jessye Norman ha muerto este lunes en un hospital de Nueva York a los 74 años. La soprano de Augusta, Georgia, que lógicamente llevaba mucho tiempo retirada, fue un auténtico fenómeno vocal. Estaba dotada de un timbre de raro atractivo, oscuro, pleno, sedoso, sensual favorecido por una emisión natural amplia, resonante, de una direccionalidad perfecta, que hacía que el sonido desbordara y envolviera a cualquier auditor, creando un aura misteriosa de una sorprendente densidad, que la facultaban para otorgar a su canto insólitos reflejos y, gracias a una muy depurada técnica, para construir un fraseo cincelado, preciso y, sin embargo, deslizante.

Atributos que, una vez salida de su ciudad natal e impulsada por una madre pianista y un padre integrante de un coro, le permitieron ir escalando peldaños, primero en su país, donde fue ganadora de diversos premios, sacándose la espina del que, a los 16 años, no le habían concedido en el concurso Marian Anderson de Filadelfia. Trasladada a Europa, ganó una competición en Munich y fue contratada por la Deutsche Oper de Berlín, donde hizo sus primeras etapas como profesional. Contaba ya con una amplia base técnica, una solidez de emisión y una estupenda formación musical, que la facultaban para aprenderse cualquier partitura por espinosa que fuera. En 1969 debutó, a los 24 años, en el papel de Elisabeth de Tannhäuser de Wagner. De una manera un tanto arbitraria la crítica la elevó a los cielos afirmando que era “la voz más grande desde la alemana Lotte Lehmann”.

No vamos a discutir aquí su valía, pero tal aseveración se nos antoja excesiva. Teniendo en cuenta además que el timbre de la antecesora era bastante más claro y de un metal más penetrante. Aunque, cada uno en su estilo, se mantuvieran dentro de la categoría de lo lírico, pero, eso sí, con características disímiles. El de Norman, como en parte se ha avanzado, era oscuro, enmarcado en un instrumento caudaloso y potente, de buen volumen. Era, creemos, y ella nunca debió de pensar lo contrario, el de una soprano lírica plena, bien que, teniendo en cuenta la amplitud y la penumbrosidad, a veces se la colocara en la cercanía de lo spinto y, en otro orden de cosas, próximo al de una mezzosopano, algo que ella no debió de compartir dado que se mantuvo casi siempre en el ámbito de lo lírico robusto. Aunque, por sus características, pudiera abordar partes pertenecientes a aquel registro.

Visitó España varias veces —no demasiadas— para cantar habitualmente recitales, al final de los cuales se lanzaba por peteneras y regalaba, aparte de algún que otro espiritual, en ocasiones, alguna de las Canciones populares de Falla, que pronunciaba de aquella manera sin dejar de sonreír y de quedarse con el público, mostrando, una y otra vez, su rigurosa línea de canto, su capacidad pulmonar, la riqueza de sus armónicos, la opulencia de sus medios y la seguridad de su técnica. La primera oportunidad que tuvimos de escucharla, coincidente de seguro con su estreno español, fue en el Instituto de Previsión de Madrid, en torno a 1969, a poco de aterrizar en Europa, en el curso de un recital organizado por la antigua asociación alemana Cantar y Tañer, que dirigía la recordada Helga Drewsen. Cantó canciones de Schubert y otros románticos y nos dejó con la boca abierta: aquel chorro bienhechor era de enorme belleza y estaba manejado con un destreza colosal. De ello se hacía eco al día siguiente en el ABC el crítico Fernández Cid.

Estuvimos también en el otoño de 1973 en aquella sesión de la Orquesta Nacional en el Teatro Real en la que nos obsequió, bajo la batuta de Frühbeck de Burgos, con unos históricos Wesendonck-lieder de Wagner, una música a la que su estilo, modos, maneras y atributos vocales iba como un guante. Afortunadamente, grabó bastante. Entre otras cosas preciadas un hermoso ciclo Amor y vida de mujer de Schumann y otros muchos recitales liederísticos con los mejores pianistas. Y los Cuatro últimos de Strauss. En ópera, ahí están sus Mozart (enormes Bodas), sus Haydn, su Euryanthe de Weber, su Penélope de Fauré, sus Wagner (nunca Brünnhilde: era consciente de sus medios) y algún que otro insólito Verdi. La recordaremos como ejemplo de bien decir y bien cantar y por su personalísimo color vocal. Porque su nombre ya ha quedado grabado en el frontispicio en el que están ya inscritas otras grandes cantantes afroamericanas, como Marian Anderson, Leontyne Price, Shirley Verrett, Grace Bumbry, Martina Arroyo y un largo etcétera.