Podría haberse desarrollado como un mero concierto. Pero la actuación de Radiohead en Madrid tenía más de acontecimiento social. De acto de fe. De culto pagano. Los británicos inauguraban en España su gira europea y la expectación venía acompañada de varios elementos: el primero, que su subida a un escenario se ha hecho esperar siete años; después, que el método de compra de entradas tenía más de torneo que de una simple transacción económica; y, para terminar, que durante las últimas semanas se han mantenido al margen de manifestaciones públicas contra el genocidio de Gaza, lo que incitó una pequeña protesta en su contra.
Además, sus funciones en el Movistar Arena a lo largo de la semana se han vivido como una mina del denominado ‘turismo musical’: según los cálculos de una empresa tecnológica, las 17.000 personas que asistirán cada uno de los cuatro días al recinto supondrán un ingreso de 2,3 millones de euros entre hostelería, alojamiento y transporte. Por eso, la noche del martes, 4 de octubre, no era otra fecha más en el calendario: suponía una jornada de vigilia y devoción. Se notaba: en la calle, el ambiente previo no era de frenesí ni de algazara, sino de recogimiento y plegaria.
Y eso se trasladó al interior. El aire húmedo del otoño se tornó en una expectante penumbra desde minutos antes del inicio fijado. La cháchara se atenuaba impaciente instantes previos a la hora señalada. No habían dado las ocho y media cuando los compases de Let Down se elevaban sobre una atmósfera ceremonial. Radiohead tocaba puntual en medio de una jaula de pantallas. Del grupo sólo se escuchaban los hipnóticos sonidos de este tema -publicado en 1997, dentro del disco OK Computer- y se intuían sus perfiles, aumentados psicodélicamente gracias a un juego desbordante de cámaras y luces.
Con un montaje circular en el centro de la pista, el grupo facilitaba una visión prácticamente similar desde cualquier ángulo. Una forma de democratizar el escenario (más en el Movistar Arena, donde es fácil creerte un espectador de tele que parte del recital) que también tenía algo de altar o de coliseo. En ese espacio, Thom Yorke, un líder que se expande y se pliega sobre sí mismo como un genio ensimismado, ofrecía su voz frágil y concentrada. Los congregados alrededor le acompañaban en sordina, como si no quisieran romper el hechizo.
Su segundo tema, 2 + 2 = 5, sorprendía con un retumbe de batería que agitaba el suelo. La energía se volvió más apocalíptica. La banda –formada por Yorke, que canta y toca, por las guitarras de Jonny Greenwood y Ed O’Brien, por el bajo de Colin Greenwood y por la batería de Phil Selway- mugía compacta y austera, con un control casi místico de los matices. No había grandilocuencia ni artificio, sólo precisión quirúrgica. Las geometrías móviles de esta especie de capilla industrial dosificaban el pulso de las canciones, modificadas en alguna de sus versiones y sin palabras entre medias.
Todo el mundo sabe que Yorke no está para arengas. El inglés lanza sus lamentos como alarmas morales y los feligreses acatan, cabecean. Esta canción, además, trata la mentira institucional, habla de la guerra y de la manipulación, del desengaño. Pero él la aborda como un párroco suspendido en el purgatorio. Veinte años después, sigue pareciendo urgente y continua imponiendo una atención devota. En Madrid, los contoneos se impulsaron cuando se escuchaba la primera sorpresa: Sit Down. Stand Up. Menos corriente, la pieza provoca un estallido electrónico y hacía que las verjas se levantaran. Es entonces cuando la lóbrega liturgia alumbra la noche y los latidos se acompasan en esta catedral de hechizos luminosos.
Yorke, ya expuesto sin corazas de LED, dejaba de ser un holograma y bailaba como un druida a punto de romper el encantamiento. El ritual se mantenía entre planos emocionales: la gente no se atreve ni a ir al baño, ni a sacar el móvil, ni –por supuesto- a perderse entre los pasillos para pedir una cerveza. La platea ya resultaba una masa atenta que respiraba junto a la banda. Bloom y Ful Stop construyeron paisajes sonoros densos e hipnóticos que se solapaban. Luego, Lucky y No Surprises introdujeron una melancolía más humana, esa tristeza bella que Radiohead domina como pocos. Yorke sollozaba al micrófono o corría por el borde indistintamente, cosechando aplausos, gritos y algún que otro mechero en alto (una costumbre que desvela la edad de algunos asistentes).
Hacia el centro del repertorio, Videotape, Weird Fishes/Arpeggi y Everything in Its Right Place articulaban una secuencia casi mística: la introspección, el naufragio y, por fin, la alineación del mundo interior. En esos minutos, la función dejó de ser espectáculo y se convirtió en experiencia espiritual. Se perciben miradas expectantes y respiraciones contenidas. Pero Radiohead no ofrece concesiones. No hay discursos ni guiños populistas. Yorke apenas se dirigía al público: su silencio dice más que cualquier consigna. En un momento, sonríe de soslayo antes de iniciar Daydreaming.
Y esa mínima expresión -una grieta de ternura- alentaba una ovación desmedida. Jonny Greenwood, siempre entre cables y pedales, parecía un oficiante del sonido más que un guitarrista. En su dedicación residía algo monástico que cerraba con un ‘gracias’ susurrado antes del tramo intermedio. A los 40 minutos, la cosa se aceleraba: Bodysnatchers, Idioteque y A Wolf at the Door dieron un toque más físico. El cuerpo empezaba a participar en el rito. Yorke se atrevía a contorsionarse de forma errática. En ocasiones daba la impresión de jipi alabando al cacao o a la pachamama, a pesar de que las letras del grupo advierten sobre la descomposición del mundo.
Ese lado tenebroso de los británicos no significa que abandonen otros estilos. Fake Plastic Trees planeaba como una revelación. La canción les convirtió en una rareza sensible en la era del britpop y sobrevoló pura, quizás con un bajo demasiado fuerte. Yorke, quebrado aunque contento (una mezcla sólo posible en el alma de este misterioso cantante) tiró de teclados o de guitarra para imprimir intimidad. Subterranean Homesick Alien allanaba un desenlace esplendoroso: Paranoid Android, How to Disappear Completely, You and Whose Army?, There There y la inevitable Karma Police encauzaron este evangelio hacia la salvación de los presentes.
Radiohead, ya saben, no promete redención, sino una belleza sagrada. El oficio termina a las diez y media, sin bises ni despedidas. Y las puertas se abren a un Madrid enrarecido. Oscuro, pletórico. Porque recuerden: esto no era un concierto, era una misa.
