Dentro del extenso, proteico, variado y sustancioso Festival de Granada de este año destacan algunas luminarias. En el campo orquestal cabe señalar en lugar preferente la actuación, este domingo 25, de la Orquesta de La Scala de Milán a las órdenes de Riccardo Chailly, que nunca hasta ahora había intervenido en el certamen granadino. Es por tanto un acontecimiento la presencia de conjunto y director, que ofrecen además un muy atractivo programa ruso.
El maestro milanés recogió el testigo de su padre, el compositor Luciano Chailly y muy pronto tuvo una batuta en sus manos. A los veinte años, tras estudiar con el gran Franco Ferrara, ya era auxiliar de Claudio Abbado en La Scala. Su carrera progresó rápidamente y anduvo zascandileando de un podio a otro en años sucesivos. En 1982 asumió la dirección de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín. A partir de 1988 ocupó el podio de la del Concertgebouw de Ámsterdam. Más tarde se asentó como titular de la de la Gewandhaus de Leipzig y a continuación de la del Festival de Lucerna, sustituyendo al fenecido Abbado. Hoy está al frente del Teatro de La Scala.
En este debut en Granada, podremos apreciar de nuevo el gesto, el apasionamiento, la fogosidad, los planteamientos bien estudiados del director, cuyas características se han podido comprobar y admirar en otras plazas de nuestro país desde hace lustros. Siempre con las partituras en el atril, despliega una enorme actividad sin descomponer la figura: brazos amplios, gesto meridiano y firme, sugerente cuando se trata de conseguir sonoridades blandas y acolchadas, impetuoso cuando se exige un tutti en fortísimo.
La batuta de Chailly siempre es clara, de idóneo subrayado rítmico, apta para resaltar melodías y contrapuntos
Es vitalista, brioso, amigo de fraseos ceñidos, acentos líricos convincentes, ataques impolutos, satinadas sonoridades y mucho lustre tímbrico. Suele emplear tempi vivos, de acentos fustigantes, y fabrica habitualmente progresiones justamente construidas. Su batuta, siempre clara, de dibujo amplio y sinuoso, con idóneo subrayado rítmico, es de las más aptas para resaltar las múltiples líneas melódicas y los contrapuntos que animan cualquier composición. Aunque a veces corre el peligro de quedarse en la superficie. Son aspectos que se podrán apreciar en esta actuación andaluza que enfrenta a dos sinfonías singulares del repertorio ruso, que son la una de la otra el positivo y el negativo. Dos obras postreras.
La Séptima de Prokófiev dulcifica en cierto modo el mensaje emanado de la mayoría de sus composiciones sinfónicas precedentes. El musicólogo italiano Armando Gentilucci opinaba que esta sinfonía se destacaba por "la elaboración temática sagaz, la fantasiosa invención de imágenes sonoras consecuentes, que no borran la impresión de una pérdida de dramaticidad, y el lirismo cordial se destaca sin que ningún elemento intervenga para animar la dialéctica discursiva".
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Tras la agresiva Sinfonía nº 6, llena de contrastes y de armonías de signo impresionista, el compositor se retiró, como apunta Harlow Robinson, a un estilo extrañamente chato y plácido. Su forma simple, sus ritmos perfectos y su nada densa escritura –pocas veces toca toda la orquesta– fueron elegidos para que todo fuera confortable para el público al que parece que se dirigía: el infantil.
¿Y qué decir de la Patética chaikovskiana, la sexta de su catálogo, que no se haya dicho ya? Es muy interesante esta descripción de Gerald Abraham: "La esencia última del plan de la sinfonía es la vida. Primera parte: todo impulso, confianza y sed de actividad. Debe ser breve (Final: Muerte, resultado del agotamiento). Segunda parte: amor; tercera: desilusiones; cuarta: acaba desvaneciéndose (también breve)". Todo parece bastante trivial. "Habrá muchas innovaciones formales en esta sinfonía", escribió Chaikovski a su sobrino. Y añadía, y esto es revelador: "Entre ellas el finale no será un ruidoso allegro, sino que, por el contrario, será un adagio muy extenso".