Cuando el cuerpo empezó a fallarle, el piano fue una cuerda de salvación para Oscar Peterson (1925-2007). El instrumento había sido un fiel compañero durante mucho tiempo: había dado forma a sus sueños de juventud, le había brindado un lugar en los libros de historia y le había permitido abrirse camino en un mundo marcado por los conflictos raciales. Ahora, a los ochenta y un años, parecía agotado. Peterson llegó al escenario de Birdland, en Nueva York, en una silla de ruedas, después de que varios derrames lo hubieran debilitado, afectándole a las piernas y a la mano izquierda, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para sentarse en la banqueta, frente al piano.

Y sin embargo, en cuanto tuvo el teclado a su alcance, incluso antes de que se hubiera terminado de sentar, extendió la mano derecha y tocó unas cuantas notas. Al oír la señal, el bajista, el batería y el guitarrista se pusieron a tocar el primer tema. Y de repente apareció aquel sonido. Todavía conservaba una personalidad musical impresionante, enraizada en la tradición pero reconocible, inconfundiblemente propia.

Durante décadas, el virtuosismo de Peterson y su intuición musical habían provocado en otros pianistas el mismo temeroso asombro que él sentía hacia su ídolo, el difunto Art Tatum. En una ocasión, comparó al viejo maestro del piano con un león: un animal que te da un miedo terrible aunque no puedes evitar acercarte para oírlo rugir. (Los incendiarios pianistas de música clásica Sergei Rachmaninoff y Vladimir Horowitz fueron a escuchar a Tatum y salieron igual de intimidados). Y esto hacía que su regreso fuera aún más complicado.

El estilo de Peterson siempre se caracterizó por sus líneas melódicas veloces, elegantes, con un toque de blues, entretejidas en largas frases que transmitían la lógica inexorable de una narración épica. No menos importante era su visceral sentido del ritmo, punzante y vivaz. Las cualidades que le habían dado renombre –una fluidez espontánea y una precisión absoluta– no eran simplemente aspectos de su forma de tocar; eran los cimientos sobre los que se sustentaba su expresividad artística. Para poder tocar así, necesitaba un altísimo nivel de preparación física.

En algunos momentos, durante aquella velada del año 2006, en una de las pocas actuaciones programadas de lo que sería su gira mundial de despedida, se vieron destellos de su antigua brillantez, que no había desaparecido con la enfermedad y el paso del tiempo. Y sin embargo, también era evidente que estaba haciendo un gran esfuerzo. No importaba: para él, tocar era tan necesario como comer y respirar. “Esta es mi terapia”, dijo después del concierto, moviendo la cabeza en dirección al piano mientras una pequeña sonrisa se dibujaba en su rostro a pesar de la parálisis facial que lo aquejaba. Pero en los momentos más memorables de su actuación, el enorme y brillante Bösendorfer negro que llenaba la mayor parte del escenario de Birdland simbolizaba algo más que su salvación personal; para todo el público que había en la sala, aquel piano se había convertido en el centro del universo.

Es una posición de la que el piano ha disfrutado durante más de trescientos años. Atraía a los amantes de la música a los salones parisienses para escuchar las dolientes improvisaciones de Chopin, y a las salas de conciertos vienesas para oír los feroces arrebatos de Beethoven, que hacían chasquear las cuerdas. El piano fue protagonista de las fiestas que la gente organizaba en Harlem para conseguir algo de dinero con que pagar el alquiler, donde los pianistas competían encarnizadamente, y sirvió para consolar a los solitarios mineros de la fiebre del oro en California, cuando Henri Herz, el errante virtuoso procedente de Europa, interpretaba para ellos variaciones de “Oh Susanna”. También reconfortó a miles de campesinos siberianos que nunca habían oído una nota de música clásica hasta que el maestro ruso Sviatoslav Richter la llevó a sus casas. Y todavía es capaz de hacer enloquecer a las masas de todo el mundo en salas de conciertos, clubes y estadios.

Pero el piano es más que un instrumento; en palabras de Oliver Wendell Holmes, es una “caja maravillosa” llena tanto de esperanzas, anhelos y decepciones como de cuerdas, macillos y fieltro. Es un símbolo tan variable como la condición humana: puede representar el elegante refinamiento en una casa victoriana y la miseria y la promiscuidad en un burdel de Nueva Orleans.

Pensemos en el abanico de emociones, desde la euforia hasta el miedo e incluso el terror, que puede sentir un intérprete al ir superando los obstáculos técnicos que plantea el aprendizaje del piano, como la joven de la novela La pianista, de la premio Nobel Elfriede Jelinek: “Concentra toda su energía, despliega las alas y se lanza hacia adelante, hacia las teclas, que la reciben como la tierra recibe a un avión que cae en picado. Si no llega a alguna nota a la primera, la deja de lado. Saltarse notas es una sutil venganza contra sus torturadoras que nada saben de música, y le proporciona un leve estremecimiento de satisfacción”.

En cualquier caso, el piano también puede ejercer una atracción casi mística y seducir a los aficionados creando unos lazos de por vida. La magia, cuando sucede, es inexplicable. Incluso los técnicos que se encargan del mantenimiento del piano a veces dan la impresión de estar iniciados en un culto misterioso. “Un afinador es como un buen marido –afirma un personaje de la novela El afinador de pianos, de Daniel Mason–. Sabe escuchar y su tacto es de lo más delicado […]. Solo el afinador conoce el interior del piano”.

Las entrañas del piano son un invento milagroso. De madera y hierro fundido, con sus macillos y sus pivotes, pesa cerca de quinientos kilos y es capaz de sujetar con sus cuerdas una tensión de veintidós toneladas (el equivalente de unos veinte coches de tamaño medio).

Este majestuoso artilugio puede susurrar, cantar, tartamudear o gritar a voluntad del intérprete. Su registro abarca desde las notas más graves de la orquesta hasta las más agudas. Tiene la notable capacidad de interpretar música de cualquier periodo histórico y de cualquier estilo: fugas barrocas, ensoñaciones románticas, bocetos impresionistas, himnos eclesiásticos, montunos latinos, ritmos de jazz y frases de rock. Y durante el proceso, se va apropiando de todo ello.