Eschenbach sabe poner orden, calibrar, regular... Foto: Margot Ingolsby

Coinciden en el Auditorio Nacional dos orquestas de primera fila: la Royal Concertgebouw y la Sinfónica de Washington, dirigidas, respectivamente, por el temperamental Semyon Bychkov y el sobrio Cristoph Eschenbach. En atriles, Strauss, Rouse, Schubert...

Casi sin solución de continuidad se presentan en la temporada de Ibermúsica dos orquestas y dos directores de primer orden: la del Royal Concertgebouw de Amsterdam con Semyon Bychkov y la Sinfónica Nacional de Washington con Christoph Eschenbach. Formaciones y batutas que han visitado repetidamente nuestro país desde hace muchos años; décadas incluso por lo que se refiere al último de los citados en su etapa inicial como prometedor pianista. Lo recordamos, un pipiolo todavía, provisto de abundante melena -¡quién lo diría hoy!- allá por mediados o finales de los sesenta en un recital en el Instituto Alemán. Tocó muy hermosamente la Sonata n° 11 K 331 (300i) de Mozart.



Pero el turno es primero para el director de Leningrado (1952), artista comunicativo, enérgico, de batuta muy sugerente, de una rara intensidad expresiva. Un director capaz de galvanizar a un conjunto sinfónico y de extraer de él, por derecho, interpretaciones que destacan más por su brío que por su delicadeza. Posee un fuerte temperamento y un entusiasmo irrefrenable, el mismo que lo impulsó a salir de la Unión Soviética para ganarse los garbanzos en Norteamérica. Su estilo sobrio, su autoridad y su magistral técnica de batuta han basado su trayectoria. Es un straussiano de pro, como ha podido demostrar, por ejemplo, con su Elektra del Real o su Alpina.



Se va a situar, este lunes (1), en el podio de la histórica Orquesta del Concertgebouw, un conjunto ante el que hay que descubrirse por su solera, su tan larga y rica trayectoria, su magnífica sonoridad, cuajada de claroscuros y envuelta en un espectro en el que no se sabe qué admirar más, si el terciopelo de la cuerda, la suavidad legendaria de las maderas o la redondez de los metales. Con él Bychkov abordará, en efecto, una partitura de Strauss, la procelosa Una vida de héroe, que puede resplandecer con mil luces en estas manos. La primera parte de la sesión la ocupa otra composición ‘grande': el Concierto n° 5, Emperador, de Beethoven, que tocará con sus pulcras manos y su probada y superior técnica el pianista Jean-Yves Thibaudet.



La Orquesta norteamericana, formación más moderna, de 1931 (la holandesa es de 1888), pero de historia ya muy acrisolada y de un empaste, una precisión y un brillo fenomenales, que en los últimos seis años se ha cuidado de acrecer Eschenbach, un músico de extraordinaria competencia y cultura, que desde que dejó definitivamente el teclado ha ido ampliando una técnica de batuta sobria, de especial rigor metronómico. Es director enteco, fibroso, bien plantado, de gesto muy a lo Karajan, pero sin el poder de sugerencia, sin la maleabilidad y la elegancia del maestro austriaco. No es el suyo un arte imaginativo, emotivo, apasionado. Pero sabe poner orden, regular, calibrar las intensidades, dar fluidez a cualquier discurso. Un hábil constructor, severo, que controla los planos y adopta en todo momento un criterio rítmico eficaz. Como demostró hace bien poco, ante la Orquesta Nacional, con La Consagración de la primavera de Stravinski.



Son dos las citas con él y la agrupación de Washignton. En la primera (jueves 4) sitúan en atriles Phaeton, una caudalosa partitura del norteamericano Christopher Rouse, la Inacabada de Schubert y la Primera de Brahms. En la segunda (5), acompañarán al dotado chelista Daniel Müller-Schott en el Concierto de Dvorák y, solos, servirán el romanticismo alemán de la obertura de Der Freischütz de Weber y nos traerán la soberana orquestación que Schönberg realizó de otra obra del hamburgués, el Cuarteto en sol menor, op. 25.