El gesto nervioso y apremiante de Ashkenazy. Foto: Keith Saunders

En el espacio de tres días, Ibermúsica -que puede que renazca de sus aparentes cenizas la próxima temporada- presenta dos conciertos de altura. El primero, este sábado, de carácter extraordinario y fuera de abono, protagonizado por la llamada Orquesta BandArt, un conjunto joven, nacido en 2005 y que agrupa a músicos, en algún caso impúberes, de distintas nacionalidades, gobernados por el impulsivo gesto del violinista y violista serbio Gordan Nikolitch (1968), o, y por ese apellido se lo conoce, Nikolic, artista serio y trabajador, concertino de la Sinfónica de Londres, profesor en diversos centros europeos y persona que siempre tiene mucho que decir en relación con cuestiones técnicas y estilísticas.



La Orquesta, que llega a tener en torno a los 40 o 45 miembros, ya ha actuado numerosas veces en España, en distintos centros y festivales. De hecho, Ibermúsica la presentó hace unos años en el Auditorio Nacional, que es donde de nuevo la encontramos. Todos los instrumentistas actúan de pie excepto, naturalmente, los chelos. Nikolic, en su puesto de primer violín, es un auténtico mimo lleno de energía. Se mueve, mira, hace que los demás lo miren, se agacha, crece y tira de sus músicos con verdadero ardor. El que sin duda necesita, por ejemplo, una obra de rítmica tan exultante como la Sinfonía n° 7 de Beethoven -ya tocada en Madrid por estos mismos ejecutantes-, que cierra una sesión abierta con su hermana, la juvenil y chispeante Sinfonía n° 8. Los ataques, precisos y fustigantes, el juego de dinámicas y de staccati, vienen bien a estas dos gloriosas composiciones.



No menos gloriosa en su estilo es la Sinfonía n° 5 de Sibelius, con sus irisaciones tímbricas, sus juegos temáticos, sus ostinati, sus soberbios crescendi y sus estratégicos silencios en el sorprendente y seco final. Es la partitura base del programa que dos días más tarde, el lunes (18), ofrece la magnífica Orquesta Philharmonia de Londres, una agrupación de ricas sonoridades, de fantásticos claroscuros, de gran flexibilidad, frecuente habitante de las temporadas de Alfonso Aijón, que es dirigida en este caso por Vladimir Ashkenazy (Gorki, 1937), pianista de excepción en sus tiempos y director apasionado, vigoroso, brioso, de gesto nervioso y apremiante.



Sus interpretaciones siempre tienen un toque de raro fulgor y contagian, como contagiaban aquellas que, con sus brazos cortos, brindaba desde el teclado. Sus modos directoriales, los pies bien plantados en compás abierto, la corta batuta blandida con movimientos rápidos y fustigantes, la expresión ávida se trasladan cargados de tensión a la orquesta, que, con independencia de las posibles bondades de la planificación o la justeza de los tempi, se siente atrapada en una suerte de vorágine.



Programa muy bello, que se completa con otras dos piezas del compositor finés: Finlandia y el Concierto para violín, con la jovencísima solista Akiko Suwanai, muy hábil en las dobles cuerdas.