Foto: Javier del Real.

El voraz y ubicuo director arranca una gira por España con cinco escalas consecutivas entre los días 18 y 22. Barcelona, Madrid, Oviedo y Santander gozarán de las huestes del Mariinsky. También Pamplona, ciudad a la que llega para celebrar, el 19 en Baluarte, los 150 años del Orfeón Pamplonés. Wagner y Beethoven en atriles.

La agenda de Valery Gergiev (Moscú, 1953) en marzo se antoja ilustrativa de su curiosidad y de su voracidad. Dirige en 19 de los 31 días del mes. Incluidos los conciertos con la Filarmónica de Múnich, la tetralogía de El anillo del nibelungo en San Petersburgo, sus compromisos en la Scala y la gira española con la orquesta del Teatro Mariinsky, cinco conciertos consecutivos en Barcelona (18 de marzo), Pamplona, Madrid, Oviedo y Santander que incluyen tanto Tristán e Isolda (Liceo) como la Novena de Beethoven y hasta un híbrido de La valquiria y Parsifal.



Es la medida del titán, la prueba de su capacidad de trabajo y el problema que, a veces, reviste el estajanovismo. Gergiev exige a los músicos lo que se exige a sí mismo. Y no duerme. Y aspira al milagro de la ubicuidad o de la bilocación, emprendiendo una temporada -y otra, y otra- de proporciones inhumanas o sobrehumanas, pero también subestimando la irregularidad de sus prestaciones. Que pueden resentirse de la convencionalidad precisamente porque sus músicos actúan, en ocasiones, exhaustos.



Difícilmente puede alcanzarse un estadio permanente de lucidez o de clarividencia cuando acecha la rutina del concierto, la emergencia de la gira, la multiplicación de programas contradictorios entre sí o exigentes.



La gira española representa un buen ejemplo de esa concepción trepidante, aunque Gergiev asegura el cartel de "No hay billetes" y ha logrado que el Mariinsky funcione como una prolongación personal. En la disciplina. En la versatilidad. En la capacidad de trabajo. En la idea de la misión cultural, incluso mística, con que el maestro ha concebido su multiplicación topográfica, reivindicando el inmenso repertorio ruso y demostrando la misma solvencia en Wagner o en el gran repertorio sinfónico, lejos de las obligaciones idiomáticas: "La música es música", sentencia Gergiev, incurriendo en el aforismo más famoso de Vujadin Boskov ("Fútbol es fútbol").



Palabra de un monstruo cuya naturaleza dionisiaca ejerce un enorme poder seductor. Pasan ‘cosas' cuando sube al podio. Crea un estado de sugestión y de fascinación. Ejerce un enorme liderazgo, proporciona experiencias descomunales. Ocurrió el año pasado con su desgarrada y teatral Novena de Mahler, pero también sucede, a modo compensatorio, que Gergiev se expone a la decepción de actuaciones funcionariales.



De ahí el interés que reviste acudir a sus conciertos. Se trata de invocar al Gergiev fabuloso. Y no porque el "otro" sea malo, sino porque el riesgo de la inercia malogra a veces las mejores expectativas. Gergiev, sí. ¿Pero cuál de ellos? No hubo dudas en Nueva York hace un par de semanas, cuando el maestro ruso regresó al Met con un programa particularmente idóneo a su sensibilidad y su naturaleza. Aludimos a la Iolanta de Tchaikovsky y al Castillo de Barbazul de Bartok, versiones de referencia elogiadas por la crítica y expuestas también a las movilizaciones de sus opositores.



Y no por razones musicales, sino por motivos políticos. Gergiev es un director de orquesta problemático por su afinidad a Putin, de tal forma que la vinculación personal e ideológica al zar conlleva que se le retrate o se le retracte cada vez que se produce un sobresalto geopolítico.



De hecho, el motivo de las manifestaciones obedecía a la contundencia con que Gergiev, igual que Netrebko, ha sostenido la política de Putin en Ucrania. Y la guerra encubierta. Y la deriva absolutista del presidente ruso.



Cuesta trabajo creer que se le vayan a organizar protestas en España por el asesinato de Boris Nemtsov, aunque Gergiev ya ha tenido que exponerse a muchas otras reacciones de irritación por su lealtad al putunismo. Tanto en Londres -es titular de la Sinfónica- como en Múnich -es titular de la Filarmónica- se le ha descrito a Gergiev como a un homófobo, precisamente porque su gran protector, Vladmir Putin, consideraba a los homosexuales similares a los drogadictos y a los alcohólicos. Y en cierto modo, peores, toda vez que el problema de natalidad de Rusia se agrava "desesperadamente", a juicio del patriarca, porque la proliferación de la comunidad gay amenaza la fertilidad (¿?).



Al coloso caucásico empiezan a pesarle los favores que le debe a Putin y la lealtad a su política. Incluidos esos conciertos patrióticos que Gergiev dirigió para posicionarse en la última guerra de Osetia. No tuvo mejor idea que explayarse con la sinfonía Leningrado de Shostakovich, trivializando hasta la parodia la importancia histórica del asedio de San Petersburgo en la II Guerra Mundial.



Gergiev estaba con Putin y sigue estándolo. Le debe al ex capo de la KGB que el Mariinsky se convirtiera en el símbolo cultural de la nueva patria. Hizo Gergiev un trabajo descomunal, sobrehumano, pero la repercusión de la carrera del director ruso fue también el resultado de una premeditada política de Estado que subordinaba descaradamente el templo del Bolshoi como icono de una Rusia anacrónica y deprimida.



Se entiende así que Gergiev permanezca leal a su mecenas, aunque su devoción a Putin, premiada con la construcción de un nuevo Mariinsky, implica un desgaste bastante incómodo en las democracias occidentales. Las recientes protestas en Nueva York se han extendido a Netrebko en cuanto inequívoca defensora del presidente, así que Gergiev ha aprovechado una entrevista a Los Angeles Times para solidarizarse con su compatriota."La gente viene a la ópera a escuchar música. Me parece muy bien que se manifieste en la calle, pero el Met no puede tolerar que se proteste dentro. Si ocurriera en el Mariinsky que alguien lanzara eslóganes antiamericanos, la culpa sería mía y la asumiría como tal".