Manuel Molina

El músico Manuel Molina ha fallecido esta madrugada a los 66 años, en su domicilio de San Juan de Aznalfarache, Sevilla. Hace dos meses se le diagnosticó un cáncer terminal, pero decidió no recibir tratamiento médico y optó por morir en su casa.



El grupo Smash, fundado en 1968, lideró desde Sevilla el rock progresivo español. "Venimos a golpear este tiempo, / este tiempo de callarse", cantaban con rebeldía en inglés. Para que su música vanguardista con toques psicodélicos evolucionara, el productor Ricardo Pachón quiso añadir ingredientes flamencos. Era ya el año 1971. Tentado, el guitarrista y cantante Manuel Molina (Ceuta, 1948) se negó a participar en el proyecto. Para persuadirlo, el representante le prometió liberarlo del servicio militar y Molina dijo un sí inmediato.



La unión de Manuel Molina, el bajista Julio Matito, el baterista Antonio Rodríguez y los guitarristas Gualberto García y Henrik Liebgott iba a dar frutos musicales inesperados. En el documental Underground, la ciudad del arco iris, de Gervasio Iglesias, el danés Henrik describe el asombro del grupo cuando Molina tocó por primera vez ante ellos. Escucharon a un verdadero guitarrista de flamenco. De repente, Manuel soltaba una voz trágica que subía hasta el desgarro. El acoplamiento artístico no fue fácil. El duende lorquiano lo definía Molina con la palabra pellizco. "El pellizco no se aprende; naces con él o lo asimilas", explicaba. Los otros miembros de la banda supieron asimilarlo.



El crítico Diego A. Manrique opina que se produjo una "aproximación orgánica" entre dos mundos artísticos distantes. Hubo un precedente que Manuel desconocía por aquellas fechas: Rock encounter (1966), disco de Sabicas y Joe Beck. Con la ayuda de Oriol Regàs y la producción de Alain Milhaud, Smash se puso a trabajar. La fórmula es la misma en "El garrotín" y "Tangos de Ketama": inicio de rock con letra en inglés, entrada poderosa de Manuel Molina en castellano, exhibición de Gualberto con la guitarra eléctrica. "El garrotín" se situaría en el número 1 de la lista de ventas. Sin embargo, significó la muerte repentina del grupo. En sus esporádicas reunificaciones, los músicos confirmaron que los intereses mercantiles de la industria les impidieron desarrollar sus ideas.







Después de intervenir en los inicios del conjunto Triana, Molina decidió crear el dúo Lole y Manuel. La voz bella de Lole Montoya, nacida en una familia con raigambre flamenca, se apoyaba en la capacidad creativa de su esposo Manuel. Se enfrentaron a los puristas fríos del Festival de Mairena. El calor vino de los oyentes jóvenes, que sí entendieron las bulerías, los versos de José Manuel Flores Talavera, las notas tocadas con mellotrón, batería y bajo eléctrico. Tres discos, Nuevo día (1975), Pasaje del agua (1976) y Lole y Manuel (1977), renovaron con frescura un panorama rancio. El dúo triunfó en toda España. Más tarde publicaron otros cinco álbumes, uno de ellos dedicado a Alba, la hija de ambos, hoy cantante con varios discos editados. En los años setenta, los dirigentes del país se acercaban a los músicos de éxito. La fotografía con Lole y Manuel era un diploma de modernidad. Manuel recibió con desconfianza bohemia a los políticos.



Al separarse de Lole, sin prisas, inició la andadura en solitario. Al fin publicó el álbum Calle del beso. Su segunda esposa, Lola Rodríguez, le escribió algunas letras. Manuel colaboraba en varios espectáculos de los bailaores Farruquito y Manuela Carrasco. Su voz rota conseguía que el público vibrase.







¿Cómo era el ser humano que compuso aquellas canciones? Lo traté en Venta Manuel, un local que regentó en San Juan de Aznalfarache (Sevilla). Molina combinaba la barba selvática con una pulcritud de gitano dandi. Su elegancia llegaba hasta el idioma, la caligrafía, los modales. Recuerdo sus reproches suaves a un sirviente que cubrió nuestra mesa con un mantel ya usado. Luego, relajado, era hombre de risa fácil. Imitaba con oído de músico bromista las interjecciones francesas de mi familia. Las ironías se esfumaban al pronunciar los nombres de sus cuatro devociones musicales: Camarón de la Isla, Julio Matito, Paco de Lucía y Sabicas.



Tenía bien ganada fama de hombre generoso. José Manuel Gamboa cuenta una anécdota en su libro Una historia del flamenco. Durante algún tiempo, Molina fue el único guitarrista que acompañaba al cantaor combativo Manuel Gerena en sus actuaciones. A los conciertos les seguía la visita de agentes policiales que tildaban de subversivas las letras de Gerena. El diálogo breve terminaba en alguna prisión. Molina intentaba defenderse: "Mire, si yo no tengo nada que ver. Yo sólo he venido a acompañarle". "Pues eso, eso -respondía la autoridad-, a acompañarle al calabozo".



La última vez que lo vi fue cuando dialogamos públicamente en un homenaje a Sabicas. El acto tuvo lugar en Pamplona y nunca he escuchado a un conferenciante tan claramente alejado del miedo escénico. Manuel había crecido ante los micrófonos y se expresó como si reencarnara al Buda más pacífico. Después, varios amigos nos dimos cita en un restaurante de ubicación imprecisa y lejana. Allí nos dirigimos en auto. Manuel desconocía las carreteras de Navarra, pero en medio de la noche empezó a guiarnos. Sus intuiciones fueron la brújula. Mientras regresábamos, estuvo elogiando a los nuevos guitarristas. También nos habló de una nieta que apartaba los biberones para emular a la más vieja y sabia Aretha Franklin.



Estudioso de la historia del pueblo gitano, Manuel Molina concebía la música como un viaje y una búsqueda. Sus antepasados seguían errando en su mente. Abrazaba con el calor de un nómada.