Aschenbach vive hipnotizado por la belleza juvenil de Tadzio. Foto: Antoni Bofill

Muerte en Venecia es el testamento artístico del músico inglés, un compendio de todas sus virtudes compositivas. Britten fue a la esencia de la novela de Mann: el conflicto entre la pasión y la razón (Dionisos vs. Apolo). Esa batalla en la conciencia de Aschenbach también se libraba en la suya. El regista Willy Decker presenta esta ópera por primera vez en el Teatro Real a partir del jueves, 4.

Benjamin Britten compuso Muerte en Venecia a contrarreloj. En 1970, cuando decidió ponerse manos a la obra, tenía 57 años. No son demasiados, cierto, pero su salud estaba muy debilitada (una infección vírica, contraída curiosamente en Venecia, le había dejado muy tocado). Era consciente de que su carrera, y probablemente su vida, se acercaban al final. La partitura, además, la había concebido como un regalo para su pareja desde 1939, el tenor Peter Pears, cuyas facultades vocales, instalado ya en la sesentena, comenzaban a declinar. En esa encrucijada, el músico británico se volcó en la escritura, posponiendo incluso la operación prescrita por sus médicos para atajar una insuficiencia cardíaca. Nada iba a descarrilar su intención de rematar su testamento artístico.



Esa determinación topó, sin embargo, con una contingencia burocrática. En esas mismas fechas Visconti había empezado también a rodar su versión cinematográfica de la novela de Mann y Warner Bros se había reservado los derechos de representación. Gracias a la intercesión de Golo Mann, hijo del escritor y entusiasta del proyecto operísitico, el veto se flexibilizó para que Britten continuara adelante. Joan Matabosch, director artístico del Real, explica a El Cultural en el despacho donde rige el coliseo madrileño desde hace un año que los resultados de ambas adaptaciones "están en las antípodas": "La película de Visconti se recrea más en la anécdota mientras que la ópera va a la esencia". La anécdota sería la pulsión homoerótica que experimenta Aschenbach al contemplar al joven Tadzio y la esencia la lucha que tal visión desencadena en su conciencia.



La película es maravillosa pero ha envejecido. La ópera no ha dejado crecer". Joan Matabosch

Esa batalla, formulada por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, enfrenta a dos contendientes: Apolo (el equilibrio, la razón) y Dionisos (la pasión, el exceso). "La clave de todo está en una paradoja, que es el motivo central de toda la ópera: la belleza lleva a la sabiduría a través de los sentidos, pero los sentidos abocan a la pasión y la pasión a la perdición. La belleza es un arma de doble filo".



Otra escena de Muerte en Venecia. Foto: Antoni Bofill

El desafío de concretar escénicamente este enredo filosófico, y hacerlo inteligible, recae en Willy Decker, una garantía en los dominios brittenianos: ha manufacturado también Peter Grimes (visto en el Real el año de su reapertura), Billy Budd... Antonio Moral y Joan Matabosch, ideólogos de la coproducción entre el Liceo y el Real, no tuvieron dudas de que era el regista idóneo. Su montaje, presentado en Barcelona en 2008, llega al fin a Madrid este jueves (4). La tardanza es extraña si tenemos en cuenta que Muerte en Venecia encaja a la perfección en la concepción intelectual que Mortier tenía de la ópera. Aunque quizá, desliza Matabosch, se explica simplemente porque Decker estaba fuera de la reducida órbita de confianza del gestor belga. Ajeno a camarillas y aposentado en uno de los mullidos salones del Real, el directo alemán confiesa que ha pulido su propuesta para eliminar redundancias y obviedades (Tadzio con la pelota bajo el brazo, Aschenbach con un libro perpetuo en sus manos). Ha diluido los subrayados para que nada vele la sustancia dramática. El suyo es un viaje a las profundidades de la psique de Aschenbach, un personaje con el que Britten se mimetizó por completo: él también era un artista cercado por la muerte y que, por tanto, no tenía ya ningún motivo para prolongar imposturas. El autor delWar Requiem, pacifista y gay a contratiempo, transmutó el monólogo interior del libro en un diálogo. Un ardid que le resultó posible al fundir el resto de roles masculinos (el gondolero, el barbero, el director del hotel...) en uno solo, al que llama ‘el viajero' y que en el fondo es la muerte (lo encarna el bajo Leigh Melrose). Estableció así un paralelismo con la dialéctica sostenida entre Fausto y Mefistóteles en la obra de Goethe.



Muerte en Venecia de Britten es el trabajo de un compositor en la cumbre de su maestría". Willy Decker


Venecia, a caballo siempre entre el esplendor y la decadencia, acoge el tormento solitario de Aschenbach, parte a cargo del tenor John Daszak. Decker huye de retratar una ciudad reconocible de postal, con su Puente de Rialto aquí y su Basílica de San Marco allá: "No hago una transposición literal sino atmosférica. La atmósfera de Venecia es única. Recuerdo una vez que llegué de noche. Tras bajarme del vaporetto y avanzar tres o cuatro calles, me perdí. Había leído en el avión que esa noche había un concierto de Beethoven en la Fenice y de repente, en mitad del silencio, roto sólo por retazos de conversaciones y el ruido de pasos, empecé a escuchar su Cuarta sinfonía. Me orienté siguiendo el sonido de la música: mi hotel se llamaba la Fenice así que debía de estar al lado del teatro". Esa Venecia adivinada en la oscuridad es la que destila sobre la escena. Una evocación que cabalga sobre la música de Britten, servida por Alejo Pérez desde el foso.







Esta partitura es el final de trayecto artístico de Britten. Decker la describe como un compendio de todas sus virtudes: "No diría que es mejor que Peter Grimes o Billy Budd pero sí es el trabajo de un compositor en la cumbre de su maestría orquestal y su talento dramatúrgico". El libreto, de Myfanwy Piper, está troceado en 16 escenas, lo que supone cambios constantes y una rítmica visual que remite al cine. Britten se la jugó también incrustando la visceralidad del gamelán indonés en la tradición sinfónica europea. Ese toque exótico y salvaje lo reserva para las apariciones de Tadzio, un bailarín que no pronuncia una sola palabra en la obra. Joan Matabosch recurre a la hipérbole y barre para casa al calibrar su importancia: "La película es maravillosa pero hay que reconocer que ha envejecido. En cambio la ópera no ha dejado de crecer. Hoy es una pieza fundamental de la literatura operística del siglo XX". El público del Real ahora podrá contradecirle o suscribir su conclusión, ya con conocimiento de causa.