Nina Stemme como Salomé en 2010 en el Teatro Real. Foto: Javier Real.

Si Richard Strauss hubiese muerto en 1901, el año de sus 35, como su amado Mozart, hoy sería recordado como renovador de la música orquestal, con culminación en el género del poema sinfónico (la música no se atiene a las formas clásicas, sino a un programa exterior, una historia o una impresión, y que provoca secuencias que las formas serían incapaces de inducir: algo así es la teoría). Su aportación era ya considerable en Europa. Con esos poemas sinfónicos hubiera merecido la inmortalidad. Pero fue longevo, y tras dos óperas menores compuso otras trece, seis al menos obras maestras. La vida lo trató bien desde muy pronto, no tuvo que luchar contra la oposición familiar (su padre era músico), se interpretaron sus obras en seguida, tuvo nombramientos como director en edad temprana, se familiarizó con la orquesta antes de cumplir veinte años, y por eso la dominó así en cuanto a colores y armonías a veces atrevidas (se atreve cuando las necesita, nunca hace doctrina de ello), y supo "ponerse cromático", incluso inventa antes de que termine el siglo un tema que es en una serie de doce notas. Nombramientos tempranos, desde Weimar, para instalarse en coliseos de sus ciudades del alma: Múnich, Berlín, Viena (nombrado en la Hopfoper a los quince días del armisticio). Sin olvidar Dresde, que tan bien lo trató siempre, y a la que tras el bombardeo dedicó con estupor un réquiem para cuerdas, Metamorfosis.



Richard Strauss (1864-1949), bávaro de Múnich, tiene una vocación vienesa que con perspectiva vemos en sus obras tempranas. El vals vienés se cuela en la grave meditación de Zaratustra, en el capricho peligroso de Salomé, en la venganza sangrienta de Elektra. O en El caballero de la rosa, cuando en tiempos de Teresa aún no se había inventado el vals vienés (qué importa). No es extraño que se encuentre con el refinado Hugo von Hofmannsthal, que entre otras cosas amaba a Calderón (La torre trata a Segismundo; El gran teatro del mundo de Salzburgo surge, claro, de un auto sacramental; La mujer sin sombra podría haber sido la Semíramis calderoniana, ay). Strauss compone Elektra con un texto de Hofmannsthal, a quien pide pequeñas alteraciones; pero en adelante trabaja con el poeta medio judío de Viena, que le entrega cinco textos más a lo largo de las dos décadas que al escritor le quedan de vida, hasta su muerte en 1929 tras el suicidio de su hijo: El caballero de la rosa, Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, La Helena egipcia, Arabella. Y algún argumento. En medio, la guerra, la masacre, el despedazamiento de Austria-Hungría, algo que afecta a los patriotas (El caballero era un canto a la Austria de antaño; Arabella es un canto a lo que ya no pudo ser; en ambas, une elegía por la herida del tiempo).



No fue Strauss un teórico de las artes. Practicó una como nadie. Ahí está la música para hacer olvidar las palabras sobre el profeta nietzscheano. Pero en Don Quijote tenemos personajes bien dibujados, masas, acción... y muerte. Es ópera sin palabras, con hechos. Falta el libreto. Strauss es hombre de música que sugiere o que afirma, músico de vocación teatral en sus poemas sinfónicos, lieder, óperas. No es un pensador, ni siquiera un buen cuentacuentos. Hermann Broch escribió Hofmannsthal y su tiempo, ensayo que hay que releer de vez en cuando. El tiempo de Hofmannsthal y Strauss nos permitiría referir ese momento en que la gran guerra hizo pasar a sus países de la preponderancia del antiguo régimen al caos del nuevo. La burguesía no había ganado en el XIX, sino que se vio obligada a pactar, a someterse, si quería un título, un honor. La fantasía de Strauss y Hofmannsthal es la de la élite ilustrada, burguesa, culta, de estar por encima de la canalla. Que será la que pronto llegue al poder. La canalla no es el dirigente de Viena la roja, sino el pobre Dolfuss y lo que vino tras su asesinato. Hofmannsthal no llegó a ver esto. Strauss lo vivió de principio a fin. Y lo sobrevivió. No es el momento de poner a Strauss en el banco de los acusados. Se dejó querer por el III Reich hasta que lo desdeñaron, y salvó a su nuera judía. Nunca fue antisemita. Tras morir Hofmannsthal, colaboró con Stefan Zweig en La mujer silenciosa; fue Zweig y no él quien comprendió que con aquella gente el libreto iba a tener dificultades, porque él era judío. Massenet, Puccini, Richard Strauss... Tres operistas que gustan al público amplio. ¿Se puede ser grande y además popular? La obra de estos operistas lo prueba. Mas la popularidad de Strauss es relativa. Su música es compleja. No es que los otros sean fáciles, es que Strauss es complejo en cuanto a línea, y no digamos en cuanto a armonía, que apenas si se compensa ante el público por lo reconocible de su sonido, de su cosmos propio, un sonido en el que brilla con especial encanto emocional su color, su timbre. Es la época de los grandes orquestadores: Debussy, Ravel, Mahler...



Sí, a Strauss se le quedó pequeño el poema sinfónico, y pasó a la ópera después de dos ensayos, uno fallido y otro insuficiente: Guntram y Feuersnot. En la primera, persiste el inevitable mundo medieval wagneriano (no el simbolista) que los operistas recrean por entonces, sean del área germana, como Schreker, o de Francia, como Chausson o Vincent d'Indy.



¿Strauss desmitifica a los dioses o los humaniza? Digamos que los pone en ropa doméstica. Clasicismo, barroco, coqueteos con la vanguardia... ¿Eclecticismo? No, logro del código para expresar lo que quiere en cada momento: esa negativa a la guerra en la aparente evasión que es Capriccio, en plenos bombardeos, muchos heridos en el público; o los desolados Cuatro últimos Lieder que preparan el tránsito personal.