Lou Reed murió en la península de Long Island, Nueva York, a los 71 años. Foto: Antonio Heredia

El músico y compositor norteamericano, uno de los referentes indiscutibles de la música contemporánea, fallece a los 71 años. Según su agente Andrew Wylie, Reed murió en la península de Long Island, Nueva York, por complicaciones del trasplante de hígado al que se sometió en abril pasado.




A estas alturas ya se habrán escrito casi todas las odas y trenos y crecerán los obituarios junto a las flores en cada esquina en tu honor. Te llamarán padre del rock alternativo, fundador de esa rama del malditismo callejero que hizo desembocar la literatura negra, la crónica de los nuevos y viejos bajos fondos y la escondida sección de contactos de las antiguas revistas pornográficas, con toda su descripción de extraños aparatos y de sustancias, con su ofrecimiento encriptado de prácticas escondidas por la sociedad del consumo respetable. Habrán dicho con toda justicia que fuiste un precedente del glam rock y de la primera cosecha punk, inventor de futuros géneros sin tú quererlo ni saberlo, alguien a quien todo nuevo músico posterior se acercaría como a un oráculo. Habrán hablado del continuador de Genet, de Burroughs y Ginsberg, de Bataille, Chandler y el Capote de A sangre fría. Y todos ellos de una u otra forma habrán llevado razón.



Solamente el hecho de haber formado The Velvet Underground, el grupo que espoleara el rock'n'roll y lo cubriera de mugre y furia como si fuera un lujoso ropaje, el cuerpo musical con mayor ascendencia de la Historia de la música popular, en fin, bueno sólo eso ya te colocaría entre el grupo de cabeza de las mejores mentes de tu generación, tan prolífica en sofisticar el arte de la canción popular, en llevar el rock del luminoso arcoíris de amorosa ingenuidad preadolescente a la complejidad y el peligro de una vida adulta en unos tiempos confusos donde el deseo se volvió lo único importante. Arte como vida, vida como arte, todo eso.



Antes incluso de tu primer disco en solitario, pocos te igualaron. Pero es que después llegarían Transformer y sobre todo Berlín, esa historia de los desgraciados, del encuentro con el infieno a la vuelta de la esquina del paraíso, de tu encuentro contigo mismo por el camino de Bertolt Brecht y Kurt Weill. Y Metal Machine Music, claro, ese sublime engendro de destilado eléctrico que muchos tardarían en tomarse en serio. Y después, poco a poco, algo así como tu serenidad, con The Blue Mask y New York y Magic and Loss y tus tributos a Edgar Allan Poe.



Fuiste un hipster, o sea, un negro blanco. Un judío de clase media que sufrió en sus carnes el electroshock, la sacudida del látigo por ser diferente, por no saber o no querer elegir. Fuiste en parte una máscara desde joven, una colisión de estudiante universitario de letras con amante de la negritud rythm & blues escribiendo entre líneas de los renglones torcidos tu propia purificación, tu propio anhelo.



Con esas letras de extraña poesía, íntimas, paranoicas, conversacionales, repletas de afirmaciones incompletas, de preguntas captadas en el aire y jamás resueltas. Construidas con palabras de lo más normal, si acaso en el argot de los perdedores, rastreadas en la enorme ciudad, siempre en la enorme y despiadada ciudad, por calles y bares y rincones de mala reputacion y líneas de teléfono y camas sucias y casas a punto de estallar y prepararse a sí mismas para ser pasto de las llamas. Cantadas con tu voz de pocos amigos, de callejón y testosterona aplacada, a veces endulzada, por esa parte de reinona a la que no renunciaste, a esa diferencia, ese filo, esa dualidad que tan a pecho te tomaste.



Te has muerto a los setenta y uno, en un chispazo de realidad que ajusticia un poco las agoreras apuestas que hace años decían que no llegarías a viejo. No llegaste. No del todo. Posiblemente tu cuerpo no soportó un agente extraño, no soportó el trasplante del hígado de otro del pasado mes de abril. Ah, tu viejo hígado machacado, cuántas canciones habrás escrito con él, desde él. Ahora se te ha llevado a ti. Tú que tantas veces cantaste y escribiste a la muerte. Songs for Drella, de nuevo del brazo poderoso de John Cale, los amigos muertos entre dos abriles de Magic and Loss, suicidios, sobredosis, en el sucio bulevar, SIDA en los apartamentos de ventanas altas también. Hombres de buena fortuna y hombres de pobre cuna.



El disco es ya un brillo negro y un chasquido que salta y estoy buscando una imagen, Lou, estoy buscando algo que prenda la vela con que reconocer tu hipnosis, tu influjo, y de entre todas quiza la más poderosa sea el espejo. No puedo dejar de pensar en esos dos Screen Test de tu mentor Andy Warhol. En uno el egomaníaco chupa interminablemente de la botella de Coca Cola tras sus curvadas gafas oscuras y las solapas de su chaqueta de cuero negro con tachuelas. En la otra, el aún chico frágil y asustado que parece buscar una respuesta. No paro de pensar en esa letra que poco después entregaste a la inmortalidad de Nico, cuando fuisteis como dos cuervos vosotros : "Seré tu espejo, reflejaré lo que eres en caso de que no lo sepas, seré el viento, la lluvia y el ocaso, la luz en tu puerta para mostrarte que estás en casa". Y esa foto de la portada de The Bells en que el espejo es un atributo más de tu compostura. Entre Narciso suicida e incansable buscador de los otros propios y ajenos.



Estamos tan solos, y quién quiere estar solo, ¿era esa la pregunta, querido Lou? El dolor como reclamo con el que cazar compañía. El placer como excusa para encontrar compañía. Nihilista, decían de ti, se equivocaron. Encontrar a uno al otro lado del espejo era tu fe y tu causa, ¿verdad? ¿Cuántas veces creíste haber descarrilado para siempre? ¿Cuántas veces entraste en el terreno de la locura? Entonces buscabas el espejo de tus canciones y te buscabas y comprobabas que seguías allí, que al menos podías contar contigo.



El mundo se está llenando siempre de obituarios patéticos como éste, y las tumbas y las piras no cesan de multiplicarse. ¿Acaso no es eso lo que siempre quisiste decir: que éste era un lugar frío como dos electrodos en la cabeza, como el invierno en Alaska, como el temblor incontrolable de la sangre, de una mañana en Berlín, junto al muro, tras cuatro noches tomando anfetaminas, sin compañía?