Miguel Narros. Foto: Esther Lobato

Recuerdos paralelos: Ricardo Doménech no quiso morirse hasta ponerle el punto y final a su último libro, y Miguel Narros tampoco ha querido hacerlo hasta rematar su puesta en escena de La dama duende. Si los menciono a ambos juntos es porque han demostrado ser del mismo hierro y porque compartieron época en la Escuela Superior de Arte Dramático. Narros combinaba entonces sus clases de interpretación con la dirección del Teatro Español y, a veces, llevaba allí a los alumnos, que se debatían entre la protesta por tener que cambiar de espacio para dar sus clases y la felicidad por el privilegio de hacerlo en un lugar como el Español con un director de su prestigio. Es la época en la que empezaban sus carreras Carmelo Gómez, Ginés García Millán, Natalia Menéndez, Miguel del Arco y otros muchos que hoy son admirados profesionales.



Como profesor de actores, Narros era singular. Pertenecía a la generación que había implantado el Método en España en los años sesenta de la mano de William Layton, junto a José Carlos Plaza, en espacios que hoy son leyendas de nuestro oficio: el Pequeño Teatro, el Teatro Estudio y el Teatro Estable Castellano. Pero al mismo tiempo le gustaban mucho los clásicos y había pasado una temporada en París aprendiendo de un coloso de la talla de Jean Vilar. Por si fuera poco, tenía un sentido estético muy acusado y un interés especial por el ámbito escenográfico. Fue un espléndido figurinista. De modo que era el suyo un Método muy personal, equilibrado, tamizado por estas influencias y pulido por el sentido práctico que adquirió en su fecundísima experiencia como director.



Hizo de todo: Shakespeare, Buero, Calderón, Genet, Arthur Miller y hasta ballet flamenco. A mediados de los ochenta montó La Malquerida de Benavente y recuerdo especialmente ese montaje porque era exactamente el tipo de obra y autor que entonces nadie quería hacer. Y sin embargo, Narros, con su buen olfato, entendió que había en Benavente mucho más de lo que la crítica de aquellos años tan "modernos" estaba dispuesto a reconocerle, y nos regaló un espectáculo de aroma chejoviano, con aquel naturalismo poético que alejaba la obra del melodrama y la acercaba a la tragedia gracias entre otras cosas a una Ana Marzoa inmensa. La impactante presencia de un caballo auténtico en escena se convirtió en metáfora de lo que Narros intentaba y conseguía hacer con el texto: una explosión de naturaleza que se negaba a dejarse sepultar por los tópicos.



Por supuesto, Narros había sido actor y eso es algo que se notaba en sus puestas en escena, en el mimo que prodigaba a sus intérpretes. Como los recuerdos son caprichosos y llegan en el orden que quieren tengo en mente mientras escribo esto una actuación suya para la televisión que nunca he olvidado: Narros hacía de Edgar Allan Poe. Físicamente no se parecían en nada porque él era un hombre alto y muy atractivo con una formidable presencia escénica. Recordémosle así.