Claudio Abbado, en el Festival de Lucerna. Foto: Marco Caselli Nirmal.

A las puertas de su 80 aniversario y recuperado de un cáncer que le ha dado una nueva dimensión a sus conciertos, el maestro milanés se ‘aparece' en Madrid, el domingo y el lunes, al frente de su Orquesta Mozart.

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  • No han faltado razones en los últimos años para hablar de Claudio Abbado (Milán, 1933), tanto por sus repetidas actuaciones en nuestro país cuanto por la adjudicación de algún premio o su presencia en los principales festivales; o por el lanzamiento de una importante edición discográfica. O, en fin, por el curso de su cáncer de estómago, contra el que lleva luchando mucho tiempo y que, afortunadamente, parece estar en remisión. Al menos, el maestro milanés, que el próximo 26 de junio cumplirá 80 años, continúa al pie del cañón, lo que es una excelente señal.



    Volverá al Auditorio Nacional (Ibermúsica), el domingo y el lunes, con dos hermosos conciertos centrados en el clasicismo vienés y primer romanticismo, que incluyen la Sinfonía 33 y el Concierto para oboe K 314 de Mozart, raramente programados, la Sinfonía n° 96 y la Sinfonía concertante Hob I/105 de Haydn y dos oberturas de Beethoven, la de Las criaturas de Prometeo y una de las Leonoras. Música magnífica, bien estructurada y nada fácil de tocar. No es difícil prever el tacto y la disposición con los que Abbado acometerá estas diáfanas partituras, que tan bien encajan con su pulso y sus modos y a las que se acerca en busca de esa transparencia y ese detallismo que lo caracteriza y que extrae de la Orquesta Mozart, fundado por él en Bolonia en 2004.



    Se promete lo mejor. La batuta clara, exacta, es capaz de sostener esa palpitación, ese tempo que requiere el repertorio elegido, de una manera constante y firme. La urgencia de sus exposiciones hace que no nos perdamos ni una nota, ni un acento. Una maniera que el director aplica a todas estas límpidas estructuras y que es tan adecuada para las composiciones concertantes. Su destreza y naturalidad expositiva puede disimular ciertas limitaciones de la tierna agrupación boloñesa.



    Recordamos ahora cómo aquel impetuoso Abbado, que en 1965 asombró en Madrid al frente de la Nacional, fue evolucionando hasta convertirse en un maestro de primera, que aunaba el vigor de un Toscanini, la clarividencia de un De Sabata y la agilidad de un Cantelli. Tras su enfermedad, el arte del músico se concentró y transfiguró. Las luces de aquellas composiciones, también sus sombras, estarán perfectamente establecidas, y lo sabemos por cuanto algunas de ellas quedaron recogidas en sendos álbumes de Deutsche Grammophon. Los planos, aéreos, los ritmos, vivos y el juego con los timbres en busca de una bien medida agresividad podrán ser apreciados.



    Cada concierto de Abbado es un acontecimiento que nos deja ver las verdades auténticas de la creación de cualquier tiempo. Pocos grandes directores han trabajado tanto y tan bien la de vanguardia; y pocos también nos han brindado el repertorio de la segunda Escuela de Viena con tanto refinamiento. Tras el punto de inflexión de su enfermedad, parece que el arte del maestro se ha concentrado aún más y se nos ofrece en un estado de constante transfiguración.



    A la técnica, al concepto preciso, al criterio expositivo, al dominio de la forma y al rigor musical de este heredero de Víctor de Sabata pasado por las aulas vienesas de Swarowsky, se han sumado en los últimos lustros el poso de la experiencia, el conocimiento profundo y el saber mirar a la muerte cara a cara. Pocos gestos tan sugerentes como el suyo para revelar los secretos de una partitura.