Escenarios

John Kander

"Sigue siendo un misterio el éxito de Chicago 20 años después de su estreno"

19 noviembre, 2009 01:00

Si frecuentar los lugares y momentos oportunos tuviera categoría olímpica, John Kander (Missouri, 1927) sería plusmarquista y no compositor. Sus primeras marcas personales en el prestigioso Oberlin College de Ohio pronto le valieron una plaza en la alta competición de la Universidad de Columbia, en el Nueva York de mediados de siglo, donde los "hijos de la depresión" -se autodenomina Kander desde su estudio de Manhattan- parecían haber encontrado en el musical un rentable catalizador de los titulares de prensa. "Asesinatos, avaricia, corrupción, explotación, adulterio y traición: todas esas cosas que amamos y llevamos con cariño cerca del corazón…". Así arranca Chicago (1976), la obra maestra del dúo musicodramatúrgico Kander and Ebb que llega este jueves al Teatro Coliseum de Madrid en una ostentación de vigencia: "Treinta y tres", grita el elenco español para la foto en una Gran Vía que no ha escatimado en bombillas de bajo consumo para acercarse al Broadway más dorado.

-¿Qué se cocía en la Columbia por aquel entonces que ha generado tanto talento musical?
-El ambiente era inigualable. En mi caso, tuve la suerte de entrar en contacto con Douglas Moore, compositor y responsable del departamento de música de la Universidad. Doug pronto se convirtió en mi amigo y padrino. De su ambivalencia como compositor de música clásica y para musicales aprendí el amor por el oficio.

-¿Qué condiciones propiciaron tal aluvión de estrenos ?
-La clave estaba en la sencillez. Las obras de teatro no tenían que girarse obligatoriamente, ni requerían una previsión detallada de ingresos y gastos, como ahora. Nuestro lema, que sirve hoy de eslogan a una marca de ropa deportiva, rezaba así: "Just do it". En cuanto demostrabas que eras un profesional serio, la comunidad teatral te abría las puertas de par en par. La pregunta es: ¿nos equivocamos? No lo sé, pero ese riesgo era la única forma de entrar en contacto con los productores. Pertenezco a la última generación de artistas a la que se le permitió equivocarse, que tenía licencia para fallar.

Un jefe de sí mismo
-Empezó de cover de piano en el West Side Story de 1963. ¿Consideró alguna vez la idea de ganarse la vida como pianista?
-Acaricié la posibilidad en mis primeros años en la ciudad. Pero no tenía la actitud que requiere un solista, y lo cierto es que me sentía muy incómodo tocando en público.

-¿Tanto como cuando trabajaba para el cine? A usted le debemos el New York, New York que popularizó Frank Sinatra...
-No es que me sintiera incómodo trabajando para cine o televisión. Pero, lejos de la Quinta Avenida, donde yo era mi propio jefe, había que elegir bien las colaboraciones. Con Robert Berton, por ejemplo, hice muy buenas migas desde Kramer contra Kramer.

-Entre tanto ego, ¿dónde acababa Kander y empezaba Ebb?
-Fred y yo nos compenetrábamos tanto que la línea que separaba uno de otro nunca estaba clara, pese a que mis competencias fueran musicales y las suyas, dramatúrgicas. Nos encerrábamos en su estudio y podíamos pasar horas improvisando sobre un personaje hasta que, por fin, poníamos en su boca las palabras y la música adecuadas. La fórmula funcionó desde el mismo día en que nos conocimos y hasta la muerte de Ebb en 2004, 42 años después.

-Se ha hablado de ustedes como los herederos de Gilbert & Sullivan, del teatro musical de la época victoriana.
-En realidad, G&S no trabajaron mucho tiempo juntos, cara a cara, y la mayor parte de su obra se recopiló de la correspondencia que mantuvieron. No se puede decir lo mismo de nosotros. Fred vivía a cuatro manzanas de mi casa. él era como de mi familia.

-¿Al estilo Goncourt?
-De algún modo, así fue. Aunque socialmente no éramos tan inseparables como en el ámbito profesional.

Fascinados por Liza
-¿Ha pensado en rescatar del baúl Golden Gate, aquel primer trabajo con Ebb que nunca llegó a ver la luz?
-Esperaba su pregunta con impaciencia... (Risas). No lo creo. Me lo han preguntado muchas veces. Ebb y yo lo valoramos seriamente en varias ocasiones. Pero, para serle sincero, nunca confiamos en que llegara a funcionar. Golden Gate no fue concebido para ser llevado a escena. La intención de los productores era comprobar cómo reaccionaríamos Ebb y yo al vértigo del papel en blanco. ¿Qué productor haría algo así hoy en día? Se lo digo yo: ninguno.

Oficialmente, el primer trabajo conjunto del compositor y el libretista en Broadway fue Flora the Red Menace, en 1965. Allí debutó una joven promesa con la que contactaron, "casi por accidente", a través de un amigo de un amigo, que había trabajado con ella en un teatro de poca monta en Nueva Jersey. La casa de Ebb sirvió de improvisado escenario para una audición que no llegó a materializarse, por innecesaria. "Cuando vimos a Liza Minnelli cruzar el umbral de la puerta nos quedamos fascinados. Era una joven que no sólo irradiaba talento, sino que congenió enseguida con nosotros. Desde aquel día, entró a formar parte de la familia". Y así fue cómo la primogénita de Judy Garland y Vincente Minnelli adquirió el rango de musa en la factoría K&E. "Lo mejor de escribir para Liza era precisamente que no había que escribir para ella. Podía interpretar cualquier cosa que pusieras en el papel de la misma manera en que lo habíamos imaginado en nuestras reuniones". Un año después, en noviembre de 1966, el Broadhurst Theatre anunció el estreno del que sería su primer hit, Cabaret. Del infructuoso argumento en torno al crack del 29 de Flora the Red Menace pasaron al Berlín asediado por los nazis en un proyecto en el que colaboraron el director Harold Prince y el coreógrafo Bob Fosse, firmas que se repetirían en el cartel de Chicago. "Fosse y su mujer, Gwen Verdon, llevaban tiempo tratando de llevar a escena la corrupción que se describía en las crónicas del Chicago Tribune. Recuerdo que en uno de los ensayos de El beso de la mujer araña, Ebb me propuso el título de obra. Escuché "Chicago" y no dejé que continuara. Le dije: adelante". Sólo unos meses después, la atmósfera criminal y sombría de los años veinte que describió Ebb en el libreto encontró en las blue notes y los acordes menores de Kander perfecta sintonía.

-¿Qué cambios se han aplicado al revival de Chicago en 1996, su versión cinematográfico y la producción que llega el jueves a Madrid?
-Técnicamente, ninguno. Por eso no consigo explicarme qué hizo posible que el estreno de 1975 fuera un éxito con reservas, muchas reservas, y el de 1996 supusiera el séptimo revival con más tirón de toda la historia de los musicales, con más de 5.000 representaciones y una película oscarizada. La misma historia, la misma partitura, idénticas orquestaciones y coreografías… y diferentes resultados. Es un misterio.

-¿El mismo que hace que una obra funcione en Broadway y se tambalee en el West End?
-El mismo. Creo que lo que diferencia Nueva York de Londres no es tanto los montajes como sus públicos. Hablando la misma lengua, hay algo en Londres que vuelve loca a la gente y que en los neoyorquinos genera silencio, y al revés. ¿Qué será? No lo sé. No me lo explico.

Cuestión de decibelios
-El debate sobre los micrófonos ha llegado al Festival de Verona. ¿Corren peligro las divas?
-Creo que es un error plantear estas cosas en el terreno de la ópera. En Broadway mismo se ha llevado la amplificación hasta el extremo. Algo que es difícil de corregir, pues el oído se termina acostumbrando a los decibelios. Si esta tendencia se contagia al mundo de la música clásica, estamos perdidos. Claro que antes habrá que pasar por encima de los amantes de la ópera, entre los que me encuentro.

-¿Y hasta qué punto se podría considerar el musical la ópera del siglo XXI?
-Creo que hay más clichés en lo que se dice del musical que en el musical mismo. La ópera es teatro musical, y dentro de éste hay infinidad de subgéneros. En el siglo XVI, en los comienzos de la ópera, se aspiraba a recuperar el teatro griego de la antigöedad.
De modo que todo tiene un mismo origen. Da igual si hablamos de comedia musical, ópera bufa o zarzuela.

-Entre los antecedentes que cita, encontramos los cancanes de Offenbach o las operetas de Johann Strauss. ¿Se siente heredero de esos recursos?
-Absolutamente. Todo el teatro musical es para mí una referencia. Las operetas de Offenbach y Johann Strauss no son una excepción. Todos mis ancestros musicales están en lo que escribo de una u otra manera. Es como esa vieja familia que todos tenemos pero que nunca llegamos a conocer más que a través de las fotos en sepia.

-¿Y qué efecto causarían Fernández Caballero, Bretón o Echegaray en los neones de la Quinta Avenida?
-Sería una oportunidad fantástica para que los neoyorquinos se acercaran a la zarzuela. Plácido Domingo ha hecho muchos esfuerzos, con grabaciones y conciertos, por introducir el género en Estados Unidos. Pero debo reconocer que no he visto una zarzuela escenificada en mi vida. Como yo, mucha gente estaría interesada en ver La verbena de la Paloma, sobre todo el público hispano.

Oleada de pop y rock
-De hecho, el último Premio Tony recayó en la puertorriqueña In the Heights...
-Precisamente su lyricista, Lin-Manuel Miranda, está estos días en Madrid. Un buen amigo y un tipo con mucho talento.

-Hablando de talento, ¿qué opinión le merece la advenediza Susan Boyle? Su I Dreamed a Dream de Los miserables va por los 100 millones de visitas en YouTube. Y ya tiene un disco.
-Cosas como ésas pasan todos los días. Le deseo lo mejor a Boyle, pero la gente que sube tan rápido raras veces se mantiene. Pero insisto en que el musical no debe cerrarse a nada.

-En ese sentido, como decía Wagner de la ópera, ¿es el musical un arte absoluto, un punto de encuentro entre todas las disciplinas artísticas?
-Sin duda. De ahí que las posibilidades de éxito sean remotas y hasta milagrosas. Con frecuencia acudo a representaciones en donde el coreógrafo va por un lado, el músico por otro, y el escritor no sabes ya dónde se ha apeado.

-¿Insinúa con ello que existe un subgénero, dentro del musical, más refinado, quizá al rebufo de Bernstein o Loewe?
-El espectro es inmenso, las opciones infinitas. Uno de los placeres de la composición en este campo es que puedes ser todo lo pop o clásico que quieras. En la misma obra y sin dar explicaciones. Prueba de lo que digo son los cuartetos y tríos que se escuchan en El beso de la mujer araña.

-¿Explica esta posibilidad de hibridación la última oleada de obras inspiradas en éxitos del rock y el pop como Mamma Mia! o We will rock you?
-Que el rock y el pop se hayan introducido en el mundo del musical es una buena noticia, siempre que se haga con talento. Porque al final todo se reduce a las mismas historias contadas de diferente manera.

Kander sin Ebb

En 2004 la sigla se extinguió: durante décadas de la vida artística americana, Kander & Ebb constituyeron pareja/empresa musical digna de Mozart/da Ponte, Strauss/Hoffmansthal o, más inmersos el ámbito en el que se movieron, Rodgers/Hammerstein o Lerner/Loewe. Pero Fred Ebb (Nueva York, 1928) falleció en su perennemente amado Manhattan en septiembre de 2004, y John Kander (Missouri, 1927) se quedó sólo en términos literarios, sin su inseparable letrista, con el que había colaborado durante más de 40 años.

Kander proviene, para entendernos, "de la clásica": estudió en una de las grandes instituciones americanas para la formación de concertistas, el Oberlin College de Ohio, pero el teatro le tentó muy pronto, aunque su primer trabajo en Broadway le vino de la mano de uno de sus mentores, Leonard Bernstein, que le llamó de repetiteur -Kander es un notable pianista- para el montaje de West Side Story en 1957. A partir de la obra de Bernstein, diversos nombres aparecen en la vida del joven maestro: Jerome Robbins -el otro "padre" de WSS-, el coreógrafo genial, y Stephen Sondheim, el inmenso todoterreno, que le llevan a Gypsy, el musical de 1959 de Styne y Sondheim con coreografía de Robbins y para el que el joven Kander, de 28 años, termina componiendo, de forma medio anónima -no sale ni en los créditos- la escena del ballet. A mediados de los 60, se cruzan en su camino Ebb, el director-productor Hal Prince, el tercer mosquetero de la firma K&E, que también había circulado por el West Side, y otro coreógrafo, Bob Fosse (Chicago, 1927). La fusión de talentos genera Cabaret en 1966, que en Broadway estrenaron una espléndida actriz-cantante hoy olvidada, Jill Haworth, naturalmente Joel Grey… y la musa y viuda de Kurt Weill, Lotte Lenya.

Chicago (1977) repitió laureles para el tándem K & E, Fosse y Prince, y El beso de la mujer araña (1992) -los mismos, pero sin Fosse, fallecido en el 87- marcó, para algunos críticos, el punto más alto de la colaboración. A Kander lo llamó Hollywood, pero sin exceso de entusiasmo: Kramer contra Kramer (1979) y la mucho menos difundida, pero musicalmente superior, Bajo sospecha (1982), signan sus parcos contactos con la industria del cine, casi todos de la mano de Robert Benton .

Pero la más curiosa carambola musical de Kander se inicia en 1968, con la versión en comedia musical de Zorba, o sea, una nueva vuelta de tuerca a Alexis Zorbas, la novela original de Nikos Kazantzakis de 1946 que, en 1964, había dado origen a la película de Michel Cacoyannis con Anthony Quinn como protagonista. Los derechos de la obra literaria para una comedia musical estaban disponibles y la tríada Kander/Webb/Prince se lanzó en plancha a la empresa, que volvió a Boadway en 1983. Pero no contaban con el autor de la partitura cinematográfica, Mikis Theodorakis; o mejor dicho, contaron con él sotto voce: John Kander escribió una música completamente nueva, con algunas de sus mejores canciones, pero fue lo suficientemente listo como para saber que el público querría "guiños" de la celebérrima música del filme, y no sólo el sonido de los bouzoukis, la maglama o el acordeón, con lo que el inefable sirtaki de Zorba se apunta en algunos momentos, en especial en el hermoso interludio sinfónico. Theodorakis montó en cólera -griega, si cabe aún más colérica-, y sólo el consejo de los abogados impidió un juicio internacional en toda regla. Pero el musical de Kander desató también la imaginación del compositor de Serpico y en 1988, cinco años después de la producción en Broadway, estrenó su ballet Alexis Zorbas, retomando ahora el título de la novela y ampliando los escaso 35 minutos de su música fílmica hasta las más de 2 horas de una vasta composición sinfónico-coral, que para algunos es el mejor trabajo del artista. Kander puede considerarse indirecto responsable de esta nueva obra, y, por cierto, en el 94 repuso su propio Zorba en la escena americana, llamando a Quinn como protagonista, 30 años después de la película, que cantaba -es un decir- de forma un poco pésima… pero el éxito fue arrollador. Y es que el veterano Kander sabe cómo hacer las cosas.

José Luis Pérez de Arteaga